
Ficha técnica
Título: Vidas de Santos | Autor: Antonio Lucas | Editorial: Círculo de Tiza | Páginas: 350
EAN: 978-84-944340-0-6 | Precio: 22 euros
Vidas de Santos
Antonio Lucas
Este libro exquisito refleja la vida de un puñado de torcidos, de extraordinarios perdedores y luminosos derrotados que dejaron antes de morir la huella de su talento en unos folios, una película, unos cuadernos o unas piedras talladas.
Unos murieron jóvenes, muchos murieron olvidados. Algunos están vivos, pero en todos ellos hay algo común: son seres excepcionales. Sus vidas están en el alambre de la inteligencia. Estas existencias tienen su propia santidad: sus estigmas, sus llagas, sus éxtasis y sus milagros. Y en todos los casos, la mirada de Antonio Lucas ilumina la zona oscura de los personajes.
¡Que en paz descansen!
«Antonio Lucas, para muchos el mejor periodista cultural del periodismo español» – Raúl del Pozo
Nick Drake, donde la soledad retumba
Hace 40 años el cantautor británico murió en la casa de sus padres. Tenía 26. Dejó tres discos fastuosos de escasa fortuna y un menaje de tristezas en un puñado de canciones que hoy son referente esencial de la música de autor.
Nick Drake fue un tipo triste, algo así como el último testigo melancólico de un mundo hecho a mano del que se vengaba con una guitarra afinada raro. No concedió más que una entrevista. No apareció jamás en televisión. No quiso el metacrilato de la fama ni el lujo esotérico de tantas estrellas del pop. Nick Drake se aplicó un menú de soledades y un récord de silencios contra la fantasmagoría de la realidad. Empezó en la vida de simpático y lentamente fue tornándose imprevisible, abismado, ajeno. Pocos tipos tan devastados que sepan acertar de igual modo con la letra de su quebranto.
Su vida son tres discos de una melancolía infinita y un huerto claro donde madura el insomnio. Echó el primer vagido en un hospital de Rangún (Birmania), adonde el padre (ingeniero) había sido trasladado. El niño Nick demostró ya en los primeros años una propensión a los rincones donde las miradas no alcanzaban. Su extrañeza apuntaba ecos de profecía. Y si lo atendían en exceso, el rostro se mudaba en lápida funeraria. Tal era su necesidad de anonimato cuando aún andaba descalzo por la vida. La familia regresó a Gran Bretaña y se instalaron en Warwickshire, condado en que tiempo antes J. R. R. Tolkien traspapeló también la infancia.
La madre componía canciones folk en medio de la campiña mientras Drake estudiaba clarinete y saxofón con esa venganza musical que gastan los mocitos terribles, cuando aún no saben que van a serlo. Le acompañaba un talento con algo de avalancha y una sensibilidad extrema, que era su forma de protesta contra el precoz desafecto que iba incubando con un mimo de restaurador de alas de mariposa. A los 16 años dejó los vientos por la guitarra, acumuló un expediente académico que lo predisponía al triunfo irremediable, batió algún récord de atletismo y logró una beca para estudiar literatura en la Universidad de Cambridge, donde liman las aristas a algunos polloperas de las mejores familias de Inglaterra.