
La soberbia juventud
Pablo Simonetti
Una novela sobre el amor y sobre el fin de la inocencia
«Bastaron cinco minutos para convencerme de que si yo hubiera sido más joven me habría enamorado de él sin remedio, una idea subversiva para quien jamás creyó en amores a primera vista ni en las arbitrariedades del destino.»
Felipe Selden es un hombre joven y carismático que atrae a la mayoría de las personas que se encuentran con él. Sin embargo, las exigencias familiares y sociales, sumadas a su inmadurez, lo llevan a tomar decisiones que lo alejan de la felicidad.
El narrador, Tomás Vergara, conoce bien el mundo al que Selden se integra, y busca descifrar los apetitos y proyecciones que el joven despierta en quienes se le acercan. Selden comprenderá que no bastan sus dones y talentos para alcanzar la libertad que considera suya por derecho propio.
La soberbia juventud es una historia de amor, una novela sobre los afectos y la ausencia de ellos, una reflexión sobre cómo la edad determina el juicio que hacemos de nosotros mismos y de nuestras circunstancias.
«La primera vez que leí un cuento suyo lo hice por curiosidad y no pude dejarlo hasta el final. El suspenso te engancha desde el principio en sus relatos. Hace tiempo que no leía cuentos tan bien narrados por un escritor chileno.»Roberto Bolaño
«Simonetti cultiva las palabras con maestría: allí donde había silencio y aridez brotan las flores más conmovedoras.» Jaime Bayly
1.
Cada uno tiene sus tratos con la edad. Yo me sentí viejo por primera vez a los cincuenta y dos años. Y no porque de vez en cuando los pulmones o la piel me hicieran pasar un mal rato, sino por haberme encontrado con Felipe Selden esa noche, a principios de noviembre de 2008, en una galería de arte. Bastaron cinco minutos para convencerme de que si yo hubiera sido más joven me habría enamorado de él sin remedio, una idea subversiva para quien jamás creyó en amores a primera vista ni en las arbitrariedades del destino.
Al llegar a la apertura de una exposición, crucé la sala en busca de un sitio donde el vocerío no reverberara en las paredes ni la iluminación fuera tan inmisericorde. Una numerosa concurrencia invadía el edificio de concreto a la vista, ubicado en una de las bocacalles de Nueva Costanera. En la esquina opuesta a la entrada, junto a un ventanal de piso a cielo que abría la visión hacia un jardín recién plantado, encontré un espacio de tranquilidad. A mi derecha, bajo la luz refractada por el cristal, numerosas matas de cubresuelo parecían marañas de reptiles muertos. Ahí me sentí a salvo de las personas ansiosas que, olvidadas por completo de las pinturas, no mostraban otro interés sino enredarse ellas mismas en una sola y gran maraña social.
Mientras buscaba entre la gente el perfil barbado del pintor, vi llegar a Camilo Suárez en compañía de un hombre. Digo «hombre» porque pese a tener el aspecto de un veinteañero, proyectaba una poderosa seguridad en sí mismo. Irradiaba vigor y al mismo tiempo parecía sustraerse del entorno. Su andar calmo y su talante sereno convertían la encantadora animación de Camilo en una suma de gestos ligeramente exagerados. Verlos entrar tuvo en mí el efecto de un cambio a un clima más benevolente. Los seguí con la mirada en su deambular a través de la sala. Camilo vestía traje y corbata; Selden, una chaqueta azul de gabardina, camisa blanca y jeans. Una cuerda invisible los unió a medida que avanzaban entre la gente, cada uno prestando especial atención a los comentarios del otro.