Vicente Molina Foix
‘Julieta’ empieza con colores vivos: un rojo fuerte de hermosos pliegues que resulta ser una ropa, la bata llevada por la protagonista; la bolsa verde de las compras; el sobre azul que va a parar a la papelera, sepultado entre otros desechos que quieren olvidarse o tirarse. Ese colorido mundo del atrezzo no es nuevo en Pedro Almodóvar, que ha cuidado siempre con mucha atención los detalles formales, los cuadros, los componentes que amueblan o llenan sus decorados. Sin embargo, la escala de colores y el peso dramático de los objetos (la estatuilla del hombre sentado, las copas para el brindis, las maletas) no son las esencias de esta película que nos sorprende dentro de la filmografía del cineasta a la vez que nos fascina. Almodóvar se permite, yo diría que por primera vez en su carrera, contar austeramente una historia sin recurrir en ningún momento, repito, en ninguno, en ninguna réplica o escena, al humorismo que en él es tan natural y tan mundialmente celebrado. Confieso, sin embargo, haber reído en dos momentos de ‘Julieta’, ligados ambos al personaje que encarna extraordinariamente Rossy de Palma, y no porque ella luzca su probada vis cómica. En un papel que en otro tiempo y en otro tipo de película habría podido desempeñar Chus Lampreave, el de asistenta y mandamás de la casa en el pueblo costero de Galicia donde trascurre una parte de la acción, Rossy está seca y dura, deliberadamente antipática, y muy bien caracterizada de bruja buena, siendo sin embargo la única mujer agria de un film en que todos los personajes femeninos, aun los más peligrosos o engañosos, están tratados con dulzura. Sabiendo que los espectadores tenemos de ella un recuerdo cinematográfico de atrevida, mundana chica de rompe y rasga, arrolladoramente enclavada en los límites del delito y la locura, el acierto del director es confiarle aquí a Rossy de Palma un rol grave, parsimonioso, lleno de sabiduría y calado. Mi risa, pues, fue por contraste, ya que cada frase, cada gesto, cada mirada suya funcionan como la antítesis de un posible cliché guardado en nuestra memoria.
Ahora bien, los colores fuertes de ese arranque de ‘Julieta’ cambian pronto. Cuando la protagonista (Emma Suárez) se encuentra casualmente en la calle a la que desde niña fue amiga inseparable de Antía, y así se entera del paradero actual de esa hija suya bruscamente desaparecida, sus planes vitales cambian y ella, en vez de irse a Portugal con su nueva pareja (Darío Grandinetti), alquila en su antiguo barrio del centro de Madrid un apartamento impersonal con las paredes pintadas de un color claro, y sin adornos. El blanco del silencio: así iba a titular Almodóvar su película, ‘Silencio’, hasta que se decidió a cambiar de título, para no coincidir con el de la nueva película histórica de Martin Scorsese. Un silencio que refleja el vacío verbal en el que cae Julieta después de ese encuentro casual; para suplirlo, Julieta le escribe una carta a su hija Antía, y esa carta llena elocuentemente el transcurso de la acción.
Nadie mejor que el autor para explicarnos sus intenciones: "El blanco habitáculo demuestra también mis deseos de contención. Me he contenido mucho en la puesta en escena, en la austeridad de los personajes secundarios. Nadie canta canciones. Tampoco introduzco secuencias de otras películas para explicar a los personajes. No hay el menor atisbo de humor, ni mezcla de géneros, o eso creo. Desde el principio tuve presente que ‘Julieta’ es un drama, no un melodrama, género al que tengo inclinación. Un duro drama con aroma de misterio: alguien que busca a alguien que no sabe por qué se ha ido, alguien con quien has vivido toda la vida desaparece de la tuya sin una sola explicación". Y sigue Almodóvar describiendo el entorno en donde se ha ido a encerrar, en solitario, Julieta: "El tiempo pasa y el piso continúa tan desnudo como cuando lo vio por primera vez. El único mueble es una mesa donde le escribe a Antía todo lo que no le contó cuando vivían juntas. En la chimenea, su única compañía es el hombre sentado esculpido por Ava".
Esa carta fundamental como motivo dramático en la película acompaña el relato, dotado de una fuerza visual y un suspense que en ningún momento decaen. Una Julieta joven (interpretada por Adriana Ugarte sin desentonar de la Julieta con cuarenta años de Emma Suárez), profesora inventiva y nada convencional con sus alumnos, hace un viaje en tren en el que conoce a dos hombres. El primero, sin nombre, comparte su vagón y parece necesitar la atención y no sólo la compañía de la bella muchacha; el segundo, Xoan (Daniel Grao), será, antes de convertirse en personaje-clave, su amante de una noche, una escena erótica de las más hermosas que ha realizado el cineasta manchego, consciente de la importancia que adquiere en el film: "Construí el guión de ‘Julieta’ alrededor de las secuencias del tren nocturno. En un lugar tan metafórico y significativo Julieta entra en contacto con los dos polos de la existencia humana: la muerte y la vida. Y el amor físico como respuesta a la muerte. Las dos veces que vemos a Julieta haciendo el amor febrilmente con Xoan alguien acaba de morir. Es la respuesta de ambos a la idea de la muerte".
