
Ficha técnica
Título: Otra vida | Autor: Derek Walcott | Edición bilingüe: Luis Ingelmo | Editorial: Galaxia Gutenberg | Colección: Poesía | ISBN: 9788417088156 | Páginas: 380 |Fecha: sept/2017 | Precio: 23,90 euros
Otra vida
Derek Walcott
Derek Walcott (Santa Lucía, 1930-2017) es un nombre central de la poesía contemporánea. Poeta y dramaturgo prolífico, en su trabajo supo fusionar los valores de la gran tradición inglesa -desde los poetas metafísicos al primer Wordsworth- con la inventiva verbal, la seducción rítmica y el aliento imaginativo de escritores americanos como Carpentier, Neruda o Aimé Césaire.
Otra vida, publicado originalmente en 1973, es el «retrato del artista adolescente» de un poeta caribeño que examina su educación sentimental, sus raíces culturales -marcadas por la precariedad y el mestizaje- y el peso a la vez agobiante y extrañamente liberador de la historia y la geografía isleñas.
Lirismo, ironía, penetración psicológica y conciencia crítica se dan la mano para dramatizar las diversas etapas del aprendizaje del joven Walcott.
El resultado es una autobiografía poética que es también el retrato de un Caribe maltratado por la historia y una exploración de las lecciones y remedios que procuran el arte y la literatura.
Se ha dicho sobre la obra y el autor:
Sin sus poemas el mapa de la literatura moderna podría compararse al papel pintado. Nos da mucho más que «un mundo» o que una imagen de sí mismo; nos da una sensación de infinito encarnada en palabras. JOSEPH BRODSKY
Derek Walcott es el corazón lírico del Caribe, ancho y hondo como el mar que baña las costas de sus islas. WOLE SOYINKA
Capítulo 1
I
Verandas, donde las páginas del mar
son un libro que un maestro ausente dejó abierto
en mitad de otra vida:
aquí vuelvo a empezar,
comienzo hasta que sea este océano
un libro cerrado e, igual que en una bombilla,
mengüen los filamentos de la blanca luna.
Empiezo en el ocaso, cuando un brillo
que contenía el clarín de unas cornetas bajó
las lanzas de los cocoteros de la ensenada,
y el sol, harto del imperio, declinaba.
Hipnotizaba como un fuego sin viento,
y al tiempo que su ámbar trepaba
los óvalos como jarras de cerveza
del fuerte británico sobre el promontorio,
el cielo se emborrachaba con la luz.
¡Allí
se hallaba tu cénit! El claro
esmalte de otra vida,
un paisaje atrapado en ámbar, ese raro
destello. El sueño
de la razón había producido su monstruo:
un prodigio de edad y color equivocados.
La tarde entera el alumno
con la fiebre seca de un empleado de delineante
había magnificado el puerto, y el ocaso,
ansioso de completarse, con una sola pincelada
pintó la figura de una chica en la puerta abierta
de un cobertizo de piedra para barcas
y después se quedó meditabundo. Su silencio
esperaba la verificación del detalle:
los tejados del hotel Saint Antoine
que descollaban sobre la selva, la bandera
del palacio del gobernador que derretía el mástil
y que el brillo ambarino de la marea vidriase
las últimas chabolas del monte Morne hasta
que la voluntad del alumno las tornara diáfanas,
un fragmento del Cinquecento con marco dorado.
La visión concluyó,
las negras colinas se redujeron
a trozos de carbón
y, aunque la luz agonizaba entre la piedra
de aquel cobertizo reformado del muelle,
una chica, al soplar las brasas en la cocina,
sintió la época de la luz en sus cabellos.
Las sombras, tenues como la amnesia, forraron la ladera.
Él se irguió y subió el camino hacia su estudio.
Ardía la última colina,
el mar se arrugaba como papel de plata,
una luna se hinchaba por encima de la Emisora. Oh
espejo, en el que una generación anheló
la blancura, la franqueza, sin respuesta.
La luna se mantuvo en su puesto,
con los dedos rozó un mar cual quitón o siringa,
su disco encaló las conchas
de las oficinas destruidas que embalanaban los muelles
de la ciudad incendiada, su lámpara
descubrió los óvalos de fachadas desdentadas
junto a los arcos románicos, cuando él pasó
las teclas alternas de ella estaban desafinadas,
su edad había concluido, su sábana
amortajaba los muebles de época, la repisa
con su Venus de escayola, que
sus deseos habían tornado en mármol, espejo sin azogue
y medio rajado de los sirvientes negros,
como el retrato con pañuelo y pendiente del pintor: Albertina.
Tras la puerta, el halo de una bombilla
coronaba la tonsura de un lector agazapado
en su pálido tejido como un embrión,
la espaciosa mirada
se giró hacia él, sus cortos brazos
bostezaron un fugaz «bienvenido». Veamos.
Moreno, medio calvo, con un abultamiento
de lagarto desde el labio inferior,
con gafas gruesas como un pisapapeles de vidrio
sobre ojos del color de una botella pulida por el mar,
el hombre se acercó el dibujo a la cara
como si el ocaso fuera miope, no su mirada.
Después, con pinceladas pausadas, el maestro cambió el boceto.