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Ficha técnica

Título: Las últimas noches de París | Autor: Philippe Soupault | Traducción: José Ignacio Velázquez Ezquerra | Editorial: Jus Ediciones | Tamaño: 135 x 230 mm | Encuadernación: Tapa blanda | Páginas: 128 | Fecha: feb/2017 | ISBN 978-607-9409-62-3 | Precio: 13 euros

Las últimas noches de París

JUS

«Aquí están aquellas noches de París, llenas de mi fatiga de otros tiempos, de las alamedas, las avenidas y los paseos en la oscuridad; esas noches de hastío que viví con insólito desenfado.» Esta dedicatoria de Philippe Soupault al poeta René Laporte da el tono de Las últimas noches de París, sin duda la más hermosa y enigmática de las nueve novelas de Soupault.

Todo en ella está bañado en la luz de los adioses; a cada momento, París se revela como una ciudad amenazada por una lluvia incesante que anuncia un diluvio y por el fuego de un nuevo Nerón que sueña con que el destino la convierta en otra Roma.

Descartada la causalidad, la intriga se disuelve en un bullicio de señales impenetrables, como sucede en las novelas negras de Raymond Chandler o de Dashiell Hammett. Como sombras a la deriva, escrutando en vano los oráculos del azar, los personajes avanzan a trompicones de noche en noche y el narrador anónimo, tan parecido al autor, aguarda como una última esperanza la indecisa catástrofe que le permitirá, por fin, escapar a la usura de los días y los gestos.  

Esa esperanza vana y esa melancolía apocalíptica hacen  de esta novela musical una especie de nocturno, pero también la convierten en uno de los grandes libros premonitorios del fin de la década de 1920, que concluiría abruptamente con la crisis de 1929.

 

I

Escoger es envejecer.

Tenía una forma tan especial de sonreír que me era imposible dejar de mirar su rostro lunar, y es posible que, a mi pesar, yo respondiera a su sonrisa como lo haría ante un espejo. Naturalmente -y con la mayor naturalidad del mundo-, ella bebía una menta verde, pues en esta ciudad todas las que hacen del amor su profesión no ocultan su preferencia por este extraño brebaje que, a fin de cuentas, no es más que un caramelo líquido. La cafetería dormitaba: había pasado ya la hora del aperitivo, pero no había sonado todavía la de los bollos de chocolate. Los camareros esperaban, cabizbajos, los brazos caídos. Algunos se habían sentado y parecían estatuas: medalla de oro en algún concurso, ornamento de plazoletas, inútiles, inmóviles y pasadas de moda.

El aire iba y venía componiendo dibujos monótonos y relajantes.

Ella se levantó y yo hice lo propio; caminaba a su lado por el bulevar Saint-Germain, y al pasar junto a la sede de la Liga Antialcohólica, que exhibía aún sus cerebros consumidos, le dije:

-Desde luego, sería mejor cambiar de acera.

-Si usted quiere…

Y atravesamos el bulevar, dándole la espalda al antialcoholismo.

[ADELANTO DEL LIBRO EN PDF]

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