Jean-François Fogel
Leyendo Hermana (editorial Salamandra) de Sándor Márai recuerdo la declaración de Marcel Duchamp: “No creo en el arte. Creo en los artistas”. En este caso, el artista es un pianista, Z., que un narrador encuentra en un hotelito de montaña durante la Segunda Guerra Mundial. Z. es un artista, es decir, la “única persona capacitada para implementar un orden provisional en el caos del rebaño humano.” En lugar de tocar el piano, Z. implementa el orden, en esta novela del maestro húngaro –que escribe un texto que cuenta como una enfermedad- le aparto de su arte al paralizar dos de sus dedos.
Qué más voy a decir de Márai: ya hablé del impacto que me provoca la lectura de sus libros. Nunca me decepciona: otra novela traducida al castellano, otro fin de semana fenomenal. Con Márai, lo que deslumbra, es una manera ineludible de imponerse a su lector. Su arte, tiene una forma clásica: narración psicológica. Su entorno es Europa central antes de los años 50 (el continente de Roth, Musil, Schnitzler, etc.): un mundo en el atardecer. Su talento es la manera discreta de mantenerse fuera de lo que escribe: Márai es un novelista que deja a sus personajes en libertad. “Escritor, a ver si aprendes a ser humilde, profundamente humilde”, dice el narrador en un especie de entrega del secreto último del arte de Márai.
La historia de Z. es la historia de la enfermedad del pianista, de su relación con sus médicos y cuatro hermanas que vigilan su cama en Florencia, en Italia. Desde La montaña mágica no había leído algo tan fuerte sobre el sentido secreto de la enfermedad. Pues no hay un enfermo de verdad que no llega a preguntarse: ¿Por qué me toca a mí vivir en la cama?
“Un médico únicamente sabe tratar las enfermedades. Solo Dios sabe curar”, responde el médico de Z. para explicar que no hay explicación y Márai consigue convencer a su lector que así es. Todos somos personas incurables; sobrevivimos gracias a médicos que nunca podrán tocar el fondo de nuestro dolor. En cualquier vida, la enfermedad no es nada, siempre hay algo más grave y callado.
En el caso de Z. se trata de un amor imposible, inacabado, pues la música del pianista alcanza a una mujer que él, como hombre, no sabe curar de su frigidez. Z. domina el arte cuando el público lo necesita, pero ser artista es otra cosa: es ser el artista eficiente de su propia vida.
Hace seis años, el premio Nobel J.M. Coetzee formuló grandes reservas sobre Márai en un artículo publicado por The New York Review of Books (20 diciembre de 2001 —no se consigue en Internet sin suscripción). “Sería de esperar, escribía, que los nuevos lectores ignoraran el ruido y aceptaran a Márai por lo que —sobre la base del limitado conocimiento que de él tenemos fuera de Hungría— parece ser: un escritor menor, con un estilo de ficción algo pasado de moda, pero un atento cronista de la década oscura de los años 40 y un valeroso portavoz de una clase social en desaparición.”
Vemos que no se detiene el ruido y cada día hay más traducciones del novelista húngaro. No voy a discutir lo de “pasado de moda”. Márai no es un revolucionario de la prosa, pero tiene una magia humilde en el momento de entender cómo funciona el ser humano. Elije siempre el detalle significativo. Lo dice el narrador de lo que fue su última novela publicada antes de su salida de Hungría: “El arte siempre es el arte del detalle”.