
Ficha técnica
Título: Las torres de Trebisonda | Autor: Rose Macaulay | Editorial: Minúscula | Paisajes narrados, 28 | Traducción: Francisco Segovia | Posfacio: Jan Morris | Páginas: 382 | Precio: 18,50 € | Fecha de aparición: 2008 | Formato: 12 x 16,50 cm. | ISBN: 978-84-95587-44-2
Las torres de Trebisonda
Rose Macaulay
Las torres de Trebisonda cuenta las peripecias de un estrambótico grupo, formado por Laurie, la narradora, su inimitable tía Dot, el intolerante padre Chantry-Pigg y un camello loco, que parte de Inglaterra rumbo a Oriente Medio movido por distintos intereses que van desde un heterodoxo proselitismo anglicano al puro placer del viaje. Ingeniosa y a la vez melancólica, desenfadada y sutil, esta novela descubre una ciudad de fábula, una Trebisonda reflejo de inquietudes espirituales, metáfora del carácter esquivo de la verdad. Un relato satírico y en ocasiones absurdo, de un humor chispeante, tras el que se esconden las sombras del desengaño, los dilemas religiosos y el recuerdo de un amor perdido.
I
-Coge mi camello, querida -dijo mi tía Dot, apeán – dose del animal a su vuelta de misa.
El camello, un dhalur árabe blanco (de una joroba), perteneciente al famoso rebaño de la tribu ruola, había sido un regalo de despedida -con sus alforjas repletas de oro de pocos quilates y brillantes gemas orientales- de un rico magnate del desierto que poseía un hotel cerca de Palmira. Yo siempre pensé que decía mucho en favor de mi tía el que, viniendo el camello de donde venía, no lo hubiese llamado Zenobia, Longino o Aureliano, como habría hecho una mujer de menor categoría. Ella, en cambio, siempre lo llamaba, en tono distante, «mi camello», o «el camello». A mí el camello me tenía sin cuidado, y yo a él, pero, como estaba de visita con la tía Dot, hice lo que me mandaba y lo arrastré por la brida hasta el establo que compartía con mi pequeño Austin y, hasta hacía poco, con el Morris de mi tía, el coche que un obispo anglicano le había robado fuera del edificio del Ateneo mientras ella cenaba allí con el profesor Gilbert Murray y el arzobispo David Mathew. En camello o en coche, las gárgolas góticas miraban desde lo alto, pues el establo estaba adosado a los muros de un capricho dieciochesco levantado con piedras tomadas de la parroquia restaurada del pueblo, de estilo Perpendicular and Decorated. En el capricho quedaban aún unos cuantos arcos, además de las caras de gárgola de unos diablillos y monjes. El camello, musulmán no converso, parecía mirarlas con desdén. Le di de comer remolacha forrajera (aunque parecía estar rumiando aún la del desayuno) y pasé el cerrojo.
El camello llevaba a la tía Dot a misa, pero el Austin a mí no. Mi tía era una feligresa practicante, pero yo no. Mi tía pertenecía a la Alta Iglesia anglicana, y por lo tanto no a ese gran sector medio de la Iglesia de Inglaterra que, según se dice, es la columna vertebral (si es que la tiene) de nuestra nación. Yo también soy alta, incluso extrema, pero no muy devota, lo cual es una posición sólida, pues así se pertenece al mejor sector de la mejor rama de la Iglesia cristiana sin asistir apenas a misa.
Quizá debería explicar por qué somos tan firmemente eclesiásticos, ya que parte de esta historia es resultado de una actitud nuestra poco usual, o más bien de la tía Dot. Pertenecemos a una vieja familia anglicana que sufrió bajo las leyes penales de Enrique VIII, María Tudor y Oliver Cromwell. Durante el reinado de Enrique VIII adquirimos y habitamos, es cierto, una abadía disuelta en Sussex, pero algunos de nosotros fuimos llevados a la hoguera por negarnos a aceptar los Seis Artículos. Con María Tudor fuimos llevados a la hoguera de nuevo; naturalmente, por herejía.