Iván Thays
cubierta del libro
Life de Keith Richards fue elegido como uno de los 10 libros del año según Michiko Kakutani, más allá del premio recibido por Patti Smith. Rodrigo Fresán confiesa que no le interesan los Rolling Stones como grupo musical, sí acepta que la biografía de Richards le ha llamado la atención. La reseña apareció la semana pasada en el ABCD las Artes del diario ABC.
Dice la reseña:
Vida, de Keith Richards (destilado a partir de conversaciones con James Fox), resulta muy atractivo y divertido aún para quien no comulga con el mito. Lo que no deja de ser muy meritorio; porque aun los que no se sienten miembros del culto ya conocen buena parte de lo que aquí se cuenta. Las idas y vueltas de The Rolling Stones son ya -después de casi medio siglo- carne y hueso de leyenda urbana y de culebrón rock. Y Richards (Dartford, 1943) lo cuenta y lo recuenta con honestidad y entrega y malicioso buen humor. De acuerdo: Vida no tiene en sus páginas la sabiduría y la sorpresa de las Crónicas: Volumen I de Bob Dylan o la mística mitómana y encendida de Patti Smith en Éramos unos niños. Pero entre los varios méritos de Keith Richards se cuenta el de no tomarse en serio con absoluta seriedad. Y a su manera. De ahí que otro de los grandes logros de Vida (y de Fox) sea el de haber conseguido preservar en la página el fraseo y el gruñido de Richards, que recuerda al de una especie de Bogart noir consciente de ser su propio Halcón Maltés y que hubiera convertido Rick´s en un antro mucho más movido de lo que ya lo era en Casablanca.
También se disfruta aquí de su método sinuoso para saltar de un tema a otro como si se deslizara por el nutrido repertorio de su pasado, donde en más de un momento se tiene la impresión de estar remontando un aluvión de lugares comunes del género y del negocio. Domador de leones Sexo, drogas y rock and roll y todo eso, sí. Aunque enseguida comprendemos que todos esos lugares comunes fueron -en principio y finalmente- inventados por el propio Richards, quien, si imita a alguien, es a sí mismo sabiéndose inimitable pero tantas veces mal imitado. Y así su alargada sombra de domador de leones a la vez que payaso del rock and roll circus se proyecta desde la punta de sus botas, pasa por This Is Spinal Tap, sigue la actitud y gestualidad de Slash o del dúo Pereza, crece como respetuosa caricatura en el rostro dibujado de Murdoc Niccals en la cartoon-band Gorillaz, y alcanza a ese chico anónimo con sueños de gloria que hoy mismo, por primera vez, pellizca el riff de Start Me Up en el garaje de su casa. Y queda claro que cuando Richards se enciende se hace difícil apagarlo.
A diferencia de Mick Jagger (quien devolvió un adelanto millonario por su autobiografía al descubrir que no se acordaba de nada), Richards -¡sorpresa!- parece disfrutar de una memoria fotográfica y auditiva. Esto no significa que, a menudo, esa misma memoria parezca un tanto selectiva y cortada a medida. Pecado tolerable que no resta placer a volver a revisar -esta vez de la mismísima boca del caballo- los mismos viejos hitos sonando ya como esas mismas viejas canciones y, por momentos, derivando hacia el territorio y los modales de un curtido stand-up comedian sabedor de que el suyo es material del bueno, que nunca nos cansará del todo, y por qué no oírlo otra vez. Y, como piedras que ruedan, allá vamos: la infancia de posguerra; su relación de odio/amor con Brian Jones y de amor/odio con Jagger (Richards apunta con certera acidez que su socio jamás imaginó que dejaría las drogas y que el «levantarme de entre los muertos tras haber sido leído mi testamento» supuso una complicación para los planes empresariales que el cantante tenía para The Rolling Stones); su cariño sin límites por el batería Charlie Watts y el teclista Ian Stewart; su turbulento romance con Anita Pallenberg y la muerte del hijo que tuvieron juntos; sus correrías artísticas con Gram Parsons; la admirada rivalidad con The Beatles; los pormenores de la legendaria grabación del legendario Exile on Main St. y alguna que otra intuición musical más bien básica y derivativa (admitiendo, más allá del invento de su afinación personal de cinco cuerdas, que si hay algo derivativo y básico, ese algo es la música de The Rolling Stones); sus múltiples adicciones (su consejo es solo meterse sustancias controladas de la mejor calidad) y sus problemas con las autoridades de todo tipo y nacionalidad. Sonrisa torcida
En este sentido -advertencia a padres y tutores-, Vida es un libro tan peligroso para los pichones de rocker como La universidad desconocida, de Roberto Bolaño, lo es para los cachorros de poeta. He aquí un virtual manual de instrucciones para ser un perfecto maldito y no morir en el intento cuya lectura confundirá a espíritus ingenuos con el espejismo y el error de que se puede llevar la vida de Richards y vivir para contarla y cantarla. De ahí que no esté de más señalar la excepcionalidad de Richards -su mala salud de hierro, su cuerpo de juguete irrompible y la sonrisa torcida con cigarrillo colgante del viejo gato que siempre cae parado- como excepción; e insistir con un: «Niños, no intentéis hacer esto en vuestras casas». Hacia las últimas páginas, uno siente esta Vida un tanto cansada y repetitiva. Igual que se siente -cabe pensarlo- el mismo Richards. Justificado, perdonable: ha sido una larga historia y el aquí y ahora parece resumirse en una sucesión de álbumes intrascendentes, el duelo infinito con el manipulador y eternamente descontento e insaciable Jagger, un par de recientes hazañas (aquella caída de un árbol con derrame cerebral incluido y el esnifar las cenizas del propio padre muerto) y giras multimillonarias a lo largo y ancho de un planeta al que no se le deja de sacar la lengua. La historia dirá -ya lo dice- que The Beatles lo inventaron todo y que, sin quedarles nada por crear, inventaron el separarse. Lo único que inventaron The Rolling Stones es no separarse hasta que la muerte los separe. Mientras tanto y hasta entonces, aquí va esta Vida: inesperado y sorpresivamente satisfactorio best seller alabado por la crítica internacional y firmado por quien -de tanto tocar aquello de «No puedo alcanzar la satisfacción»- parece haber acabado siendo uno de los hombres más satisfechos que jamás actuaron sobre la faz de ese escenario que es el mundo.