Iván Thays
RESEÑAS SIN PLUMAS
Por: Iván Thays
EL SINDROME ESTOCOLMO
Leer la contratapa de la nueva novela de Tomás González, Abraham entre bandidos, es como escuchar, en plena función de magia, que un mago advierte que va a sacar un conejo del sombrero. Sabemos que no pueden haber demasiadas variaciones en el truco, a lo más un conejo más grande o de otro color o dos seguidos, así que lo único que nos mantiene en vilo es el propio mago y su técnica.
?Una mirada sobre la tragedia colombiana íntima y certera? anuncia la contratapa.
¿Una más?
?Desdibuja con maestría los lugares comunes de un tema que creíamos conocer bien? promete también.
¿Y eso es cierto?
No, no lo es. La verdad es que leer la novela en el contexto de la narrativa colombiana última (tan ocupada de la violencia por el narcotráfico, secuestros y sicarios), así los hechos narrados ocurran en 1954, es leer más de lo mismo. Al final, un conejo es siempre un conejo.
El dueño de una finca y del café del pueblo, Abraham, es secuestrado junto a su compañero de juergas, Saúl, por un bandido llamado Enrique Medina, conocido como Pavor. Con ellos dos a cuestas, y uno más que es asesinado apenas empezada la novela, acusado de soplón, se internan en el bosque y empiezan a hacer sus fechorías. Los secuestrados están al cuidado de un niño bandolero, más salvaje que cualquiera, pero más sensible y cuidadoso también, al que apodan el Piojo. Resulta obvio que Pavor siente afecto por el niño bandolero (el imaginario de los niños sicarios se activa de inmediato), así como también que Abraham y Saúl poco a poco se van identificando con él, estimándolo y admirándolo.
Lo que no resulta obvio, ni para el lector ni para los protagonistas, es por qué Pavor los ha secuestrado.
Descartada la hipótesis del rescate y del asesinato, a Abraham y Saúl solo les queda ser testigos del horror de los bandoleros dando vueltas en círculo por el intrincado bosque, matándose entre ellos, robando a las poblaciones vecinas y enfrentándose contra los militares. ?Testigos? es la palabra precisa porque, además, más de un bandido se acerca a ellos para contarles sus verdades, historias a veces tristes, a veces épicas y otras tan fantasiosas que podrían calificarse como macondianas. También hay momentos de baja defensa entre los más bravos. El bandido más feroz de todos escribe una carta a su madre, donde dice que no la olvida y le comenta que aun está vivo. Por otra parte, no puede faltar la referencia a políticos que están a favor de los bandoleros, a cambio de generosas cantidades de dinero. Se describen crímenes a balazos y machetazos. Se comentan violaciones a las mujeres de los poblaciones saqueadas. Pero sobre todo, se come mal y se bebe mucho aguardiente, mientras Saúl tiene los pies hinchados y está casi inválido, y Abraham tiene una diarrea que no cede durante toda la novela.
Pero queda flotando la pregunta: ?¿para qué nos han secuestrado?? La respuesta que da Saúl es ambigua pero parece la única correcta: ?Porque le dio la real gana. Es decir porque sí, porque puede. Lo que pasa es que le caemos bien y nos sacó a pasear el hijoeputa? (p.108)
Los capítulos sobre la captura y las hazañas se alternan con otros donde se ve a la familia de Abraham y Saúl buscándolos, donde los militares los acusan de ?liberales? y casi se niegan a ir a buscarlos, donde nombres laterales como Susana, José, Milena, Julián y otros del pasado y del presente evocan una saga familiar que se contrapone con el presente inmediato. Las idas y venidas de los bandoleros y el relato del pasado deberían formar un calado muy fino que, solo a veces (muy pocas veces, lamentablemente) se logra, y pronto terminamos esperando con ansiedad que se nos deje de contar la novela familiar y pueblerina y seguir con la historia de bandidos agazapados.
Imposible no recordar ahora otras novelas de bandidos idealizados y románticos, como Hombres de Caminos de Miguel Gutiérrez, aunque a favor de Tomás González hay que decir que en su obra la idealización de la imagen del bandolero no conduce a ninguna conclusión ideológica, como en el caso de Gutiérrez. La simpatía que el lector puede llegar a sentir por Pavor y por el Piojo no es una postura ética sino un reflejo del Síndrome de Estocolmo que ataca a Saúl y Abraham. Es decir, no se trata de la justificación dialéctica de la violencia sino un proceso de empatía e identificación entre capturados y captores. El hecho que nunca se explique por qué se los han llevado presos ayuda a darle verosimilitud a esa identificación, y el lector podría terminar (como algunos del pueblo) inclinándose a pensar que esos días de penurias y de experiencia directa con el horror, la violencia y la muerte, no han sido sino unos días en que los compadres ?se habían largado a beber al monte con Enrique Medina y sus bandidos?. (p. 205)
Hasta aquí hemos mostrado el conejo que salió de la chistera. Pero aún no hemos hablado del mago. Tomás González es un prosista maravilloso que en esta novela tiene momentos tan altos como Primero estaba el mar y La historia de Horacio. Lo atractivo de su prosa es que siempre descifra una poesía que nace del contacto y a observación de la naturaleza. El color, el sonido, el olor de animales y plantas, y en especial el agua que rige todas sus novelas (a manera de río o de mar), aparece en los momentos justos para hacernos recordarla. La presencia de la naturaleza es la mano del autor (del mago) que nos advierte que no estamos leyendo un atestado policial ni oyendo una aventura en un café, sino participando de la experiencia estética de una obra literaria llena de detalles notables, como el perfil de sus personajes, el oído para transcribir parlamentos, las poderosa capacidad de observar y describir el mundo que rodea a sus protagonistas.
Fiel al concepto que unifica todas sus obras, Tomás González cuenta historias de hombres y mujeres que aceptan el pacto tácito de vivir rodeados de la naturaleza, sabiendo que es ella quien gobierna y decide el destino de esos personajes. La Naturaleza ?ahora la escribo así, con mayúscula- no representa la barbarie ni el contrario de la civilización, como en una novela regionalista, sino una realidad continua, superior, cuya existencia transcurre ajena a la voluntad de los fugaces humanos.
Por eso, no es de extrañar que luego de la escena más violenta y triste de la novela, y después de una caminata sin compasión que los deja devastados física y espiritualmente, el narrador concluya: ?Se tendieron como fardos los mejor que pudieron y casi de inmediato todos dormían, a pesar del frío y de la niebla que poco después, compasiva, los borró por un tiempo de la Tierra?. (p. 174)
Esa Naturaleza, a veces compasiva, a veces indiferente, a veces realmente feroz y destructiva, es la mayor creación de Tomás González desde su primer libro hasta Abraham entre bandidos. Y es ahí, y no en los conejos que saca del sombrero, donde reconocemos el auténtico y renovado talento del mago.
Abraham entre bandidos
Tomás González
Alfaguara, Bogotá. 2010