
Ficha técnica
Título: Los niños se aburren los domingos | Autor: Jean Stafford | Traducción: Ana Crespo |Editorial: Sajalín |Colección: sajalín, 20 |Páginas: 362 | ISBN: 978-84-942367-0-9 |Precio: 22 euros
Los niños se aburren los domingos
Jean Stafford
Los niños se aburren los domingos es una selección de los mejores relatos de Jean Stafford, ganadora del premio Pulitzer de ficción en 1970 por sus Cuentos completos y colaboradora habitual de The New Yorker. Las protagonistas de estos relatos, ambientados en una Norteamérica en la que a mediados del siglo pasado la discriminación contra las mujeres goza de una gran fortaleza, son jóvenes en busca de una segunda oportunidad lejos de sus opresivos hogares y mujeres insatisfechas en sus matrimonios o a quienes la vida no ha tratado bien. Mujeres incapaces de sustraerse a las rígidas convenciones sociales del Oeste americano o de adaptarse a la hipocresía de los ambientes intelectuales y exclusivos neoyorquinos; mujeres, también, que en su lucha para salir de la pobreza topan con dificultades aún mayores de otra naturaleza. Con un estilo elegante que es a veces distante, a veces irónico, y a veces inesperadamente punzante, Stafford transmite en sus cuentos el deseo de sus personajes de alcanzar una felicidad que la experiencia se encarga una y otra vez de negarles, mientras retrata las sociedades y relaciones personales que unen a sus personajes con una agudeza difícilmente igualable.
Premio Pulitzer de ficción en 1970
«Construir una colección tan distinguida, donde cada relato es excelente por sí solo y en relación a los demás, es un triunfo.» Guy Davenport (The New York Times Book Review)
«Jean Stafford es probablemente la escritora de relatos más versátil de una generación con autores de la talla de Eudora Welty, John Cheever, Katherine Anne Porter y Flannery O’Connor.» Joyce Carol Oates
La vida no es un abismo
Lily tenía veinte años y aquel luminoso sábado de invierno se encontraba en una habitación calurosa y sin ningún tipo de lujo cumpliendo la penitencia del pobre primo Will, puesto que el pobre primo Will, viejo, frágil y con los nervios destrozados, se había visto obligado a guardar cama a causa de una bronquitis. Su ama de llaves, resoplando con la misma fuerza con que lo hacía la tetera eléctrica que utilizaba él para hacer vahos, había afirmado con rotundidad que no le dejaría desobedecer las órdenes del médico. Lily estaba bajo la tutela del primo Will y le hacía de secretaria; y como la joven le tenía mucho afecto y se sentía agradecida, había decidido, aunque a regañadientes, hacerle el favor, a pesar de que ello significara tener que renunciar a la cita para patinar con Tucky Havemeyer, un exigente pretendiente que se había negado en redondo a aceptar sus explicaciones.
Lily había ido al asilo a visitar a la anciana prima Isobel Carpenter, mártir por voluntad propia, a quien el primo Will, el peor y más zalamero agente de bolsa de la historia, había dejado en la ruina. Movida por algún capricho extraordinario -todo lo que hacían los Carpenter tenía que ser extraordinario-, la prima Isobel le entregó toda su fortuna al primo Will y este, según contaba ella malévolamente, había invertido hasta el último centavo en una fabulosa quimera. La prima Isobel era tan orgullosa que a pesar de la absoluta miseria a la que se vio arrastrada, se negó a aceptar las ofertas de alojamiento que le hicieron el primo Will y los demás primos, y, muy decidida, se dirigió al asilo en su anticuada silla de ruedas de mimbre. Y allí permanecía, como un furioso y constante reproche a toda la familia, regodeándose en todas y cada una de sus privaciones; hiriéndolos más a ellos que a sí misma. Los primos (los únicos parientes que tenía Lily eran primos, primos y primos cada vez más lejanos que iban formando un laberíntico entramado; de hecho, el lazo de parentesco entre el primo Will y la prima Isobel solo podría establecerse con una regla de cálculo) acudían en tropel los días de visita para suplicarle que se trasladase en sus confortables coches a sus confortables y enormes casas, pero ella era inflexible. Y también extraordinariamente inteligente con las autoridades porque, en vista de todos los lujos que podría obtener con solo pedirlos, no tenía ningún derecho a estar allí. «Will me ha llevado a la ruina», decía con un tono de complacencia suicida. Y sabiendo que era una persona con muy poca tendencia a usar la imaginación, era evidente que no utilizaba la expresión en sentido figurado. La prima Isobel llevaba dieciocho meses en el asilo y, en palabras de la prima Augusta Shephard, estaba como unas pascuas. ¡Pobre primo Will! Cuando volvió a casa el sábado tras una de aquellas visitas, no tuvo ánimos para cenar y se fue directo a la cama con una botella de whisky, una triple dosis de bromuro y un libro de Wilkie Collins, el único escritor capaz de hacerle olvidar a la prima Isobel. En aquella primera visita (el primo Will había jurado que nunca la expondría, tan joven e inocente, a lo que él siempre denominaba «mi problema »), Lily ya había empezado a notar el malestar que aturullaba y le vidriaba los ojos al primo Will, y deseó que los demás primos no tardaran en aparecer.
La prima Isobel, después de desenredar aquella madeja de primos -la familia se extendía como una tela de araña- y de establecer con satisfacción que la joven que venía en nombre de Will Hamilton era el fruto de un hombre tan alejado de su rama familiar que el término «prima» no era más que un título de cortesía, empezó a hablar con una sintaxis tan cuidada y un ritmo tan preciso que a Lily no le habría sorprendido descubrirla consultando una tarjeta con notas.