Víctor Gómez Pin
Vuelvo ahora al tema evocado en una columna anterior sobre el nacimiento en Jonia tanto de la ciencia como de la filosofía. Leyendo a autores eminentes (algunos ya citados), que se acercan al asunto desde la historiografía filosófica, pero a veces también desde la ciencia, se tiene la impresión que explican más bien el nacimiento de la ciencia que el nacimiento de la filosofía. En otros términos: parece relativamente fácil distinguir la reflexión sobre la naturaleza que llevan a cabo los pensadores jónicos (y que tiene los rasgos esenciales de lo que nosotros llamamos ciencia), no sólo de otras formas de aproximación a la naturaleza, sino incluso de otras formas de conocimiento de la misma, a saber las que se darían en Egipto, China o Mesopotamia. Pero entra la sospecha de que no llegamos a saber muy bien en qué consiste la filosofía.
El entendimiento humano, a través de la comparación, el juicio, la deducción, la inducción y el silogismo conceptualiza las cosas del mundo, y gracias a ello puede eventualmente modificarlas, forjando tanto las técnicas necesarias a la subsistencia, como las que tienen como objeto el confort o la belleza, es decir, tanto lo que nosotros llamamos técnica como lo que nosotros llamamos arte (designadas en Griego por la misma palabra, techne). Una interrogación determinada por exigencias prácticas puede dar lugar a conocimientos sofisticadísimos, de los cuales las técnicas de agrimensura en Babilonia o en Egipcio son una expresión cabal.
Pero en cualquier caso es una tesis ampliamente aceptada (aunque genere reacciones cuando es llevada a extremos) que en Jonia se fragua una de las más singulares peripecias de la razón humana, a saber, simplemente la conversión de interrogaciones vinculadas a las mencionadas exigencias prácticas, en interrogaciones liberadas de toda función, cuya eventual respuesta podía tan sólo satisfacer al espíritu.
Y se añade que sólo en este paso a una interrogación que no tendría otro objetivo que la mera inteligibilidad, el entender por el hecho de entender, cabría ver el origen mismo de la ciencia, tal como la palabra resuena en boca de científicos que se reconocen en la disposición de espíritu de los pensadores jónicos, forjadores de hipótesis que de entrada, sólo podrían despertar el escepticismo de sus contemporáneos. Por el carácter desinteresado de esta etapa, el entendimiento tiende a concebir la esencia y el comportamiento de cosas que, como los astros, no son susceptibles de ser modificadas por la técnica, ni de ser puestas a nuestro servicio, separando así lo que es un abordaje técnico de un abordaje que cabe llamar científico, el cual puede entonces extenderse a cosas que sí podrían ser útiles pero que en la nueva disposición de espíritu son contempladas bajo otro prisma.
Así Tales habría tenido razones muy serias para sostener que tras la aparente diversidad de los fenómenos hay un elemento común, que él denomina agua. Y tal sería el caso de Anaxímenes cuando reduce las apariencias a fenómenos de condensación o de rarefacción de otro elemento primordial. En la actitud de ambos puede el científico de nuestro tiempo encontrar analogías con su propio proceder.
Pero con el esfuerzo de estos pensadores prístinos se está asimismo fraguando en Asia Menor una vía que, dispersándose por la Italia meridional o Tracia, acabará confluyendo en Atenas, y que constituye algo realmente sin precedentes, a saber, la filosofía, la cual es ante todo expresión de que el intelecto humano no se conforma. Esta no conformidad puede esquemáticamente reflejarse como exigencia de una actividad del intelecto irreductible tanto a la disposición del hombre de arte, el technites como del físico, aunque tenga en la misma el arranque.
Pues un momento esencial de la segunda etapa, la ciencia, es que el entendimiento se apercibe de lo poco de fiar que, en ocasiones, son los sentidos como testigos de la naturaleza, y en consecuencia repara en su propio papel en las actividades anteriores, dando cabida a la idea de que este papel no es quizás despreciable. Se abre así la posibilidad de una auténtica inversión de jerarquía: lejos de que el intelecto sea mero reflejo de las propiedades de las cosas conducidas hacia él a través de los sentidos, sería quizás el intelecto quien, al menos parcialmente, determinaría las auténticas propiedades.