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Teodor Currentzis

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Teodor Currentzis, el rebelde consecuente

Brian Eno, Johann Sebastian Bach, Pola Negri, Frederic Chopin, Johnny Cash, Franz Schubert, Nick Cave, Anton Webern, The Residents, Tino Rossi, Marlene Dietrich, Dmitri Shostakovich, Kurt Weill.

 

Estos compositores son parte de la Playlist en Spotify que Teodor Currentzis escucha en su Ipod y que comparte con sus devotos. Es la extraña (ecléctica sería decir poco) sucesión de músicas que me acompañan mientras trato de desentrañar el fondo de un director de orquesta que tal vez no sea tan rebelde, tan heterodoxo ni tan “enfant terrible” como lo vienen pintando los medios desde sus comienzos.

Como en las sorprendentes elecciones de Currentzis, en esta sucesión de obras hay un orden secreto, una rebeldía a seguir la corriente, una búsqueda incesante de encontrar en los sonidos de los grandes genios de la música algo que se resisten a revelar.   

La primera elección en este aspirante a compositor y actor ocasional, nacido en Grecia en 1972, ya marca una ruta inusual: marchó a Rusia, que desde entonces es su patria artística, para estudiar en el Conservatorio de San Petersburgo en los noventa con el célebre pedagogo Ilya Musin, quien por aquellos años también fue maestro de Valery Gergiev y la mayoría de los grandes directores rusos de hoy.

Y se quedó 30 años y se hizo ciudadano ruso.

Pero a diferencia de Gergiev, un director volcánico, ambicioso, siempre cercano a los centros del poder y aliado del presidente Putin, quien lo erigió en zar del gigantesco proyecto político-musical del Mariinsky en la capital cultural de la nueva Rusia, Currentzis se fue a buscar la creación de un sonido propio a Siberia.

No fue enviado a Siberia como castigo, como en la época soviética: él eligió la ruta de la independencia radical.

Con los músicos de una docena de países que lo siguieron, fundó MusicAeterna en 2004. Siete años más tarde, se trasladaron a Perm, una modesta ciudad industrial en los Urales, entre Europa y Asia, alejada de los faros y los oropeles de la cultura clásica. En su vibrante web y en todas las entrevistas Currentzis se refiere a su orquesta y el no menos impactante coro como su familia, como una especie de secta de aliados en la búsqueda de una música a la vez revolucionaria y precisa, fiel a los compositores que adoran. Lo que hacen no es apto para poner como música de fondo, sino que requiere de los oyentes tanta atención como las huestes del maestro griego ponen en cada nota.  

En Perm lo entrevistó Pablo L. Rodríguez hace dos años para Babelia de El País. “Los grandes centros musicales han capitulado a ciertas tradiciones”, afirmaba al hablar de la lejanía y el poco atractivo del lugar donde trabajaba. “En la periferia, si te dan las condiciones idóneas, puedes crear el mejor público posible e incluso también transformar una ciudad. Esto es mejor que luchar contra el sistema ya establecido en Múnich o en Viena. Hasta Perm nadie viene por su arquitectura, sino por nuestra dedicación a la música”.

Ese es el joven Currentzis que conocimos los melómanos de estos lares durante la primavera de óperas y puestas en escena sorprendentes de Gerard Mortier en el Teatro Real de Madrid.

En 2012 vino con su gran aliado, el iconoclasta director de escena norteamericano Peter Sellars, a presentar con la orquesta del Real un doble espectáculo que, como en su playlist en Spotify, mezclaba temas, estéticas y autores muy diversos, pero que, en un secreto y profundo lugar, dialogaban.

El espectáculo se componía de la ópera Iolanta, de Tchaikovksy, y el pastiche neoclásico Perséfone, de Stravinsky. Las dos, en el fondo, son sobre el valor de la verdad y de ser fieles a los sentimientos para ser capaces de “ver”. Iolanta está ciega, pero por orden de su padre el rey, no lo sabe. Sin la verdad, no puede curarse. Perséfone es una especie de Eurídice pero que decide bajar al infierno y decide volver por sí misma, no arrastrada por ningún Orfeo. Desde el foso, Currentzis nos presentó una lección de sonido ruso, desde lo agridulce de Tchaikovsky hasta lo ácido de Stravinsky.

