
Ficha técnica
Título: La casa del hambre | Autor: Dambudzo Marechera | Traducción: María R. Fernández Ruiz | Editorial: Sajalín | Colección: al margen | Género: Novela | Páginas: 196 | ISBN: 978-84-940627-7-3 |Precio: 17,00 euros
La casa del hambre
Dambudzo Marechera
La casa del hambre supuso el fulgurante debut con el que un joven africano de veintiséis años obtuvo en 1979 el prestigioso premio Guardian de ficción. Un libro explosivo que rompió con el tratamiento realista de temas sociales y políticos típicos de la novela de protesta anticolonial en favor de un retrato profundamente expresivo. A través del monólogo interior del narrador sin nombre de La casa del hambre, Marechera hace partícipe al lector de la turbulenta existencia de un joven que abandona su miserable casa del gueto y, de camino hacia el bar más cercano, medita sobre «la mierda infecta que había sido y era mi vida en ese momento». Una vida, como la del propio autor, marcada por la violencia cotidiana, el estigma de la segregación racial y la desesperada búsqueda de la libertad individual.
Un libro que revolucionó la narrativa africana del siglo XX Premio Guardian de ficción en 1979
«Es muy difícil hallar un escritor para quien la ficción sea un proceso de compromiso con el mundo tan íntimo y pasional.» Angela Carter
«No pretendan que este libro sea una lectura fácil o placentera. Es más bien como oír por casualidad un alarido.» Doris Lessing (Premio Nobel de Literatura en 2007)
«Marechera fue un escritor en constante búsqueda de su verdadera naturaleza.» Wole Soyinka (Premio Nobel de Literatura en 1986)
La casa del hambre
Cogí mis cosas y me fui. Estaba amaneciendo. No sabía adónde ir. Eché a andar camino del bar, pero me detuve en una licorería a comprar una cerveza. Había gente apoyada en el porche el establecimiento, bebiendo. Me senté bajo el gran árbol msasa, cuyas ramas arañaban los techos de uralita. Intentaba no pensar dónde iba a ir. No sentía rencor. Me alegraba de cómo habían salido las cosas; no podía quedarme en aquella casa del hambre donde te arrebataban cualquier pizca de cordura como un pájaro le arrebata la comida a sus propias crías. Y los ojos de aquella casa del hambre te acechaban como si una fiera desconocida fuera a abalanzarse sobre ti en cualquier momento. Por supuesto, estaba el tema de la chica. Pero, ¿qué otra cosa podía hacer yo al ver que Peter le pegaba día y noche? Además, mi intervención no fue tan desinteresada como me habría gustado.
Sí, el sol salió tan rápido que me golpeó entre los ojos y, antes de darme cuenta, ya se elevaba sobre las montañas.
Me quité el abrigo y lo dejé doblado entre los muslos. Por el cariz que había tomado el asunto, nadie podía culpar a nadie de sus almas hambrientas. La mía estaba polvorienta y acalorada bajo el sol de la mañana y no sabía qué podía hacer para aplacarla. Tenía, en cambio, la mente despejada, y cuando los policías negros se colocaron en formación y saludaron a la bandera, el empleado negro del distrito segregado caminó tranquilamente hacia los camiones de cerveza rubia y un grupo de escolares de uniforme caqui y verde corrieron como locos al colegio gris al oír el toque de la sirena, me encontré repasando con detalle la mierda infecta que había sido y era mi vida en ese momento.
Los policías rompieron filas. El sargento era un gallito de más de metro ochenta, delgado, hambriento y taimado como un camaleón que acecha a una mosca. Este camaleón en particular no le había causado muchos problemas a la casa del hambre hasta ahora, pero habían ocurrido otros sucesos desagradables. El viejo, que murió en aquel horrible accidente de tren, se metió en líos por mendigar y vagabundear por las calles.