Jean-François Fogel
"No me avergüenzo de los que están fuera, porque mis hijos están fuera" dice Eusebio Leal frente al séptimo congreso de la Unión de los Escritores y Artistas de Cuba. Lo cuenta Mauricio Vicent, el corresponsal del diario El País en Cuba, en un artículo imprescindible. Es imprescindible, pues cualquier persona que conoce Cuba, que sabe lo que fue la actividad de este intelectual cubano como historiador de la ciudad de La Habana, apenas puede creer lo que dice en un discurso de catarsis para negar el pasado. El discurso completo se puede leer en el sitio de Granma, si alguien tiene todavía el apetito para un ejercicio de amnesia después de leer lo que dice, en el mismo artículo de Mauricio Vicent, Alfredo Guevara, ex jefe absoluto del cine cubano, que arremete como siempre en contra del ICRT (Instituto Cubano de Radio y Televisión) y sus "medios de comunicación neo-coloniales en su programación, estupidizante y dominados por tan descomunal ignorancia que no se saben aliados del capitalismo en su manifestación más soez".
¿De qué se trata? De algo muy repugnante en cualquier país: el momento de alivio de unos intelectuales que actuaron en su época en represión hacia los artistas y temen ser los últimos en el momento de la tímida apertura. Mas allá de los aplausos del congreso a Fidel Castro, proclamado miembro de mérito de la UNEAC, el congreso fue otro síntoma de una ligera apertura. Después de los aparatos electrodomésticos y teléfono celular, parece que los intelectuales y artistas cubanos entran en la lista de los productos "liberados" por la reforma económica. Lo escribo con una ironía muy controlada: los franceses no son ejemplos de honestidad en el momento de hablar de su propia historia. Un artículo terrible (en inglés) de Nelly Kalan lo recuerda en The Nation. Su título: "la zone grise" (la zona gris). Su tema: Irène Nemirovsky, la novelista francesa que más vende en este momento en el mundo, a más de sesenta años de su muerte (en 1942 en Auschwitz).
El artículo de Alice Kaplan, largo, preciso, lleno de datos, plantea una buena pregunta: ¿fue el antisemitismo en Francia un accidente favorecido por la ocupación alemana o corresponde a un rasgo fundamental de la sociedad francesa que nunca tuvo el valor de reconocerlo? La respuesta es de una precisión fenomenal (Kaplan es la autora de un libro sobre el proceso de Brasillach, autor fusilado en 1945 por sus escritos durante la ocupación alemana). Kaplan explica cómo Nemirovsky, judía emigrada desde Rusia a Francia, convivió con antisemitas y publicó cuentos hasta su muerte en una revista antisemita. El relato, reproducido en el mundo entero, de cómo fue posible encontrar el manuscrito inédito de Suite francesa (en Salamandra en España) nunca se le añade el contexto. Alice Kaplan lo hace al estudiar otro libro en el mismo artículo: Un secreto de Philippe Grimbert (Tusquets en España), una novela íntima, basada en hechos reales, sobre la vida cotidiana en Francia en la época del antisemitismo implementado por los nazis.
Es el secreto, el negro secreto que produce el malestar de Francia con relación a su historia. Este país hizo leyes antisemitas antes de una pedida formal de los nazis. Y después de la Segunda Guerra Mundial Francia fue incapaz de reconocer sus fallos, su cobardía. Francia es, tal como Cuba contada por sus intelectuales, un país de mala memoria. En Postguerra (Taurus en España), en la historia de Europa después de la Segunda Guerra Mundial, el historiador británico Tony Judt pone un enfoque específico en la culpabilidad francesa. No por lo que hicieron los franceses sino por su voluntad de minimizar a través del silencio la tragedia de los judíos para no recordar el papel de Francia en una parte muy, pero muy gris de la historia del continente europeo.