Y un año después, trajo a su orquesta y coro MusicAeterna para, otra vez con el sentido dramático y la puesta en escena de Sellars, crear una muy personal versión de La Reina India de Purcell. Muchos críticos y melómanos comentábamos que nunca se habían escuchado con tan limpia, clara, precisa y a la vez emotiva belleza los números instrumentales y sobre todo los corales. El etéreo himno Hear my prayer, O Lord, que el coro de Perm cantaba a capella mientras los soldados españoles masacraban en cámara lenta a los indios desarmados, fue un milagro de perfección técnica y de emoción contenida.

En los siguientes años, Currentzis confinó en su reducto de los Urales, como en un retiro espiritual en las montañas, a un grupo de cantantes, la mayoría jóvenes promesas inspiradas por su fuego, para grabar versiones de la trilogía Mozart-Da Ponte (Las bodas de Fígaro, Don Giovanni y Cosí fan tutte), que hicieron asomar nuevas fierezas y delicadezas, como si sacara capas de barniz a obras que habían sucumbido a la comodidad de la tradición.

Cuando salieron las grabaciones, Mariela Rubio y Rafa Bernardo entrevistaron a Currentzis en su programa Play Ópera de la Cadena Ser sobre Las bodas de Fígaro: Empezamos con el sonido de la revolución social, podemos oír el sonido de las barricadas de la Revolución Francesa, y entonces entendemos algo que es importante en el mensaje de Mozart: que no existe la libertad como algo que se obtiene en una lucha contra la cruda realidad, sino que la revolución, lo que llamamos la libertad, se obtienen cuando volvemos a nuestro yo más básico.”   

Al enfrascarse en su siguiente proyecto, nada menos que revelar lo oculto de las sinfonías del “loco sordo” Beethoven, se atrevió a decir que no había una verdadera tradición en la interpretación de estos clásicos.    

Hace un año, Teodor Currentzis y su perenne MusicAeterna dejaron la ópera de Perm y se convirtieron en un proyecto independiente. Incluso ese vínculo de la periferia le limitaba su innegociable libertad. Su último disco es una versión extrema en dinámicas sonoras, asombrosa en colores orquestales, pero totalmente coherente, de la compleja Sexta Sinfonía de Gustav Mahler. Es su primera grabación de este compositor, a quien está ahora dirigidos sus esfuerzos de limpiar, redescubrir, volver a las fuentes.

Ahora Currentzis, sin dejar a sus eternos músicos, ha asumido un nuevo reto, que es el que lo trae a Barcelona: desde el año pasado es el director titular de la Orquesta Sinfónica SWR de Stuttgart.

Con ellos comenzó en la temporada anterior a dirigir las grandes sinfonías de Mahler. En su actual gira europea, que lo trae al Auditori, toca la espectacular Primera Sinfonía del austríaco, llamada “Titán”, junto con la titánica Muerte y Transfiguración de Richard Strauss. Será una gran oportunidad de ver a un director que hace de la fidelidad y la precisión su romántico empeño, y en el repertorio en el que ahora está sumergido junto a sus incondicionales.

 

 Este perfil fue publicado en febrero de 2020 en la revista Cultura/s de La Vanguardia de Barcelona. 

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19 de abril de 2020
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Gerard Mortier, despedida y gratitud al maestro espiritual

La foto que preside este pequeño homenaje es una de las últimas que el fotógrafo del Teatro Real (apropiadamente llamado Javier del Real) le tomó a Gerard Mortier. La jefa de prensa internacional del teatro, Graça Ramos, nos la envió a los corresponsales poco después de saberse la noticia del fallecimiento de Mortier, a los 70 años, el sábado, en su casa en Bruselas. Acababa de perder una valiente batalla contra el cáncer.

En la foto se lo ve consumido, agotado, pero con la mirada viva, inteligente, penetrante, irónica, que recordamos los que tuvimos el privilegio de entrevistarlo.

