
Ficha técnica
Título: Dolly City | Autor: Orly Castel-Bloom | Traducción: Eulàlia Sariola | Editorial: Turner | Colección:El Cuarto de las Maravillas | Encuadernación: Rústica con solapas | Dimensiones: 12,5 x 19 | Páginas: 220 | ISBN: 978-84-16354-32-0 | Precio:14,90 euros
Dolly City
La doctora Dolly vive en Dolly City, que está algo así como en Israel, un lugar donde todos los trenes llevan a Dachau, y todos los vehículos son escarabajos Volkswagen.
En su laboratorio de experimentación, situado en un edificio de cuatrocientas plantas, viven ratas, conejos y el antiguo jefe de su padre, al que tortura. Ahora, Dolly ha acogido también un bebé.
Fuera, mientras tanto, nieva y hace calor, los magos matan a espada a sus ayudantes y los enanos ven películas de Buñuel.
Una montaña rusa en forma de libro, marcada por los diálogos abruptos, las imágenes cortantes y los bisturíes oxidados; un relato caricaturesco y lleno de esperanza sobre la maternidad, la obsesión y la locura.
Un relato distópico y fantástico de la autora hebrea de ficción más grande de su tiempo.
De Dolly City se ha dicho que es una granada de mano, una bestia hermosa y un grito de resistencia, que es distópica, fantástica y fantasmagórica, que convierte lo banal en original y el horror en una delicia, que hay que leerla varias veces -la primera para asimilar el shock-, que le ha abierto posibilidades discursivas al humor, que le ha cambiado la cara a la literatura hebrea, que se parece a Bulgákov y a Hunter Thompson y al Nuevo Periodismo y también a Keret, que no se la puede comparar con nada y que Castel-Bloom es la autora de ficción israelí más grande de su tiempo (Haaretz). Y eso no es poco decir.
«Kafka en Tel Aviv». –Le monde
[Fragmento del libro]
Antes de morir, los peces ornamentales nadan de costado unas horas, se dan la vuelta, se hunden en aguas poco profundas y luego flotan hasta la superficie otra vez. Tuve un pececillo dorado que estuvo todo el día agonizando de esa forma hasta que, al atardecer, se hundió hasta el fondo con los ojos abiertos y el cuerpo combado como un signo de interrogación.
Me hice con un vaso de plástico y saqué del agua el cadáver. Me lo llevé a la cocina y vacié con cuidado el agua en el fregadero. Deposité el pez sobre el mármol negro. Cogí una navaja para trocearlo. Se me escurría por la encimera, el muy cabrón, así que tuve que sujetarlo por la cola y devolverlo a la escena del crimen. Me ensañé con aquel pez durante hora y media, hasta que su cuerpo quedó reducido a fragmentos milimétricos.
Entonces observé los fragmentos. En la antigüedad, en la tierra de Canaán, hubo hombres justos que sacrificaron a Dios animales mucho más grandes que aquél. Cuando inmolaban corderos, les quedaban en las manos grandes pedazos ensangrentados, y así su alianza era una verdadera alianza.
Sazoné los pedacitos del pececillo dorado, me puse uno en el dedo, encendí una cerilla, acerqué la llama a la carne del pez hasta casi chamuscarla y mi dedo empezó a desprender olor a carne quemada. Luego eché la cabeza hacia atrás, abrí la boca y dejé que el primer pedacito cayera directamente a mi aparato digestivo.
Lo mismo hice con el resto del pez, y cuando terminé me senté a contemplar a mi perra agonizante, una cocker spaniel de catorce años que padecía insuficiencia cardiaca. Estuve quince días sentada en el sillón contemplando su lengua colgante, seca, su respiración acelerada, sus ojos que se iban extinguiendo.
Durante aquellos quince días le di comida, bebida y, naturalmente, medicinas. Casi no quería comer ni beber y vomitaba los medicamentos. Le puse un gotero y eso la ayudó un poco.
Lamenté no haberle puesto también un gotero al pez, pero enseguida descarté la idea, sencillamente porque me parecía imposible encontrar una vena en un pez dorado tan pequeño. La verdad es que me parecía imposible encontrar una vena en cualquier pez, aunque fuese una carpa.
Al cabo de quince días de agonía, cuando mi perra ya no comía ni bebía nada y ni siquiera le hacían efecto los medicamentos, fui hasta el botiquín para prepararle una inyección sedante de la que no despertase jamás.
Me acerqué a ella, la acaricié. Me lamió los dedos con su lengua cuarteada, herida. Me lamió la cara, sus heridas me rasparon la piel, pero no me importó.