
Ni se les ocurra disparar
Javier Marías
«Vivimos en una época y en un país tan irrazonables que ya nada se puede dar por sentado, ni siquiera la capacidad para asociar las causas con los efectos, o las imbecilidades con sus consecuencias.»
Javier Marías, además de un inmenso escritor, es para muchos un punto de referencia en el análisis de la actualidad, y su columna dominical es una de las más leídas y comentadas de la prensa española.
Ni se les ocurra disparar recoge cerca de un centenar de artículos publicados por Javier Marías entre 2009 y 2011 en El País Semanal. Con una prosa elegante, franca y sin ambages, que no necesita adornos para alcanzar la conciencia del lector con un disparo certero, para remover sus entrañas o, al contrario, reconfortarlo, el autor nos presenta su particular percepción del mundo y de su entorno.
En esta recopilación encontramos al Javier Marías más cercano y reflexivo, preocupado por la realidad que lo rodea. La sumisión y deliberada idiotización de las sociedades contemporáneas, la irresponsabilidad e ineptitud de los políticos, las vicisitudes de la creación artística o la evocación de mundos perdidos y fugazmente recuperados son algunos de los temas sobre los que el gran novelista nos ofrece su mirada más sincera y personal.
La idiotez de no saber por qué
Hace ya mucho que, cuando visito un museo, mi paso se acelera al llegar a las salas de lo que se suele llamar «arte contemporáneo», es decir, a grandes rasgos, el producido entre 1965 y la actualidad. Rara es la obra de este ya largo periodo que me invita a detenerme ante ella más de un minuto, incluidas las que me agradan, que algunas hay. Pero la mayoría me parecen lisas como el futuro y casi ninguna rugosa como el pasado. Me aburro mirándolas, porque apenas hay nada que desentrañar. A lo sumo son «bonitas», pero de la misma o parecida manera en que resulta bonito un mueble al que se echa un complacido vistazo y nada más. Si aún visito esas salas, es sobre todo por un autoimpuesto sentido del deber y por un afán de respeto hacia quienes han colgado allí esos cuadros o artefactos. «Algo habrán visto los responsables, para otorgarles tan distinguido lugar», pienso, «y que yo difícilmente lo vea no significa que ese algo no esté. Me voy a esforzar». Miro y me suelo quedar como estaba. Debo añadir que eso no me causa complejo ni preocupación. Al contrario, salgo con la conciencia doblemente tranquila: he hecho el intento y, si no he logrado interesarme, considero que no es culpa mía sino de la obra en cuestión. He visto suficiente arte a lo largo de mi vida como para crearme ahora inseguridades.
Por supuesto, no me molesta en modo alguno la exhibición de «arte contemporáneo» en dichas salas. Allá los dueños de cada museo, y nadie me obliga a entrar en ellos. Sí me molestan, en cambio, y mucho, las supuestas obras artísticas que se me fuerza a contemplar: las que instalan las autoridades en las calles y las que pintan los grafiteros en un muro, una fachada, un vagón de metro o donde quiera que se les ocurra. Hoy existe una infinita comprensión hacia estos «artistas espontáneos», cuando no se los alienta directamente desde la prensa y las instituciones, que temen no parecer lo bastante «democráticas». Yo no lo entiendo, ya que los grafiteros no sólo están imponiendo su imaginería particular a los demás, en un espacio común del que no se puede escapar, sino que también están tachando la limpieza o desnudez de un edificio, su mera neutralidad. ¿Se imaginan que entraran en sus casas y les pintaran las paredes para «dar rienda suelta a su creatividad», y ustedes tuvieran que ver sus chorradas a diario o borrarlas repetidamente? La situación no es muy distinta en la ciudad, ya que éstas son extensiones de nuestros hogares, sitios por los que nos movemos, sólo que, al ser de todos, ni nosotros ni nadie podemos decidir cómo decorarlos. Las autoridades sí deciden, y a menudo me pregunto con qué potestad.