
Mis almuerzos con Orson Welles
Peter Biskind
Durante años circularon rumores sobre la existencia de unas cintas que contenían las conversaciones de Orson Welles con el joven cineasta Henry Jaglom mientras almorzaban. Las grabaciones no eran una mera leyenda, existían y se habían registrado entre 1983 y 1985, al final de la vida del legendario cineasta, pero pasaron años acumulando polvo en un garaje. Ahora ven por fin la luz editadas por Peter Biskind. Son un documento excepcional, en el que el enfant terrible de Hollywood, el genio postergado que sobrevive con lo que gana como actor, habla a calzón quitado de cine -considera a Hitchcock sobrevalorado, no soporta las películas «terapéuticas» de Woody Allen-, de literatura y de política. Welles rememora su propia carrera -la recepción de Ciudadano Kane, su participación en El tercer hombre…- y a las personalidades del viejo Hollywood a las que conoció. Y así, aparecen el ego de Laurence Olivier, la ropa interior de Dolores del Río, Bogart refunfuñando sobre Casablanca, Katharine Hepburn hablando de sexo, Charles Laughton angustiado por su homosexualidad, Charles Chaplin, Rita Hayworth, Marlene Dietrich…
«Es evidente que a Welles no le cohibía la presencia de la grabadora. El libro es un tesoro de chismografía sobre el Hollywood clásico, pero si sólo fuese eso sería como mucho un divertimento. Por suerte es además una fuente para entender a Welles, el director y el ser humano» (Richard Brody, The New Yorker).
«Una inmersión maravillosamente fluida en la mente de Welles. Repleto de observaciones mordaces sobre el cine, el teatro, los cineastas, los actores, la política y la esencia del arte de contar historias» (Eric Kohn, Indiewire).
«Un hombre cuyos vastos conocimientos y experiencia probablemente no serán jamás igualados en la industria. La buena noticia es que sus declaraciones sobre cada uno de los temas que aborda son alternativamente penetrantes, iluminadoras, impactantes, groseras, divertidas, honestas o todo a la vez. Me he leído el libro de una sentada y no me puedo imaginar a nadie haciéndolo de otra manera» (Steven Soderbergh).
INTRODUCCIÓN:
HENRY CONOCE A ORSON
Desde hace mucho todo el mundo considera que Orson Welles es uno de los cineastas más grandes de todos los tiempos. Más concretamente, el director de más talento de un largo linaje de heterodoxos que se remonta a D. W. Griffith o quizá a Erich von Stroheim. Hoy, más de setenta años después de su estreno en 1941, Ciudadano Kane aún figura en todas las listas de las diez mejores películas de la historia. Fue la mejor para Sight & Sound, la revista del British Film Institute, durante cincuenta años consecutivos, y hasta 2012 ninguna la superó; lo logró finalmente Vértigo, de Hitchcock, filme que Welles despreciaba.
Pero ya sabemos todos lo que son las listas y cuán poco significan pese a vivir inmersos en una cultura obsesionada con los premios y las clasificaciones. Hay una manera mucho más sencilla e infinitamente más agradable de juzgar la estatura de Welles y sus películas: verlas. Y hay que empezar por Ciudadano Kane. Su inicio, con ese oscuro y ominoso plano de la alta y recia verja de Xanadú, coronada por una gigantesca «K», y de las siniestras ruinas del desvarío arquitectónico de Kane detrás y por encima de ella, capta nuestra atención y al mismo tiempo nos advierte de que allí ocurre más de lo que el ojo puede ver. Porque todo es excesivo en ese drama que funde a melodrama, y todo avanza hacia su decadencia con ironía y afectación.
Welles era un genio de lo dramático, un maestro de la sorpresa, el susto, la emoción y el asombro mucho antes de que el cine recurriera a esos elementos con fines mucho menos loables. Pero era también un hábil miniaturista capaz de trabajar un lienzo de pequeñas dimensiones con levedad y sutileza. No obstante, son por encima de todo su mágica capacidad para manejar el tiempo, el espacio y la luz, la exquisita tensión entre su furiosa y operística imaginación y su elegante y meticuloso diseño y ejecución de una película – la profundidad de campo, los picados y contrapicados, los fundidos chocantes, las ingeniosas transiciones- los que dotan a Ciudadano Kane de una cualidad eléctrica. Después de su estreno, el cine no volvió a ser el mismo. Cuando le preguntaron por la influencia de Welles, Jean- Luc Godard contestó: «Todos le deberemos todo siempre.»