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Hijo de un panadero belga, Mortier llegó a la cima de la gestión y organización de exquisitos eventos musicales por sus propios méritos y con una auto-exigencia, cultura y ambición artística únicas en las últimas décadas. Fue el sucesor de Herbert von Karajan como director artístico del Festival de Salzburgo, llevó al teatro de ópera de su ciudad natal, La Monnaie, a la vanguardia de la ópera contemporánea, y en la Ópera de París mostró las grandes obras del pasado de una forma nunca antes vista.

Se alió durante su larga carrera con muchos de los creadores más innovadores de la escena teatral y musical contemporánea: directores de escena como Robert Wilson, Peter Sellars, pintores y escenógrafos como Eduardo Arroyo, directores de ópera como Sylvain Cambreling, Teodor Currentzis o la joven y prometedora batuta española Pablo Heras-Casado.

Eran alianzas artísticas y espirituales: los convocó, los trajo a Madrid para llevar al Teatro Real a cotas nunca vistas de osadía artística. Como en Salzburgo o en París, a muchas sensibilidades conservadores los “inventos” de Mortier no les gustaban: preferían lo de siempre, el brillo y el oropel, el triunfo de las voces famosas, las óperas del repertorio usual, puestas en escena tradicionales.  

En su última etapa como mago y dinamizador cultural, Mortier creyó que la ópera de la capital española se merecía estrenos como The Perfect American de Philip Glass o el reciente Brokeback Mountain de Charles Wuorinen, la recuperación de joyas del pasado remoto, como The Indian Queen de Henry Purcell o del siglo XX, como San Francisco de Asís de Olivier Messiaen o el Wozzeck de Alban Berg.

Todas sus puestas fueron cuidadas al máximo, todas las que ví (más de la mitad de las que puso en escena en Madrid) me dejaron pensando, con preguntas y dudas profundas, en un estado de gozo y desasosiego interior, todo al mismo tiempo. De varias de las que más me impresionaron (como el Cosí fan tutte mozartiano dirigido por Michael Haneke) escribí en este blog.

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El año pasado lo entrevisté en su despacho, cuando todavía no lo habían despedido ignominiosamente por haber opinado que quería participar en la elección de su sucesor. Hablamos de ópera, de música, de teatro, pero sobre todo de espiritualidad. En su discurso percibí algo que pocas veces se escucha en estos días: un llamado pasional por hacer volver, crecer, ganar espacio los valores del espíritu, la cultura y el arte en la sociedad contemporánea, pero no el espíritu como servidor de ninguna religión. Un espiritualidad a-confesional.

Ahora están de vuelta los católicos, con su jefe Francisco en la cresta de la popularidad, llamando a una lucha entre la religión establecida y la superficialidad, el consumismo. Como si fueran las únicas posibilidades. Los valores espirituales por los que predicó, luchó y dio hasta su último aliento Gerard Mortier no son los de la católica ni de ninguna otra iglesia. Son valores ligados por un lado a la ilustración europea, pero por otro lado a una búsqueda personal, universal, en el fondo ácrata, propia de los artistas de verdad, que no sirven a ningún amo.

En su última rueda de prensa, hace un mes y medio, para presentar Brokeback Mountain, con 40 grados de fiebre y con el cáncer royéndole el páncreas, habló de la emoción del amor, de la lucha contra las ataduras y prohibiciones de los censores, y por la libertad individual en su sentido más profundo. En castellano, en inglés, en francés y en alemán, siempre a velocidad de vértigo y con un humor inagotable, hizo su último chiste, después de despotricar contra los ataques del gobierno de España y de Madrid a los derechos sexuales y reproductivos que tanto costó conseguir. “Yo digo lo que pienso. A mí ya me echaron”, dijo con una sonrisa seráfica. “¿Me van a echar otra vez?”

Nadie lo podrá echar de la memoria agradecida de los que disfrutamos de los espectáculos importantes, actuales, desafiantes que creó. Por él sentimos, por un momento, que tiene sentido y valor social y político este arte anquilosado, caro y favorito de los que llenan sus plateas, los encorbatados y las perfumadas que no sufren la crisis.

Gracias, maestro íntegro. Te echaré de menos, Gerard Mortier.  

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10 de marzo de 2014
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