Ficha técnica
Título: Donde hay nilad | Autor: Déborah Puig-Pey | Editorial: Menoscuarto | Colección: Cuadrante Nueve, 15 | Género: Novela | ISBN: 978-84-96675-52-0 | Páginas: 112 | Formato: 14 x 21 cm. | PVP: 11,50 €
Donde hay nilad
Déborah Puig-Pey
Donde hay nilad, primera novela que publica Déborah Puig-Pey, es una personalísima narración tanto en su estilo como en su argumento. Basada en la reconstrucción de la memoria, esta historia busca el difícil equilibrio entre lo sucedido y el sentimiento que genera con el paso del tiempo. El dolor, el amor y el poder se concitan en esta arriesgada composición, cuya prosa refleja los extraños mecanismos del recuerdo. España, Reino Unido y Filipinas (el título del libro es el significado de Manila: donde abunda el arbusto nilad) son los escenarios donde trascurre esta sorprendente y seductora exploración del alma colectiva, a menudo de un modo tan conflictivo como la propia existencia.
«Es una obra misteriosa y poética sobre la familia como lugar de violencia y locura», afirma la escritora y crítica literaria Isabel Núñez en la presentación.
TIEMPO Y MEMORIA. Basada en la reconstrucción de la memoria, Donde hay nilad busca el difícil equilibrio entre lo sucedido y el sentimiento que genera con el paso del tiempo. El dolor, el amor y el poder se concitan en esta arriesgada composición, cuya prosa refleja los extraños mecanismos del recuerdo. Además de Cataluña y Canarias, Londres y Filipinas (el libro se titula con el topónimo de Manila en tagalo: donde abunda el arbusto nilad) son los escenarios de esta sorprendente y seductora exploración del alma colectiva, a menudo de un modo tan conflictivo como la propia existencia.
EL ÁRBOL DE MANGO
Manila, 1928
Envuelta en una humedad encendida, la más guapa nativa de Luzón, Felicitas, daba a luz a su primogénito con apenas dieciséis años. Mario nació una tarde de agosto; salió muy oscuro del vientre de su madre, salvo los pies, que parecían los de un blanco. El porche se llenó de niños silenciosos, los mismos que trepaban a los cocoteros y traían los periódicos, pero José se quedó en la hamaca, acunando el resquemor de saberse padre de su primer mestizo. Hacía tanto calor que le caían gotas de la visera y se le fundían en la barriga bajo la camiseta empapada, mientras sujetaba un paipay y la prensa del día alternando las dos cosas para abanicarse. Leyó que un sacerdote había traído una orden nueva a Filipinas, se llamaba Opus Dei y algo sabía de ella; por algo era amigo de jesuitas y accionista en la Compañía de Tabacos.
Le gustaban la cerveza, el whisky y los cigarros, le gustaban tanto que años más tarde cuando murió en Arizona de un infarto se llevó consigo una cirrosis, además de dos hernias y un pulmón destrozado. Se divertía apagando los cigarrillos sobre la piel de los monos que se acercaban a la casa e iban a buscar comida preparada o fruta caída. José los atrapaba, a veces los ponía ante un espejo y clavaba la ceniza ardiendo en su carne, tal vez para que asociaran su imagen con el dolor; entonces soltaba espantosas carcajadas, como agridulces, agitaba sus hombros fofos, muy blancos, con el vello que los cubría arrollándose a los tirantes. Conocía todas las zarzuelas de memoria y todas las canciones de Negrete, y estaba orgulloso de su voz profunda y radiofónica.
La abuela lo llamó para que viera a su hijo, pero no se movió. Oyó decir a Felicitas:
-Tráigame a mi niño, doña Pilar, voy a calmarle el calor.
-Lo que tienes que hacer es darle rápido de mamar, está flaco.
-No está flaco, es que va ser muy alto. Éste no será un malayito alfeñique -dijo Felicitas mientras tomaba al niño y lo instalaba sobre sus piernas.
Luego empezó a soplar muy suavemente dirigiendo el aire hacia el techo y las ventanas. La brisa viene si la llamas así, soplando flojamente al cielo, como si la citara un pariente lejano. Pronto volvería a jugar al mahjong con sus amigas. Le traerían cigarrillos americanos y aceitunas importadas de España, de las que se obtenían en la fábrica San Miguel, mirarían de reojo a José y harían carantoñas al bebé; todas pensarían en su equívoca suerte, tan afortunada casándose con un blanco, el único varón de los Escuder, con esa suegra de Reus, elegante y pacífica, que no la trata mal, y Felicitas tan desdichada, tan abstraída, al lado de ese hombre que la desea y la desprecia y siempre en la cuerda floja de una crueldad tolerada, la mesa bien puesta, la ropa bien cosida, la mucama señalada y triste. Porque sus sentidos estaban cada vez más próximos a la percepción de otros hechos, Felicitas fue cerrando los ojos a todas esas cosas.