
Ficha técnica
Título: Cezara | Autor: Mihai Eminescu | Traducción: Doina Făgădaru | Ilustración: Florian Pigé | Editorial: Ardicia | Páginas: 132 | ISBN: 978-84-942916-0-9 | Precio: 15,50 eruos
Cezara
Mihai Eminescu
En Cezara (1876), emblemática nouvelle del más grande escritor de la literatura rumana, traducida por primera vez al español, la joven protagonista se enamora fulminantemente de Ieronim, figura a la vez angélica y demoníaca de la que emana un irresistible atractivo. En una recóndita y exuberante isla paradisíaca, a la que les franqueará el acceso el ermitaño Euthanasius, la pareja opondrá la apoteosis de su amor a las acechanzas del mundo exterior, en su intento por fundirse con la naturaleza primigenia del entorno.
Era una mañana de verano. El mar extendía su azul in finito y, paulatinamente, el sol ascendía en la profunda serenidad celeste. Tras el largo sueño de la noche, las flores despertaban lozanas. Las rocas negras exhala ban vapor a causa del rocío, tornándose grises poco a poco; de vez en cuando, pequeñas lascas de arena se desprendían de ellas perezosamente.
Hacia el oeste, entre unos picos, se erigía el antiguo monasterio. Semejante a una fortaleza, se encontraba por completo rodeado de zarzas, detrás de las cuales apuntaban las copas verdes de algunos chopos y castaños. Los puntiagudos tejados de tejas mugrientas, la parda cúpula de la iglesia, la muralla derruida e invadida en su abandono por las malas hierbas, las rojas hormigas que colonizaban cada rincón en largas procesiones -avanzando bajo el sol con enorme parsimonia-, el secular portalón de roble, las escaleras de piedra, rotas y desgastadas de tanto trasiego… Todo hacía pensar que aquello era, más que una vivienda propiamente dicha, un montón de ruinas por las que andar curioseando.
A la derecha del monasterio, se levantaban colinas con bosques, huertas, viñedos y pueblos de casitas blancas, esparcidas por las terrazas de las laderas; a la izquierda, un camino atravesaba como una cinta una infinidad de campos verdes, que se perdían en la lejanía del horizonte; y frente a él aparecía el mar, cuya su perficie era interrumpida de vez en cuando por alguna roca puntiaguda que emergía entre las olas.
Por la colina, a lo largo de las murallas, trepaban pequeños senderos sembrados de montículos hechos por los topos. Por uno de esos caminos, un viejo monje, con las manos a la espalda, se dirigía hacia la puerta del monasterio. Su hábito de paño estaba ceñido en la cintura por un cordón blanco, del pecho le asomaba parte del rosario, y sus zuecos de madera se arrastraban tableteando a cada paso. Su barba era rala y canosa; su mirada, vacua, inexpresiva, algo atolondrada. No había en él nada de ascético o de resignado.