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Ficha técnica

Título: Madame Solario | Autora: Gladys Huntington | Traducción: Nicole d’Amonville Alegría |Editorial: Acantilado | Colección: Narrativa del Acantilado, 241 | Temática: Novela | Encuadernación: Rústica cosida | Formato: 13 x 21 cm | Páginas: 448 |ISBN: 978-84-16011-17-9 | Precio: 29 euros

Madame Solario

ACANTILADO

Ambientada en un hotel selecto de Cadenabbia, a orillas del lago Como, Madame Solario, cuya publicación estuvo rodeada de misterio durante más de veinte años, recrea el mundo de la belle époque antes de la Primera Guerra Mundial. Natalia Solario, una viuda joven, enigmática, de una belleza turbadora, y su hermano mayor Eugène, igual de distinguido pero más inquietante, irrumpen en una pequeña sociedad de veraneantes cosmopolitas y refinados. La aparición de los dos hermanos saca a la luz las convenciones de la flor y nata de Europa y América, así como la sutil frontera entre la moral y la amoralidad en un mundo a punto de desaparecer.

«Un cuento de sombras paciente y perfectamente construido. Natalia Solario es una mujer que permanecerá para siempre en nuestra memoria literaria por el arrebatador misterio que la envuelve, por su inacción agobiante, por su personalidad impenetrable».
Fulgencio Argüelles, El Comercio

«Un libro de culto jamás publicado aquí. Muy Hitchcock». Woman

«Una novela extraordinaria, que, pese a ser muy leída, jamás ha sido estudiada con suficiente detenimiento».Marguerite Yourcenar

«Natalia Solario, marmórea, impenetrable esfinge de rostro meduseo y de ojos violeta, elusiva y aparentemente indiferente en su pasividad, es una versión de la mujer fatal».Mario Praz

PRIMERA PARTE

I

En los primeros años del siglo xx, antes de la Primera Guerra Mundial, Cadenabbia, en el lago de Como, era un lugar de veraneo elegante donde ir a pasar el mes de septiembre. Su popularidad era fácil de explicar. Contaba con la belleza casi excesiva del serpenteante lago rodeado de montañas y de márgenes enjoyadas con aldeas de color amarillo dorado y con villas de estilo clásico entre cipreses; además, la cabecera del lago se hallaba cerca de las rutas que conectaban Italia con todas las capitales del este y del centro de Europa. Sin embargo, el propio Cadenabbia era de difícil acceso, lo que aumentaba su encanto. Largos tramos de aquella costa agraciada carecían de carreteras y de tráfico de ningún tipo; se llegaba en el barquito de vapor que salía de Como y que hacía el trayecto de ida y vuelta con asombrosa lentitud, deteniéndose en un lugar de ensueño tras otro. Era fabuloso llegar. Como por allí nunca transitaba rueda alguna, lo único que llegaba a los oídos eran las voces humanas, el taconeo de los zuecos de los campesinos y el murmullo de las olas. En los balcones se oía: «¿No es deliciosa esta tranquilidad?». « Ah, que ce calme est exquis!».

La nota dominante de la alegre escena que se ofrecía a la vista aquella temporada era la indumentaria femenina. Y en el año 1906 las mujeres llevaban faldas largas que se ajustaban a las caderas y rozaban el suelo; las cinturas eran pequeñas y bien ceñidas, los bustos llenos y los corpiños muy adornados. Unos velos de gasa voluminosos estaban en boga aquel verano. Las mujeres iban tocadas con un sombrero de ala ancha que remataban con un velo que caía vaporoso sobre los hombros y bajaba hasta el talle, o más abajo. La cantidad de trajes y de afeites era tal que convertía a cada mujer en una suerte de santuario, y donde hay un santuario hay un culto. El ambiente social de aquella época estaba particularmente cargado de feminidad.

Un joven inglés llamado Bernard Middleton, que acababa de desembarcar en Cadenabbia, respondía a aquella atmósfera dispuesto a admirarlo todo y a pasarlo bien. Iba a reunirse allí con un amigo, pero a su llegada se encontró con un telegrama en que éste le anunciaba que había caído enfermo en Saint Moritz y que, de momento, no podía desplazarse. Al principio Bernard se sintió un poco solo, pero ya al segundo día las intensas primeras impresiones que le había causado la gente empezaron a conformar diversos patrones de conducta en los que esperaba verse incluido, aunque aún no sabía en cuál. En calidad de observador, el carácter cosmopolita de aquella sociedad le divertía tanto como le interesaba. Seguía entusiasmado por el simple hecho de encontrarse en el extranjero porque, debido a su escasa experiencia del mundo, casi todo era nuevo para él.

Cuando salió de Oxford sus padres le mandaron al continente para preparar el examen de entrada al Foreign Office pero, antes de finalizar el año, cambiaron de parecer y le eligieron otra carrera. Un tío hermano de su madre, que era banquero, se ofreció a hacerle entrar en el banco familiar. Nada más lejos de lo que Bernard quería y, para compensar aquel fiasco, sus padres no sólo le permitieron pasar el resto del verano haciendo lo que le viniese en gana, sino que además le dieron lo que para él era una gran suma de dinero. Había llegado a Italia después de haber hecho un poco de escalada en Suiza, y le quedaban tan sólo unas semanas antes de verse obligado a regresar a Inglaterra, de forma que aquel breve espacio de tiempo antes de su partida poseía la cualidad apremiante de los últimos días de vacaciones.

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