
Ficha técnica
Título: Mírame bien | Autora: Anjelica Huston | Traductor: Teresa Beatriz Arijón | Editorial: Lumen| Presentación: Tapa dura con sobrecubierta | Formato: 15,9 x 23,7 cm. | Páginas: 688 | ISBN: 9788426422422 | Precio: 24,90 euros
Mírame bien
Anjelica Huston
Es la hija de John Huston, conoció de cerca a Carson McCullers, John Steibeck y Marlon Brando, posó para Richard Avedon y fue compañera sentimental de Jack Nicholson; interpreta papeles difíciles pisando fuerte y sin miedo al lado de directores como Woody Allen y Francis Ford Coppola… Eso es tanto como decir que Anjelica Huston ha vivido más de un chaparrón, pero su temperamento ha podido con todo y aquí está, dispuesta a contar su historia con talento y sentido del humor.
Tenía veintinueve años e intentaba hacerse un hueco como actriz cuando el director Tony Richardson se compadeció de ella. Era una pena que tener tanto talento le sirviera de tan poco: nunca llegaría a nada. Fiel a su carácter, Anjelica se tomó las palabras de Richardson como un verdadero reto. Mientras le contestaba con un «quizás tengas razón», pensaba para sus adentros «mírame bien». Y eso es lo que no ha dejado de hacer durante toda su vida: ser una criatura que reclama la mirada ajena.
Con una escritura franca, perspicaz y traviesa, la ex modelo y actriz se revela en estas memorias como una gran narradora dispuesta a revelar lo que ha descubierto de sí misma a lo largo de los años y a mostrar el lado más humano de una mujer apasionada.
El escritor irlandés Colm Tóibín ha dicho…
«Mírame bien son unas memorias brillantes, escritas con pasión y ganas de contar la verdad. Los recuerdos de su infancia en Irlanda y su juventud en Londres y Nueva York en los años sesenta son una auténtica joya.»
Prólogo
Cuando yo era niña, había un altar en el dormitorio de mi madre. El armario empotrado tenía espejos en la parte interior de las dos puertas y una cómoda dentro, más alta que yo, con una hilera de frascos de perfume y objetos pequeños sobre el tablero, y una tela de arpillera clavada a la pared. Prendidos con alfileres a la arpillera, los objetos variopintos que mamá coleccionaba: fotos recortadas de revistas, poemas, bolas perfumadas, una cola de zorro con un lazo rojo, un broche que yo le había comprado en Woolworth’s, con la palabra «mamá» en malaquita, una fotografía de Siobhán McKenna como santa Juana. Me fascinaba contemplar sus pertenencias, plantada entre los espejos de las puertas, que me reflejaban hasta el infinito.
Fui una niña solitaria. Mi hermano Tony y yo nunca fuimos compinches, ni de niños ni de adultos, pero estaba muy ligada a él. No nos quedaba más remedio que estar juntos porque debíamos apañárnoslas solos. Aunque sabía que él me quería, siempre me pareció que me tenía un poquito de tirria y que, siendo un año mayor que yo, indefectiblemente debía pelear por lo que era suyo. Vivíamos en medio de la campiña irlandesa, en el condado de Galway, en el oeste de Irlanda, y no frecuentábamos a otros niños. Teníamos profesores particulares y mi vida estaba hecha sobre todo de fantasías: deseaba ser católica para tomar la sagrada comunión y, vestida con los tutús de mi madre, esperaba que un marido apareciera en el jardín delantero para casarme con él.
También pasaba mucho tiempo delante del espejo del cuarto de baño. Al lado había una pila de libros. Mis preferidos eran The Death of Manolete y las historietas de Charles Addams. Yo hacía de Morticia Addams. Me sentía atraída por ella. Me estiraba los ojos hacia los lados para ver cómo quedaría si tuviera los párpados achinados. Me gustaba mucho Sophia Loren. Había visto sus fotos y en aquella época representaba mi ideal de belleza femenina. Y miraba ensimismada las imágenes del gran torero Manolete: con el traje de luces; rezando a la Virgen para que lo protegiera; con el capote bajo el brazo; preparándose para entrar en el ruedo. La solemnidad y el carácter ritual eran palpables en las fotos. Des-pués, las terribles consecuencias: Manolete corneado en la ingle, la sangre negra sobre la arena. Me desconcertaba ver que, si bien era evidente que el toro había ganado la batalla, otra serie de fotos atestiguaba su posterior sacrificio. Me parecía una flagrante injusticia y mi corazón se condolía tanto del toro como de Manolete.