Ficha técnica
Título: Las dos señoras Grenville | Autor: Dominick Dunne | Traducción: Eva Millet | Editorial: Libros del Asteroide | Formato: 14 x 21,5 cm. | Páginas: 408 | ISBN: 9788416213023 | Precio: 23,95 euros | Ebook: 13,99 euros
Las dos señoras Grenville
Dominick Dunne
Libros del Asteroide publica Las dos señoras Grenville (1985), del periodista y escritor norteamericano Dominick Dunne (1925-2009). Dunne, uno de los cronistas más famosos y mejor informados de la alta sociedad norteamericana, se inspiró en uno de los casos más sonados de la crónica de sucesos de Estados Unidos: el homicidio del rico heredero William Woodward, Jr. En Las dos señoras Grenville los Woodward se convierten en Ann y Billy Grenville, y el narrador de la novela, Basil Plant, se inspira en el escritor Truman Capote, que tuvo un importante papel en el desenlace de la historia.
A comienzos de la década de los cuarenta, Billy Grenville se enamora de la corista Ann Arden y se casa con ella a pesar de la oposición de su familia, una de las más ricas del país. Ann intentará por todos los medios borrar las huellas de sus humildes orígenes y triunfar en la alta sociedad. Cuando Billy muere en extrañas circunstancias y Ann es acusada de asesinato, su suegra Alice, que nunca la ha aceptado, le prestará todo su apoyo. Además de una apasionante novela de intriga, Las dos señoras Grenville es un certero retrato de la clase alta norteamericana y de los mecanismos que utiliza para conservar su hegemonía.
Después de dedicarse a la producción televisiva y cinematográfica, Dominick Dunne (1925-2009) empezó una carrera como escritor en los años setenta y consiguió su mayor éxito con Las dos señoras Grenville. Dunne fue también un famoso comentarista de sociedad y autor de una influyente columna en Vanity Fair.
La novela está basada en el caso real del asesinato de William «Billy» Woodward, Jr. (1920-1955). William Woodward era el heredero del Hanover National Bank y de la mansión y criadero de purasangres Belair, y una de las figuras más conocidas en los círculos ecuestres de Estados Unidos. Se había casado en 1943 con la bailarina Ann Eden Crowell y juntos formaban una de las parejas más célebres de la alta sociedad norteamericana. En 1955, después de asistir a una fiesta en honor de la duquesa de Windsor, Ann confundió a su marido con un intruso y lo mató de un disparo. La revista Life bautizó el suceso como «el disparo del siglo».
Ann fue exculpada pero la historia le persiguió toda su vida. Ann Woodward se suicidó en 1975 tomándose una pastilla de cianuro. Se cree que el detonante fue la noticia de que la revista Esquire iba a prepublicar unos capítulos del próximo libro de Truman Capote, Plegarias atendidas, en el que el escritor, conocido de Ann, ficcionalizaba el fatídico episodio y lo describía como un asesinato intencionado.
En sus últimos años, Ann Eden Crowell fue una habitual de las fiestas de la jet set marbellí y tenía una casa en la Costa del Sol.
«El mayor cronista de la sociedad americana desde Truman Capote, el único que escribe de la alta sociedad desde dentro.» Vanity Fair
«Una elegante lectura. Una saga de amor, arribismo y asesinato ambientada en los exclusivos círculos del Upper East Side de Manhattan.» Los Angeles Herald-Examiner
«Tiene las dosis justas de sexo, glamour y pasión.» Cosmopolitan
PRIMERA PARTE
La habitación desprendía un asfixiante aroma a rosas marchitas. Los pétalos rosados que habían ido cayendo de aquellas rosas reventonas colocadas en un jarrón chino se diseminaban sobre la pulida superficie del escritorio de bronce dorado. A pesar de ser de día, las lámparas de pantalla rosada estaban encendidas y las cortinas, también del mismo tono, cayendo en pesados pliegues, bien cerradas y dispuestas para la noche, aún permanecían corridas. Alguien debía de haberse estirado a descansar sobre la cama, pero no debía de haber dormido: toda la ropa de cama, rosada, aún estaba inmaculada y no se veía ni una arruga. Un reloj de sobremesa, de oro rosa, al que no se le había dado cuerda desde hacía demasiado tiempo, había dejado de funcionar. Una radio, encendida durante demasiado tiempo, se había desintonizado.
En el suelo, tumbada boca abajo, en la cenefa de rosas de una alfombra de Aubusson, yacía una mujer de melena dorada y camisón de raso y encaje. Estaba muerta. Llevaba muerta más de un día. Quizás dos.
Si hubiera estado viva, le habría contado, tanto si usted se lo hubiera preguntado como si no, que el jarrón chino había pertenecido a Magda Lupescu; que el escritorio había sido propiedad de María Antonieta; que el reloj había sido un regalo para la emperatriz Isabel de Austria del Rey Loco, Luis de Baviera, y que la alfombra de Aubusson había sido un presente de la corte belga a la emperatriz Carlota de México. Que todas ellas hubieran sido mujeres desafortunadas era algo de menor importancia para la fallecida en comparación con el placer que sentía cada vez que repetía la historia de sus posesiones.