
Ficha técnica
El partisano Johnny
Beppe Fenoglio
Un joven estudiante italiano, crecido en el mito de la literatura y el mundo inglés, decide unirse, tras la desbandada del ejército italiano del 8 de septiembre de 1943, a los partisanos que luchan en las colinas del norte de Italia contra los nazis y los fascistas. Pronto descubrirá amargamente que la vida partisana se encuentra muy alejada del ideal que había alimentado; sin embargo, Johnny -su nombre de guerra- no abandonará la temeraria determinación de combatir en las colinas, derrota tras derrota, contra un enemigo muy superior. La epopeya de Johnny, parecida a la de muchos jóvenes antifascistas de aquella generación, adquiere en el relato de Fenoglio, a través de un lenguaje en perpetua invención, una dimensión existencial que solo encontramos en las grandes obras de la literatura universal. El partisano Johnny, traducida ahora por primera vez al castellano, es una las novelas más relevantes de la literatura italiana del siglo XX, y uno de los relatos sobre juventud en guerra más hermosos jamás escritos.
Capítulo 1
Johnny contemplaba su ciudad por la ventana de la casita de las colinas que su familia había alquilado a toda prisa para emboscarlo tras su regreso imprevisto, inesperado, de la Roma trágica y lejana entre las septémplices mallas alemanas. El espectáculo del ocho de septiembre en la localidad, la rendición de un cuartel con todo un regimiento en su interior ante dos carros de asalto alemanes not entirely manned y las deportaciones a Alemania dentro de unos vagones emplomados habían convencido a todos, familiares y hangers on, de que Johnny no regresaría jamás. En la más feliz de las hipótesis, estaría viajando por Alemania dentro de uno de esos mismos vagones que hubiera partido de una estación cualquiera de la Italia central. Siempre había flotado en torno a Johnny una reputación imprecisa, gratuita, pero pleased and pleasing, de impracticidad, de estar en las nubes, de vivir en la literatura… En cambio, Johnny había irrumpido en la casa a primerísima hora de la mañana, pasando como una mugrienta ventolera entre el desmayo de su madre y la escultórica estupefacción de su padre, y se había desnudado vertiginosamente para vestir su mejor traje de calle (aquella antigua vicuña) y pasearse de arriba abajo con la pulcritud, la comodidad y la limpieza recuperadas, locamente seguido por sus padres dentro del breve circuito. La ciudad era inhabitable, la ciudad era la antecámara de la evitada Alemania; la ciudad, con sus bandos de Graziani pegados en todas las esquinas, atravesada pocos días antes por una marea de desmovilizados del ejército procedentes de Francia; la ciudad, con un estandarte alemán en su principal hotel y las continuas irrupciones de alemanes procedentes de Asti y de Turín en camionetas que llenaban de terroríficos silbidos las calles desiertas y grises, proditoriadas: absolutamente inhabitable para un soldado en desbandada y sin embargo sometido al bando de Graziani. El tiempo para que su padre corriera a obtener el permiso del propietario de la casita de las colinas, el tiempo para que él mismo agarrara a ciegas una media docena de libros de sus estantes y preguntara por los amigos supervivientes, el tiempo para que la madre gritara a su espalda: «Come y duerme, duerme y come, y no te hagas mala sangre», y luego a la colina, a la emboscadura.