
Alma de madera
Jakov Lind
Con Alma de madera Jakov Lind comenzó a ser considerado uno de los escritores más audaces y creativos de la posguerra, y esta obra sigue siendo tenida por uno de sus logros más importantes. Tanto en el título de la nouvelle, como en los cinco relatos siguientes, Lind distorsiona y reconstruye la realidad y hace suyos los más profundos horrores del siglo xx.
Ambientado durante la Segunda Guerra Mundial, Alma de madera relata la historia de Wohlbrecht, un veterano de la Primera Guerra que oculta, en un apartado lugar de las montañas, a un chico judío que ha quedado huérfano. Pasado un tiempo, Wohlbrecht consigue trabajo y abandona al chico a su suerte. Sin embargo, la caída de Alemania se adivina, y también el final de la guerra: Wohlbrecht se da cuenta de que la única manera de evitar su condena consiste en rescatar al chico que había abandonado en las montañas. Otros, infortunadamente, han tenido la misma idea.«Las crónicas sobre la interminable pesadilla de la Alemania nazi fueron recogidas por Jakov Lind quien alguna vez se definió a sí mismo como uno de los «unicornios literarios que trabajaban en dos lenguas, tal como lo hicieron en su momento Beckett, Nabokov, y Conrad.» Así es como escribió en su alemán materno y luego en inglés de manera deslumbrante.» Edward Timms, The Independent
«Lind escribe del mismo modo en que un existencialista hace filosofía: sin atender a cánones o convenciones. En otra época, Lind, brillante y autodidacto, habría sido considerado un genio.» New York Times
«He sido marinero, ayudante de un espía, recolector de naranjas en Nathanya, pescador en el Mediterráneo, autor de cuentos, detective privado, agente cinematográfico, fotógrafo en Tel Aviv… y todo esto ha formado parte de mi «educación» como escritor. Cada día de mi vida ha sido un día de examen.» Jakov Lind
«Su tristeza nos lleva a sonreír; su alegría, nos hace meditar; su entusiasmo nos empuja hacia un mundo extrañamente hermoso. Compartimos sus obsesiones. Es un magnífico narrador, uno de los mejores. » Elie Wiesel
«Alma de madera Es sin duda una de las obras narrativas más abrumadoras que he leído en mucho tiempo.» William Hogan, San Francisco Chronicle
ALMA DE MADERA
AQUELLOS A QUIENES faltaba la documentación para vivir, hacían cola para morir. Toda la estación del Noroeste era una gigantesca sala de espera. Es cierto que la cola avanzaba, pero aquello duraba una eternidad. El que por fin se veía dentro del tren daba gracias a Dios, y cuando las ruedas por fin empezaban a moverse y la locomotora a resoplar, a lanzar vapor y a silbar con insistencia, a ninguno de los cuarenta y cinco les quedaba ya ni una lágrima por derramar. Respirar se convirtió en una hazaña y llorar en una tortura. Claro que los muertos no lloran. Y los cuarenta y cinco estaban muertos. El señor y la señora Barth yacían estrechamente apretados uno contra otro, tan estrechamente como no lo habían estado desde hacía quince años, y no sentían dolor ni frío. No olían ni veían nada.
Medio dormidos, les invadían confusos pensamientos. Veían los ojos abiertos de Anton, grandes y oscuros, sin pestañas, veían los ojos de Wohlbrecht, azules, sinceros, quizás un poco húmedos. El doctor Barth murmuraba: Adonai, Adonai, y la señora del doctor Barth movía los labios y parecía querer decir «Mamá». El tren seguía silbando. Los ojos de Anton se hacían cada vez más grandes, hasta volverse finalmente tan grandes como el mar Negro, tan grandes y enloquecidos como Odesa, tan ruidosos como el mercado, tan relucientes como los barcos en alta mar. Las bielas murmuraban monótonamente la misma canción: Pasas y almendras son lo tuyo. Y con todo me hice médico… La señora Barth veía al ilustre rabino de Chernikov, que enseñaba a leer a la muda Rivkele. El doctor y su esposa eran ambos de Odesa, e incluso en su agonía se hallaban en la misma calleja en la cual habían jugado juntos a los cuatro años. Y ahora los dos regresaban a Odesa. Volvían a reunirse con sus padres y parientes, que también hacía mucho tiempo que habían muerto, si bien es verdad que volvían dando un rodeo, pasando por Viena, dando un rodeo de cuarenta años, y con un hijo imposibilitado que se había quedado atrás.
A Odesa precisamente no llegaron. En el pueblo polaco de Oswiencim fueron sacados por hombres de uniforme y el mismo día les quemaron.
Incluso de noche, Anton Barth yacía con los ojos abiertos, ya que hasta sus párpados estaban paralizados. Llevaba gafas negras. Hacía dieciséis años que esperaba que también la cabeza se le muriera. Era cuanto podía hacer por sus padres. En aquella noche del 15 de marzo de 1942, tuvo un extraño sueño:
Cae la lluvia y todo gotea sangre. La gente es arrastrada por el agua fuera de las casas, y flota por las calles. Los cadáveres, pesados de sangre, se hunden. Pero él se salva. Con los ojos muy abiertos, pero sin las gafas negras, flota él a través de la lluvia, como si nadase de espalda. Pero no nada. Anda. Anda con paso firme. Un libro en su mano derecha, su libro predilecto, en la izquierda las llaves de su casa. Asiéndolos con fuerza. Él anda de vuelta a casa. Él, el paralítico, anda, mientras que toda la gente de su calle y de las vecinas pasa flotando muerta y se hunde. Él se ve ya metiendo la llave en la cerradura, cuando oye un grito, sin saber de dónde viene. Él no entiende lo que dicen. Suena un grito desde algún lado, estruendoso como un tambor. Entonces se despierta.