
Ficha técnica
Título: Venecia. Impresiones del viajero | Autor: Théophile Gautier | Editorial: Fórcola | Edición: Juan José Delgado Gelabert | Colección: Periplos, 17 | Páginas: 304 | Medidas: 13 X 21 cm | ISBN: 978-84-16247-47-9 | Precio: 22,50 euros
Venecia
Théophile Gautier
Cuando en 1850 Théophile Gautier inició el Grand Tour por Italia -ese viaje de aprendizaje que no faltaba en la agenda de todo intelectual, estudioso y curioso que se preciara de tal-, la unificación italiana solo estaba en proceso, Garibaldi vivía exiliado en Nueva York, y parte de Italia estaba en manos austríacas. En su periplo italiano, Gautier pasó varios días en Milán, Verona, Padua, Ferrara, Bolonia y Florencia, pero invirtió meses sólo en Venecia.
Para Gautier, Venecia es una de esas ciudades que cada hombre, poeta o no, escoge como patrias ideales «que hace habitar por sus sueños, dotadas de una realidad poderosa y misteriosa». De calle en calle, a fuerza de cruzar sus puentes o de bogar durante semanas en góndola por sus canales, Gautier logró conocer la ciudad real, ajena a la «Venecia coqueta de las acuarelas». Desempeñó a conciencia su oficio de viajero, y huyendo de consideraciones generales de estilo pomposo, describió en estas «impresiones de viajero» aquellos detalles de Venecia que ordinariamente se desdeñaban. Aun con todo, para el poeta, sigue siendo una ciudad que parece diseñada por un decorador de teatro y cuyas costumbres ha dispuesto un dramaturgo.
VENECIA
SENTIMOS alguna vergüenza del cielo italiano, que en París nos imaginamos de un azul inalterable, al decir que a nuestra salida de Verona grandes nubes negras abarrotaban el horizonte; es horrible comenzar un viaje por el país del sol con descripciones de tormenta, pero la verdad nos obliga a confesar que la lluvia caía en amplios sectores primero en lontananza, a continuación en los llanos más cercanos de la comarca a través de la cual el ferrocarril nos llevaba.
Montañas coronadas de nubes, colinas animadas por castillos y casas de recreo formaban el fondo del cuadro. Las partes delanteras se componían de cultivos muy verdes, variadísimos y pintorescos. En Italia la vid no se planta como en Francia; se la hace subir y trepar en parras, en guirnaldas tras los resalvos desmochados que festonea con su follaje. Nada hay más gracioso que esas largas hileras de árboles que, unidos por sus brazos de pámpanos, parecen darse la mano y bailar alrededor de los campos una inmensa farándula; parece un coro de bacantes vegetales que en un arrebato mudo celebran la antigua fiesta de Lyaeus: esa vid silvestre, que corre de rama en rama, da una elegancia inimaginable al paisaje. De tanto en tanto los edificios abiertos de las aparcerías dejaban ver bajo su pórtico a trabajadores que alegremente tomaban su cena y daban vida al cuadro.
Pongamos aquí algunas particularidades del ferrocarril italiano. En los letreros que indican la distancia recorrida, también se indica la pendiente o la elevación del terreno. Las señales se hacen de una forma particular mediante cestos que izan a lo largo de grandes mástiles a alturas convenidas. La vía es sencilla y no tiene raíl de regreso. En las estaciones, que son bastante frecuentes, los comerciantes vienen a ofreceros pasteles menudos, limonada, café, que hay que tragar hirviendo, porque apenas habéis acercado un tanto la taza a vuestros labios el silbato de vapor ejecuta su grito estridente y el convoy reanuda la marcha.
El ferrocarril roza Vicenza y pronto llega a Padua, de la que únicamente podemos decir la frase que sirve de indicación para el decorado de Angelo: «En el horizonte, la silueta de Padua medieval». Una torre y algunos campanarios se destacan en negro sobre una franja de cielo de tono pálido, he aquí todo lo que pudimos discernir de ella; pero más tarde nos resarciremos.