‘Julieta’ es una película de mujeres, aunque ya hemos dicho que muy distinta a las anteriores en que Almodóvar se centró en el universo femenino. Tiene por ello sentido que el guión adapte (y es sólo la tercera vez, tras ‘Carne trémula’ y ‘La piel que habito’, en una trayectoria de casi treinta años y veinte largometrajes) un texto literario previo, en este caso tres relatos de Alice Munro, premio Nobel de literatura 2013, entrelazados magistralmente, con libertad. La admiración de Pedro por la grandísima escritora canadiense es sabida, y ya tuvo un recordatorio de homenaje en ‘La piel que habito’: en la bandeja del desayuno que la criada-carcelera Marilia (inolvidable Marisa Paredes) le pasaba a la secuestrada Vera, o Vicente (Elena Anaya), se veía la portada de ‘Escapada’ (‘Carried Away’), uno de los más destacados libros de cuentos de Munro. Y de ‘Escapada’ proceden los tres (‘Destino’, ‘Pronto’ y ‘Silencio’) que, en una amalgama muy inventiva y a la vez fiel al espíritu del original, ha trenzado Almodóvar, en el que seguramente es su mejor trabajo como guionista propio.
Los tres relatos tienen en común a la protagonista, Juliet, pero, según ha aclarado el director "no son consecutivos. Son tres historias independientes y yo he tratado de unificarlas, inventándome lo que hiciera falta". Así, el Vancouver de Munro pasa a ser Madrid en ‘Julieta’, y con trascendentales escenas en Galicia y el Pirineo aragonés, donde trascurre una magnífica secuencia, la visita de la madre a la extraña residencia donde ha vivido Antía desde su huída. Como no queremos destripar la trama, llena de sorpresas, diremos únicamente que lo que en el cuento de Munro (se trata precisamente del titulado ‘Silencio’) se llama Centro de Equilibrio Espiritual, en la película resulta idílico, casi melifluo, lo que confiere a ese giro revelador una gran potencia. La transposición, por lo demás, funciona estupendamente. Y Almodóvar es categórico: "Según avanzaba la versión española me iba alejando de Alice Munro, tenía que volar con mis propias alas. Sus cuentos siguen siendo el origen de ‘Julieta’, pero si ya es difícil traducir el estilo de la escritora canadiense a una disciplina casi opuesta a la literatura como es el cine, hacerla pasar por una historia española es una tarea imposible. Los admiradores de Alice Munro deben ver en mi ‘Julieta’ un homenaje a la escritora canadiense".
Y lo es, siendo a la vez un film plenamente almodovariano, pero con una variante esencial: Almodóvar está en la madurez, y la historia que ha hecho suya es la de alguien que ve desde lo alto de la edad el recorrido del dolor, las ausencias, la enfermedad, la ansiedad, el amor físico traicionado y el amor filial interrumpido. Y lo ve con hondura, con esa contención ya aludida que no impide el virtuosismo formal, la maestría: el coito en el tren, el fulgurante cambio de una Julieta a otra bajo una toalla húmeda, o, en un plano memorable, las cenizas de un cuerpo fallecido vertidas a un mar bravo que las acepta y las convierte en oleaje.
En esta feliz y concisa metamorfosis del cineasta le acompaña -junto a un reparto de gran calidad general en el que yo destacaría especialmente a Emma Suárez, Natalie Poza y Susi Sánchez (en el papel de la madre enferma)- el músico Alberto Iglesias, con una partitura tan diferente a lo que de él estamos acostumbrados a oír que, viendo la película sin títulos de crédito, que vienen todos al final, pensé que aquí habría otro magnífico compositor. Lo hay, y es él mismo, adoptando una continuidad de alto contenido rítmico que resalta y acompaña los vericuetos de la peripecia.
Acabada la película, Almodóvar, que no puede dejar del todo la piel que habita, se concede a sí mismo un favor melódico y sentimental que nadie protestará: "Solo hay una canción, en los títulos de crédito finales. Lo dudé también, por aquello de la contención, pero las palabras que canta Chavela Vargas en "Si no te vas" son la continuación de las últimas palabras de Julieta: "Si tú te vas se va a acabar mi mundo, un mundo en el que solo existes tú. No te vayas, no quiero que te vayas, porque si tú te vas en ese mismo instante muero yo".