Víctor Gómez Pin
Con conciencia de reiteración, a la manera usual de los docentes en cada nueva clase, sintetizo el asunto que ha alimentado últimamente esta reflexión:
He abordado la pregunta de hasta qué punto está fundado en razón el cuestionamiento del papel jerárquico del ser humano respecto de entidades maquinales, lo cual supondría atribuir a estas el entero espectro de juicios cognoscitivos, éticos y estéticos a través de los cuales se expresa la potencialidad de la razón. No estoy obviamente en condiciones de dar una respuesta asentada a esta pregunta, entre otras razones porque no está científicamente y filosóficamente delimitado qué cabe esperar y qué no cabe esperar de entidades como AlphaFold2 o el previsible ordenador cuántico. Voy simplemente a enfatizar la diferencia que supone la palabra misma artificial, y extraer algún corolario de la misma a la hora de efectuar comparaciones de estatuto con la inteligencia humana.
El hombre no es desde luego un artificio, un resultado de una modalidad pretérita de arte-técnica que a su vez constituye una expresión de la inteligencia. Excepto en el contexto de formas más o menos sofisticadas de creacionismo (tal la que fue llamada “diseño inteligente”), no es cuestionable que el hombre es un ser natural, un resultado de la historia evolutiva. Un resultado ciertamente singular, pues el hombre responde a motivaciones que parecen trascender su pertenencia genérica a la animalidad. La aparición de un ser que se pregunta por la relación entre su animalidad y su pensamiento (forjador de fórmulas, metáforas y pirámides) supone una emergencia sin precedentes algo radicalmente singular, pero al fin y al cabo se trata de un fruto de la vida, es decir: en la vida misma se daban las condiciones que posibilitaban esa ruptura de continuidad que supuso la conversión de un código de señales en lenguaje, y con ello la aparición de un ser de razón en el sentido integral de la palabra. Este hecho de ser una inteligencia resultado de la evolución marca una diferencia esencial respecto a cualquier ente maquinal considerado inteligente.
La aparición de la inteligencia humana necesitó cientos de millones de años de historia evolutiva, magnitud inconmensurable respecto a la que separa el Hombre de Herto de la hipótesis de Turing sobre la inteligencia artificial, AlphaFold2 o el previsible (¿en 30 años?) ordenador cuántico. En sólo cosa de cientos de años, la inteligencia artificial habrá quizás alcanzado su desarrollo pleno. Ello exige prudencia antes de transponer al progreso científico y técnico la idea de evolución natural.
Hay motivos para pensar que ese ser inteligente que es el hombre, en lo esencial ha dejado de evolucionar. Obviamente en el seno de la razón se da progreso (así la ciencia progresa rechazando conjeturas pretéritamente avanzadas y sustituyéndolas en ocasiones por conjeturas opuestas), pero en su esencia la facultad humana de razón y lenguaje ni avanza ni retrocede. Esta ausencia de evolución es aún más perceptible tratándose del arte, no sólo por lo diminuto (en relación a los tiempos que exige la evolución) del intervalo entre las pinturas de Lascaux y Joan Miró, sino porque el arte retorna cíclicamente a formas arcaicas, no para repetirlas, sino para tomar de nuevo en ellas alimento. Ya he tenido ocasión aquí de señalar que el arte sólo avanza a la manera de la espiral de Arquímedes, de forma que la recta que el hombre va trazando con sus logros gira a idéntica velocidad que el pincel mismo.
Como una de las expresiones de avance en el seno de la razón (reitero que no cambio evolutivo en la facultad de razonar como tal) surgen las entidades “inteligentes” maquinales, luego de entrada con soporte en algo contrapuesto a la base misma de la vida (aunque hoy se hagan esfuerzos que dejan estupefacto para dotarlas de rasgos comunes con esta).
Los algoritmos de nuestro tiempo, que algunos consideran creadores, y los artefactos a los que confieren una suerte de espíritu, no son pues un eslabón en la historia evolutiva sino un momento de la historia humana. No los ha producido directamente la naturaleza, aunque obviamente son compatibles con el orden natural (y en ocasiones preciosa ayuda para que este orden sea inteligible), sino esa suerte de interno polo dialéctico de sí misma que encierra cierta forma de naturaleza viva y que indiscutiblemente merece el nombre de inteligencia.