
Ficha técnica
Título: El amanecer de un marido | Autor: Héctor Abad Faciolince | Editorial: Seix Barral | Colección: Biblioteca breve | Género: Novela | ISBN: 9788432212840 | Código: 915213 | Páginas: 224 | Formato: 13,3 x 23 cm. | Encuadernación: Rústica con solapas | PVP: 18,00 € | Publicación: 6 de Abril 2010
El amanecer de un marido
Héctor Abad Faciolince
El amor y el deseo de los primeros años de matrimonio terminan por extinguirse y en su lugar van apareciendo los silencios, las mentiras, un cariño soso que sabe a poco y la infidelidad. Con sus secretos a cuestas y sus verdades afiladas como cuchillos, los personajes de este libro se parecen más a la realidad que a la ficción. Y por eso sus historias hieren. El amanecer de un marido es una recreación honesta, y no por ello menos dolorosa, del tedio que se instala entre dos personas después de años de convivencia. En estas páginas, las relaciones maritales son retratadas en su ocaso desde una mirada sensible y con la violencia en Colombia como telón de fondo, como ya ocurría en El olvido que seremos.
ÁLBUM
Todos los jueves almuerzo con mi madre. Por mucho tiempo ella ha estado viviendo en una residencia para ancianos, donde dispone de un pequeño apartamento. Cada jueves, llueva o truene, llego un poco después del mediodía y charlamos un rato. A la una nos sentamos en el comedor, una mesita estrecha al lado de la ventana que da al patio. Soy el único invitado, pero ella pone la mesa como si viniera a comer quién sabe quién: mantel y servilletas de lino blanco, bordados; cubiertos de plata; vasos de cristal, dos pequeños, para el vino, y dos grandes, siempre llenos de agua helada. La vajilla -de Limoges, con el borde dorado y el monograma de Palacio- es la mejor que tiene (la otra, la de diario, es de plástico). Sólo la usa los jueves, cuando vengo yo, y en todo caso no podría usarla si hubiera más convidados, pues casi todos los platos se quebraron y apenas quedan piezas para dos comensales.
Mi madre planea el menú desde el martes y encarga por teléfono los ingredientes; si hay que aliñar la carne o marinar algo con tiempo, empieza a hacerlo desde el miércoles, en la cocina de la residencia. Prepara siempre un banquete; las recetas las toma de un cuaderno amarillento escrito de su puño y letra hace ya muchos años, durante el tiempo en que vivía con su padre. Las instrucciones para cada plato son precisas en las cantidades y muy detalladas en el procedimiento. Son las viejas recetas que mi madre les vio hacer paso por paso a las cocineras de Palacio. Poco antes de la una, mi madre va hasta la cocina, trae las fuentes en un carrito de ruedas y las pone sobre bandejas de plata marcadas con el mismo monograma de la vajilla. Entre las bandejas y las fuentes pone también una carpeta de lino, tan blanca como el mantel, y del mismo bordado. Mientras comemos, seguimos conversando. Dedicamos un rato a comentar el sabor y la calidad del almuerzo. Con el pretexto de que es bueno para el colesterol, tomamos siempre vino tinto. Éste lo llevo yo, porque mi madre no podría permitírselo. Si algo queda, ella se lo toma a lo largo de la semana.
A veces, después del postre, si yo no tengo afán de volver al trabajo, mi madre y yo nos sentamos en el sofá, y mientras nos tomamos el café (en dos tacitas de porcelana húngara, pintadas a mano, algo desportilladas), nos gusta mirar juntos los álbumes de familia. Mi madre evita, por triste, el último álbum con las fotos de mi padre, tomadas meses antes de que lo mataran, y el álbum de mi hermana, que se murió de cáncer muy joven, pero le encanta que miremos el más viejo de todos, donde están las fotos de ella niña y adolescente, con su padre en Palacio. Este Palacio, más bien una casona de una sola planta, fue construido por don Coriolano Amador, el hombre más rico de la ciudad, en el siglo xix, pero fue derribado hace cuarenta años para levantar un edificio de oficinas. Como yo nunca conocí la mansión, mi madre me la va describiendo y explicando a través de las fotos. Los rombos de las vidrieras, dice, corresponden al comedor. Las altas estanterías, atiborradas de libros, son las del despacho y biblioteca de «tío Joaquín». Ella, con un pudor del que nunca ha querido desprenderse, le dice tío a su padre, el arzobispo. Allí se ve el pozo que había en la mitad del patio, donde mi madre descendió alguna vez para exigir desde ahí que la dejaran casarse con mi padre. Cada foto, con las personas y los sitios que aparecen, le traen a la cabeza alguna historia, y así se nos va buena parte de la tarde. Cuando no son las fotos de Palacio, son las de su matrimonio, o las del par de años tan felices que pasaron en Boston, donde mi papá hacía el doctorado, o mis fotos de infancia, o los recuerdos del pueblo de los abuelos, o de los viajes a Oriente y a Occidente.