
Ficha técnica
Título: En lo alto de la torre | Autor: Albert Robida | Traducción: Julián Gea | Ilustración: Iban Barrenetxea | Editorial: Ardicia | Formato: 13 x 21 cm. | Páginas: 104 | ISBN: 978-84-942916-9-2 | Precio: 14,50 euros
En lo alto de la torre
Albert Robida
En la villa de Flyssemugue hay una torre con cuatrocientos veinticinco escalones, en lo alto de la cual Narcisse Gurdebeke, acompañado de su mujer y de sus siete hijos, acaba de estrenar sus funciones como vigilante, encargado del carillón, archivero y director de la banda municipal. Debido a sus obligaciones, y desanimado por la larguísima escalera que le separa del suelo, no encuentra nunca el momento de descender de su aérea residencia. Pero la añoranza de la tierra bajo sus pies y el anhelo de ser autosuficiente le harán recrear en su nuevo entorno esa vida campestre que tanto echa de menos. Así, irá construyendo poco a poco sobre la plataforma de la torre una granja, un huerto, y hasta un arroyo en miniatura. Todo con el máximo secreto, a espaldas de sus conciudadanos…
En lo alto de la torre (1895) es una inteligente y preclara fábula en la que, con pionera intuición ecologista, Albert Robida reflexiona sobre cómo vivir en armonía con la naturaleza y disfrutar con respeto de todo aquello que tan desinteresadamente nos brinda.
I
GURDEBÊKE TÍO Y GURDEBÊKE SOBRINO
El más alto funcionario de la villa de Flyssemugue, en el Brabante, era el tío Gurdebêke, vigilante de la torre de la alcaldía, a la par que encargado del carillón de la iglesia de Saint-Éloi y director de la banda municipal flyssemuguesa. Pese a su elevada y envidiable posición, que debía únicamente a sus propios méritos, era un hombre de temperamento modesto, que no pensaba jamás en aplastar a nadie con su enorme importancia.
A primera vista, podríamos preguntarnos cómo era capaz de asumir esas tres considerables funciones, aparentemente difíciles de compatibilizar de manera armoniosa; cómo se las arreglaba, al mismo tiempo, para detectar los incendios desde lo alto de la torre, dirigir a los músicos y ocuparse del mantenimiento de las campanas, que sonaban cada hora en punto con la melodía de El rey Dagobert se pone su jubón al revés y anunciaban las medias con la notas de Tengo buen tabaco en mi tabaquera, además de varias otras piezas que se reservaban para los domingos y las fiestas de guardar.
La explicación era en realidad bien sencilla: la iglesia de Saint-Éloi comunicaba con el edificio del ayuntamiento mediante una alta arcada que convertía al campanario de la iglesia y a la torre del consistorio en dos hermanos gemelos. Sin alejarse demasiado de su puesto de vigilancia, el tío Gurdebêke no tenía más que atravesar la galería elevada sostenida por la arcada para, cada mañana y cada noche, cruzar de una a otra y hacer sonar el carillón.
En cuanto a sus ocupaciones como director de la banda municipal, resultaba todavía más fácil, dado que los músicos flyssemugueses no necesitaban de un ensayo diario para encontrarse en condiciones de tocar de manera aceptable. Porque cuando decimos músicos nos referimos, por descontado, a las estatuas de cuatro hombrecillos ataviados al estilo del siglo xvi que tocaban el tamboril en un gran nicho abierto en el último piso de la torre.