Iván Thays
carátula de la novela
Don DeLillo, pese a lo experimental de su literatura, mantiene interés en algunos lectores en castellano. Está muy lejos de volver a escribir un Ruido de fondo, pero él insiste y Seix Barral aun le tiene fe. Acaban de editar la novela Punto Omega.
La reseña en ABCD las artes es de Rodrigo Fresán hace un repaso de su obra y se pregunta en qué punto está ahora DeLillo. Muy atinado:
Todo comienza en el Museo de Arte Moderno de Nueva York y está muy bien que así sea. Allí, el narrador/testigo (en uno de esos capítulos introductorios tan admirables y característicos de la Casa DeLillo) contempla una instalación donde se proyecta Psicosis de Hitchcock, ralentizada, hasta alcanzar las 24 horas de duración y descubrirnos que «La frase carece de significado». Ajá. Está muy bien que Punto omega se nos presente frente a una típica manifestación de modernidad añeja. Por que Punto omega se lee como una pieza de museo, como un perfecto exponente de lo que -tras los pasos de Gaddis y Ballard- supo ser Don DeLillo. Variaciones personales Recapitulemos: DeLillo (Nueva York, 1936) arrancó en 1971 con Americana (road-novel desértica de la que Punto omega repite más de un eco), enhebrando rápidamente una serie de variaciones muy personales sobre diversos géneros (la novela deportiva en End Zone, la novela rock en Great Jones Street, la novela científica en Ratner´s Star, la novela conspirativa-capitalista en Jugadores, la novela freak-pulp en Fascinación y la novela «de extranjero» Los nombres) hasta entrar de lleno en su época dorada. Allí, DeLillo despacha varias obras maestras que, además, conforman un credo estético y existencial y dan lugar a lo delilliano. Así, Ruido blanco (ganadora del National Book Award) propone su versión del Apocalipsis norteamericano luego de un «evento tóxico»; Libra disecciona la figura del magnicida Lee Harvey Oswald; y Mao II propone la desaparición y el terrorismo como nuevas y definitivas disciplinas artísticas. Todo esto va a dar a la mágnum opus y novela-web Submundo. Y, después, ese acontecimiento histórico de cuya llegada DeLillo nos advirtió, lateralmente, durante años: la mañana del 11 de septiembre del 2001 cuando todos vimos todo eso por televisión y más de uno pensó: «¡Don DeLillo!» Desde entonces, la incómoda sensación pero el fascinante espectáculo de seguir leyendo a un escritor que alguna vez nos ayudó a comprender el presente y el día de mañana reconvertido en novelista autohistórico a lo largo y ancho de libros breves -Body Art, Cosmópolis, El hombre del salto y ahora Punto omega-, funcionando como anticuados sketches para una obra mayor en un museo particular donde, quizás, esperemos que no, todos los grandes cuadros ya hayan sido colgados. Todo se mueve Punto omega es, entonces, más de lo mismo: DeLillo y sus entropías y paisajes (aquí las arenas de Mojave o Sonora), su particular sentido del diálogo en base a eslóganes zen-occidentales (cuando funciona se acerca a Beckett y, cuando no, recuerda demasiado a la aforística inconexa y náufraga de Perdidos), y dos personajes teorizando prácticamente sobre el todo, la nada y lo que hay en el medio. Conozcan entonces al joven cineasta Jim Finley intentando convencer de que hable a cámara al otoñal y misterioso Richard Elster (asesor del Pentágono y «conceptualizador» de Irak como «guerra haiku»). Y entonces se suma a la partida Jessie, la casi invisible hija de Elster. Y de pronto Jessie ya no está allí. Y todo se mueve. Un poco. Bastante. Lo que no implica dejar de seguir hablando hasta alcanzar ese punto omega en el que «la conciencia se acumula». O algo así. Y la certera sospecha de que uno ya ha oído esta canción que no molesta volver a escuchar; aunque ahora prime un cierto aroma a involuntaria autoparodia y a karaoke demasiado solemne y se extrañe ese personal humor de End Zone y Ruido de fondo. Y que lo que se nos invita a visitar no es otra cosa que la perturbadora postal de la Zona Cero de toda una literatura: el sitio preciso en el que alguna vez hubo algo muy grande y en el que ahora hay nada más que un impresionante vacío absoluto a la espera de ser llenado por algo y por alguien. Mientras tanto, vaya esta interesante y elegíaca novela/instalación a la que, por favor, se ruega no tocar, pero sí mirar, preguntándose a qué época pertenece.