Ficha técnica
Título: El mundo sin las personas que lo afean y lo arruinan | Autor: Patricio Pron | Editorial: Mondadori| PVP:17,90 € | Páginas: 224 | Publicación: enero de 2010
El mundo sin las personas que lo afean y lo arruinan
Patricio Pron
«Uno no termina con la nariz rota por escribir mal; al contrario, escribimos porque nos hemos roto la nariz y no tenemos ningún lugar al que ir», afirmó Anton Chéjov en cierta ocasión. En otra parte, sobre la génesis de El mundo sin las personas que lo afean y lo arruinan, Patricio Pron sostuvo: «Allí, en Alemania, yo tenía la nariz rota y ningún lugar al que ir. La nieve que caía sobre mis espaldas recortaba en el suelo una figura que era la mía, dibujada por omisión sobre las baldosas, como la de un fantasma».
Si la excelente acogida de su novela El comienzo de la primavera sirvió para que Pron dejara de ser un escritor en la sombra, El mundo sin las personas que lo afean y lo arruinan ratifica la calidad de su escritura incisiva, poderosa y certera. Los dieciocho relatos que componen el libro son un soberbio carpetazo a todas las convenciones del género, al tiempo que una extraordinaria exploración de la identidad, la memoria, la mentira y, sobre todo, la escritura como profesión, arte y forma de vida. El mundo sin las personas que lo afean y lo arruinan nos recuerda que la lucha y la determinación de los escritores, y su orgullo insensato, a veces también conducen a la gloria, íntima y secreta. Estamos ante un escritor al que ya no podemos pasar por alto.
UNA DE LAS ÚLTIMAS COSAS QUE ME DIJO MI PADRE
Una mañana de otoño, cuando se cumplían seis años de la muerte de mi madre, decidí llamar a mi padre para anunciarle que iría a verlo. Mi padre me dijo al teléfono que no iba a tomarse el trabajo de ir a recogerme a la estación de trenes. «Haz lo que quieras», le dije, pero él me respondió: «Nadie, ni siquiera Dios todopoderoso en el cielo, puede hacer lo que quiere. Todos, absolutamente todos, estamos condenados a hacer sólo lo que podemos», dijo. Yo colgué sin despedirme.
No había sido lo que podía llamarse una buena conversación, pero era la primera que mi padre y yo teníamos desde que yo me había marchado de su casa. Cuando eso pasó, mi madre lo obligó a poner el teléfono y él lo hizo instalar en la segunda planta, junto al dormitorio, con lo que mi madre tenía que subir las escaleras apresuradamente cada vez que el teléfono sonaba. No es improbable que mi padre lo hiciera así para disuadir a mi madre de hablar conmigo; cada vez que la llamaba, tenía que esperar varios minutos antes de que ella alcanzara el auricular. Mi padre no lo cogía aunque estuviera al lado, y todo el asunto me resultaba tan irritante que comencé a llamar con menos asiduidad, primero dos o tres veces por mes y luego sólo una, hasta que finalmente dejé de hacerlo. Sin embargo, puede que esas llamadas que yo hice hayan matado a mi madre.