
Ficha técnica
Título: El camino de los difuntos | Autor: François Sureau | Traducción: Laura Salas Rodríguez | Editorial: Periférica | Colección: Largo recorrido | Páginas: 56 | ISBN: 978-84-16291-20-5 | Precio: 11,00 euros
El camino de los difuntos
François Sureau
París, a comienzos de la década de 1980. Javier Ibarrategui, antiguo militante de ETA durante el franquismo, solicita que se le mantenga el asilo político en Francia (a pesar de que ya hay democracia en España), pues cree que si vuelve al País Vasco podría ser asesinado por los GAL. Para el gobierno francés se trata de un asunto muy delicado. ¿Qué hacer entonces? El jurista François Sureau, uno de los novelistas franceses más prestigiosos del presente, tenía menos de treinta años entonces y se vio involucrado en distintos casos que, con el telón de fondo de conceptos como piedad, culpa o perdón, finalmente conformaron su idea de la justicia y de la verdad.
«Ibarrategui era un caso completamente distinto. Había nacido en Zestoa, Guipúzcoa, en 1940. Tras cursar los estudios superiores en letras, había vuelto a su tierra en calidad de maestro. Era militante de la causa vasca, pero aún más del antifranquismo. Se había alistado en ETA y había ocupado un cargo importante en la organización clandestina. Después de ser objeto de una intensa persecución tras los primeros atentados contra el franquismo, se marchó en 1969 a Francia, donde obtuvo el estatus de refugiado. Llevaba diez años viviendo allí humildemente, absteniéndose de toda actividad militante, como si algo en él se hubiera roto. Había trabajado en un taller mecánico en Quimper, y luego, durante los años posteriores, en una librería de París. Cuando se produjo el asesinato de Carrero Blanco, en 1973, escribió un pequeño texto para desaprobar el atentado, texto que se publicó en varias octavillas clandestinas y que tanto sus antiguos compañeros como algunas voces autorizadas de la extrema izquierda francesa le reprocharon. Casi lo habían olvidado tras tanto tiempo en silencio.»
Una novela autobiográfica que se puede definir con dos palabras que riman: brevedad e intensidad. Una obra bellísima y exacta. Gran éxito de crítica en Francia.
PÁGINAS DEL LIBRO
Los años ochenta quedan lejos y me recuerdan a la preguerra, pero a una preguerra a la que ninguna guerra vino a poner fin, y que simplemente cambió de curso. En cuanto a quienes la vivieron, hoy en día parecen perdidos sin sus batallas y sus aventuras.
En 1983 yo acababa de entrar en el Consejo de Estado en calidad de auditor de segunda clase. No había cumplido ni los veinticinco años y estaba maravillado de encontrarme en medio de los juristas cuyos trabajos habían marcado mi juventud. Había alcanzado el paraíso de los presidentes Laroque y Bouffandeau, inventor de la Seguridad Social el primero y reformador del contencioso-administrativo el segundo. Iba a convertirme en uno de los personajes de la doctrina legal del Consejo de Estado que había tenido por biblia, y que como tal funciona, en efecto, pues en ella el mundo y sus reveses acaban ordenados según las categorías del Derecho. Me sabía de memoria pasajes enteros del caso Dol y Laurent, en el que dos prostitutas del puerto de Brest alumbran involuntariamente la teoría de las «circunstancias excepcionales». Podía recitar de memoria las conclusiones de Léon Blum sobre el caso Lemonnier. Había salido airoso tres veces del Transbordador de Eloka. Pronto mi nombre figuraría también en aquellas tablas, con abreviaturas que recordaban las citas militares: X, Pon. (Ponente); Y, C. d. G. (Comisario del Gobierno). Por encima, las palabras «sección» o «asamblea» mostrarían claramente la importancia de las cuestiones sobre las que me había sido dado juzgar.
En la cafetería del Palacio Real, situada en el ala vecina a la Comédie Française, me quedaba de pie, silencioso ante mi café, en compañía de los de mi generación. Nuestros antecesores eran amables, muy educados. Señalábamos de lejos al que habían expulsado en 1940 por ser judío, en connivencia con el último jefe de gabinete del mariscal Pétain, al antiguo piloto de la RAF, a la inspiración secreta de los ministros comunistas, al airado de la Argelia francesa. El pasado se abría ante nosotros como una trampa.