
Ficha técnica
Título: Los enemigos de los libros. Contra la biblioclastia, la ignorancia y otras bibliopatías | Autor: William Blades | Prólogo: Andrés Trapiello | Epílogo: Javier Jiménez | Traducción y notas: Amelia Pérez de Villar | Editorial: Fórcola | Colección: Periplos, 20 | Páginas: 144 | Formato: 13 x 21 cm. |ISBN: 978-84-16247-55-4 | Precio: 16,50 euros
Los enemigos de los libros
William Blades
Para el impresor y bibliómano británico William Blades, los enemigos de los libros son muchos, pero muy identificables, y cual Porfidio moderno, dedica estas páginas a catalogarlos exhaustivamente: aparte de los elementos naturales, como el fuego, el agua, el gas y el calor, el polvo y las plagas, hay otros enemigos intangibles, pero igualmente dañinos, como la ignorancia y el fanatismo. Aunque la mayor amenaza a lo largo de la historia han sido, y posiblemente sean aún, las mañas y malas artes de los bibliópatas, la torpeza de los encuadernadores y la avaricia de vendedores y coleccionistas, a los que Blades muestra especial inquina: si bien se hacen llamar «bibliófilos», deberían ser catalogados como «los peores enemigos de los libros».
Blades, con espíritu curioso, rastrea con mentalidad científica las amenazas constantes, sus causas y consecuencias, a las que están sometidas nuestras preciosas y preciadas bibliotecas, públicas y privadas. Por lo demás, no falta el momento para la anécdota chusca y el sentido del humor al narrar decenas de historias sobre la pérdida y destrucción de libros. Especialista en la vida y la obra de William Caxton, el primer impresor de Inglaterra, Blades recorre bibliotecas en busca de singulares volúmenes, y rastrea la pista de libros raros y joyas bibliográficas, olvidados en algún desván, malvendidos a un librero analfabeto, o medio destruidos por el capricho o el descuido de sus dueños.
«Bien mirado, la posesión de todo libro antiguo es una encomienda sagrada, de tal suerte que cualquier propietario consciente de lo que tiene, o cualquier custodio, debería pensar que ignorar su responsabilidad en la materia es igual que para un padre dejar de atender a su hijo.»
William Blades
PRÓLOGO
Andrés Trapiello
William Blades fue un bibliógrafo inglés que al parecer tuvo también pujos de bibliófilo. Hoy es conocido sobre todo por haber sido el primero en catalogar y estudiar el acervo caxtoniano, o conjunto de libros impresos por William Caxton. Fue éste un mercader al uso del siglo xv, es decir, mercadeaba con un poco de todo, y andando en esas mercaderías, por los Países Bajos, llegó a su conocimiento la invención de la imprenta; aprendió el oficio de tipógrafo en Brujas, dejó el oficio de mercader y se hizo impresor y editor, pasando a la historia por ser el primero en instalar una imprenta en Inglaterra. Blades, que rastreó por todo el mundo los rarísimos incunables que salieron de las prensas de Caxton y descubrió muchos que no pasaban por suyos, cuenta su vida como sólo saben hacerlo los historiadores ingleses, con amenidad y seriedad al mismo tiempo.
Blades despliega esas mismas dotes en este libro delicioso. Se ve que era hombre curioso de variados saberes relacionados con dos o tres musas, y aunque está profundamente convencido de la utilidad de los conocimientos y amenas erudiciones que tachonan estas páginas, tampoco quiere pasar por un excéntrico ni un maniático.
Al ser un inglés del siglo xix tenía una gran fe en el progreso, pero al no llegar a conocer el XX no le dio tiempo a desengañarse. El progreso pasaba, en lo que a él concernía, por la conservación de los libros. Cierto que vivió en una época que no tenía mucho aprecio por los libros o por lo menos no la estima indiscriminada y de gran peralte en que se les tiene hoy. Así que estaba convencido de que la filantropía pasaba por buscar libros viejos en los establos de la campiña inglesa y mantenerlos alejados de la polilla.
Dedicó Blades a ese asunto de la conservación de los libros viejos este decálogo donde se especifican, a grandes rasgos, sus principales enemigos: el fuego; el agua; el gas y el calor; el polvo y el abandono; la ignorancia y el fanatismo; la polilla; los ratones y otras plagas; los encuadernadores; los bibliófilos… y los niños. Es, como puede verse, un decálogo mal contado, porque mete en alguno de esos apartados dos y tres asuntos diferentes.
Como quiera que sea, no llega uno a comprender por qué razón Blades no incluye aquí el que para mí es el principal enemigo de los libros: el autor, por no hablar del tiempo y el uso, que si no son sus enemigos, son una de las razones de su inexorable acabamiento. Si los autores fueran mejores de lo que lo son, y se respetaran un poco más a sí mismos no escribiendo más que libros buenos, probablemente se les tendría en mejor consideración y la gente no llevaría sus obras a los establos, sino que los tendrían entronizados en un lugar preferente de la casa. En cuanto al tiempo y el uso, lo dejo para el final de este prólogo.