Iván Thays
primera edición de la novela
Hace unos días, comenté la presentación del libro de Víctor García de la Concha Cinco novelas en clave simbólica, que contó con las palabras de dos de sus autores comentados: Antonio Muñoz Molina y Mario Vargas Llosa. La novela de Vargas Llosa La casa verde es una de las analizadas. Y Muñoz Molina, en ?Babelia? aprovecha la oportunidad para decir cuánto le debe a esa novela. Un elogio absolutamente justificado, creo yo, para una novela indispensable de la literatura en castellano.
Dice Muñoz Molina:
Y al verme sentado allí, la cercanía física me devolvió una conciencia más clara de mi deuda personal con Vargas Llosa y precisamente con la misma novela elegida por García de la Concha, La casa verde. Más que con Cien años de soledad,aunque me gustó tanto cuando la descubrí, y desde luego mucho más que con Volverás a Región, que sinceramente siempre se me quedó muy lejana, tal vez porque ya era lector devoto de William Faulkner cuando encontré a Juan Benet, y porque su huella en español me llegaba mucho más a través de Juan Carlos Onetti. En cuanto a la otra novela, Madera de boj, de Camilo José Cela, la verdad es que no la he leído. (?) Da un poco de vértigo pensar en el juego de las influencias y las resonancias mediante el cual se va tejiendo un destino, las conexiones invisibles de las que está hecha la vida. En el Círculo de Bellas Artes me acordé del impacto de la primera lectura de Cien años de soledad, pero también comprendí que en mi formación había sido mucho menos decisiva que La casa verde, y que mi idea de lo que es un novelista la había aprendido mucho más de Mario Vargas Llosa que de García Márquez.
(?)
En Vargas Llosa lo que uno descubría era el tesón diario del trabajo de novelista. Una novela no procedía de una iluminación arrebatada, sino que era el resultado de una construcción cuidadosa y metódica, en la que el escritor actuaba al mismo tiempo como arquitecto y como albañil y cantero, con una perseverancia que tenía algo de dedicación artesanal y de arduo ejercicio de ascetismo. Por la misma época en la que yo leía y releía La casa verde y Conversación en La Catedral examinándolas por dentro para saber cómo estaban hechas -por algún motivo, uno no se hacía esas preguntas con Cien años de soledad- cayó en mis manos un ejemplar de Cuadernos para el Diálogo en el que venía un largo ensayo de Vargas Llosa dedicado a Flaubert y al proceso de escritura de Madame Bovary. Su efecto fue tan poderoso como el de los cuentos de Borges o los de Onetti, o como el de la primera lectura de Absalom, Absalom o Santuario. Recorté aquellas páginas de la revista y las leí no sé cuántas veces, subrayando casi cada frase con aprobación fervorosa. Lo que hacía Vargas Llosa en aquel ensayo que luego se convirtió en uno de sus mejores libros, La orgía perpetua, era estudiar Madame Bovary desde el interior de la conciencia del novelista que la iba escribiendo, sobre todo a través de las cartas de Flaubert a Louise Colet, y trenzar el relato y el análisis con una confesión personal: la del joven escritor, él mismo, que alimenta su vocación de novelista leyendo una novela suprema e identificándose con el tormento, la exasperación, la contumacia solitaria de su héroe.
Había que saber a lo que uno se arriesgaba si elegía ese oficio: el precio de lograr una novela podía ser la propia vida. Flaubert había dedicado cinco años de la suya aMadame Bovary, y más tiempo todavía a La educación sentimental. Escribir sería encerrarse en el cuarto de trabajo como en una celda y no tener nunca asegurado no ya el resultado final, ni siquiera la próxima página, la próxima frase arrancada al vacío del papel con un esfuerzo agotador. Joven y desconocido, extranjero, Vargas Llosa había leído Madame Bovary en un cuarto de hotel barato de París en los años cincuenta. Yo leía su ensayo en una habitación de estudiante en Granada veinte años después. No tenía ninguna perspectiva razonable de convertirme en novelista, pero tampoco él las había tenido a esa misma edad.
Uno escribe los libros y no puede saber el lugar que a veces llegan a ocupar en las vidas de otras personas. Las influencias van modelando el estilo, pero también afectan a veces el curso de la vida. Sentado cerca de Mario Vargas Llosa la otra tarde -él en un extremo de la mesa, yo en el otro, acompañando a Víctor García de la Concha- pensé con gratitud, y lo dije en voz alta, que sin el ejemplo de esos dos libros suyos probablemente yo no estaría allí.