
Ficha técnica
Título: La vida en el campo | Autor: Giovanni Verga | Traducción de: Hugo Bachelli | Editorial: Periférica | Colección: «Biblioteca portátil» | Precio: 13,50 € | Páginas: 160 | Género: Cuento | ISBN: 978-84-936232-6-5
La vida en el campo
Giovanni Verga
La vida en el campo es uno de los mejores libros de la literatura italiana. Publicado por primera vez en 1880, influyó tanto en la primera etapa de algunos autores de la generación siguiente: D’Annunzio, Pirandello o Grazia Deledda, como en la literatura y el cine neorrealistas. Cesare Pavese o Pier Paolo Pasolini, dos de sus seguidores, escribirán sobre esa presencia, y Luchino Visconti filmará en 1948 La tierra tiembla basándose en un texto de Giovanni Verga.
La vida en el campo cuenta, con una emoción siempre contenida y con una inteligencia narrativa prodigiosa, las vidas y muertes de aquellos sicilianos que nunca aparecían en las novelas históricas: campesinos muy pobres, pastores sin suerte, pescadores que viven en lugares inhóspitos (como los de la película Strómboli, de Roberto Rossellini e Ingrid Bergman), ex soldados enamoradizos, segadores hechizados por la pasión… Vidas y muertes que nos conmueven y nos hacen pensar.
«Verga es un gran maestro del cuento. La vida en el campo contiene algunos de los mejores cuentos escritos en todo el mundo. Entre ellos algunos tan breves y eficaces como los de Chéjov.» D.H. Lawrence
Páginas del principio del libro:
Una vez, cuando viajábamos en tren cerca de Aci-Trezza, exclamaste, asomándote por la ventanilla del vagón: «¡Me gustaría pasar un mes aquí!».
Volvimos, y no pasamos un mes, sino cuarenta y ocho horas. Los lugareños abrieron los ojos como platos al ver tus enormes baúles y creyeron que ibas a quedarte allí un par de años. La mañana del tercer día, cansada de contemplar a todas horas tanto verde y tanto azul y de contar los carros que pasaban por el camino, ya estabas en la estación y, mientras jugabas impaciente con la cadena de tu frasco de perfume, estirabas el cuello para divisar un tren que no llegaba nunca. En aquellas cuarenta y ocho horas hicimos todo lo que se puede hacer en Aci-Trezza: paseamos por el camino polvoriento y trepamos a las rocas; pretendías aprender a remar y te brotaron bajo los guantes ampollas que necesitaban ser besadas. Pasamos en el mar una noche muy romántica, echando las redes para hacer creer a los barqueros que merecía la pena pescar un reuma. El alba nos sorprendió en lo alto del acantilado, un alba modesta y pálida que todavía puedo ver, surcada por amplios reflejos violetas sobre un mar verde oscuro; parecía una caricia para aquel grupito de casuchas que dormían casi acurrucadas en la orilla, mientras en la cima, bajo el cielo transparente y profundo, destacaba tu figura, dibujada con el sabio patrón que había trazado tu modista y el perfil fino y elegante que habías creado tú misma. Llevabas un vestido gris que parecía haber sido diseñado para combinarse con los colores del alba. Una bonita estampa, no cabe duda. Y cualquiera se hubiera dado cuenta de que eras consciente de ello por el modo de ajustarte el chal y de sonreír, con tus grandes ojos abiertos y cansados ante aquel extraño espectáculo, al que se añadía otra extrañeza, la que provocaba tu propia presencia. ¿Mientras contemplabas el sol naciente, qué pasaba por tu cabeza? ¿Le preguntaste quizá al sol en qué hemisferio te encontraría un mes después? Dijiste tan sólo, ingenuamente: «No comprendo cómo alguien puede vivir aquí toda la vida».
Sin embargo, la cosa resulta más fácil de lo que parece. En primer lugar, basta con no poseer cien mil liras de renta, y, por contra, realizar todo tipo de trabajos entre los grandes escollos, enmarcados por el color azul, que te hacían batir palmas de admiración. Basta con eso, tan poco, para que los pobres diablos que nos esperaban dormitando en la barca encuentren entre las casuchas destartaladas y pintorescas, que vistas de lejos parecían también estar mareadas, todo lo que tú te empeñas en buscar en París, Niza o Nápoles.