
Ficha técnica
En la cima del mundo
Norman Mailer
En 1967 el campeón del mundo de los pesos pesados, Muhammad Ali, se negó a tomar parte en la guerra de Vietnam, lo que le costó la retirada del título y, paradójicamente, el ingreso en la categoría de los grandes mitos del siglo XX, símbolo de lucha más allá de sus hazañas deportivas. Cuando en 1971 regresó al ring para recuperar su título frente a Joe Frazier, en el llamado Combate del Siglo, muchos creían que era un boxeador acabado y que el orgullo lo cegaba…
Solo uno de los grandes cronistas de su tiempo, Norman Mailer, podía ofrecer un texto que va más allá de la narración deportiva y la semblanza biográfica para adentrarse en la reflexión sobre el símbolo social, el ascenso y caída del mito, el hombre detrás de la leyenda.
Capítulo 1
Jean-paul sartre, en un artículo publicado a finales de los años cincuenta sobre la cuestión negra, abre su discurso con un larguísimo párrafo que parece -trasponiendo los términos- una sucesión de jabs, ganchos y directos de derecha a la conciencia blanca, que comenzaba ya a despertar: «¿Pero qué esperabais oír cuando se le quitara la mordaza a esas bocas negras? ¿De verdad creíais que iban a entonar vuestra alabanza? ¿Que leeríais la adoración en esos ojos cuando esas cabezas se levantaran, esas mismas cabezas que vuestros padres, por la fuerza, habían humillado hasta la tierra? He aquí unos hombres negros, de pie ante nosotros, que nos miran; os invito a sentir, como yo, la sensación de ser mirados. Porque el blanco ha gozado durante tres mil años del privilegio de ver sin ser visto; era mirada pura; la luz de sus ojos sacaba cada cosa de la sombra natal. La blancura de su piel era también una mirada, luz condensada. El hombre blanco, blanco porque era hombre, blanco como el día, blanco como la verdad, blanco como la virtud, iluminaba la creación como una antorcha. Develaba la esencia secreta, y blanca, de los seres. Hoy esos hombres negros nos miran y nuestra mirada se reabsorbe en nuestros ojos; unas antorchas negras, a su vez, iluminan el mundo, y nuestros semblantes pálidos ya no son más que unos pobres farolitos sacudidos por el viento, y nuestra blancura nos parece un extraño barniz lívido que impide a nuestra piel respirar: una malla blanca, gastada en los codos y en las rodillas bajo la cual, si pudiéramos quitárnosla, brillaría la verdadera carne humana, la carne color de vino negro».