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Martín Caparrós

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El gran viaje argentino de Martín Caparrós

 Ambicioso, caudaloso, delicioso. Así es El Interior, un relato de viaje del cronista y novelista argentino Martín Caparrós por la mitad norte de su país. Ahora lo publica la exquisita Editorial Malpaso en su colección Lo Real, dirigida por Jorge Carrión (autor también del prólogo). Es mi recomendación de hoy para la fiesta barcelonesa del libro, Sant Jordi.  

 “¿Es la Biblia?”, me preguntó el mesero de la cafetería donde suelo refugiarme a leer. Miré con extrañeza el libro que tenía en las manos. Y sí: parecía una biblia. Sus 687 páginas, con el borde color ladrillo, estaban enmarcadas en una tapa dura, seria, negra. Desde ese momento empecé a leer El Interior de otra manera. Y empecé a ver más similitudes con un texto sagrado.

No es que Martín Caparrós sea muy religioso. Pintó el mundo de las creencias con aguda percepción y mucha ironía en uno de sus grandes libros de viajes: Dios Mío, una pintura descarnada de la religiosidad en la India. Así son la mayoría de sus libros de viajes, ya clásicos del periodismo literario en español: recorridos por lugares lejanos, encuentros con culturas extrañas y gentes que su mirada y sus preguntas hace fascinantes. Así son Larga distancia, La guerra moderna, Una luna.

El Interior es otra cosa. Después de viajar por tanto mundo, Caparrós se puso al volante de un coche llamado Erre y recorrió los caminos de su patria. En Rosario se enfrascó en una discusión con el gran humorista Roberto Fontanarrosa sobre qué es ser del interior; en Tucumán descendió a los abismos hilarantes de la corrupción de la mano de los mellizos Orellana; en Jujuy se asombró con los delirios indigenistas del profesor Toqo; en Córdoba se topó con los inmigrantes alemanes que construyeron una Baviera del sur. En todos lados, con campo, cielo, desierto, pueblos y ciudades (a los pueblos se llega; a las ciudades se entra, dice Caparrós). Y con las preguntas sobre el aroma y la identidad de su extraño país, tierra de mezcla, de frontera, de aluvión.

Así, el viaje a El Interior es un viaje con mayúsculas, que dice mucho sobre Argentina pero también sirve para entender cualquier periplo profundo. La lengua, en manos de Caparrós, es siempre una fiesta. De la crónica surge en cualquier momento el diálogo alucinante, la descripción feliz, la idea fructífera. Como lo verde en la Pampa, de la prosa de este autor (que en ocasiones se despliega en versos libres y en otras se desparrama en prosa lírica) hace crecer metáforas, comparaciones, reflexiones insospechadas. El largo viaje por El Interior hace que no queramos bajarnos de Erre: viajando con Caparrós uno siempre se siente más divertido y más inteligente.

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23 de abril de 2014
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Invitación al viaje

Una de las estrategias narrativas que más me sirven para escribir lo que en Latinoamérica llamamos una crónica es el relato de viaje.

En los diarios y revistas el relato de viaje se ha degradado. Se relega a las páginas de turismo, y pareciera como si el autor sólo pudiera viajar como adelantado de un supuesto lector que comprará en su agencia de viajes una gira rápida, superficial, previsible, a los sitios donde no disfruta estando sino que se enorgullece de haber estado. Ir para haber estado es dar por perdida la posibilidad de la experiencia desde antes de partir.

Obviamente, esto se debe a que el viaje es un negocio: negocio para los anunciantes. En sus manos están los suplementos y las revistas de turismo.

Pero todos sabemos que el viaje del turista que consume experiencias como quien consume productos no es el único viaje posible.

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El romanticismo comenzó, tal vez, con el viaje de Goethe a Italia. Fue un viaje transalpino, y en él descubrió otra forma de vivir – la de los italianos, que para Goethe representaban lo emotivo, lo vital, el placer de disfrutar el momento. Y la cultura, las ruinas, Roma como legado común. El viaje de Goethe a Italia fue un viaje de descubrimiento, de cambio, de crecimiento. Un viaje filosófico.

La historia de la literatura está llena de viajes transformativos: en los mares del sur D. H. Lawrence descubrió la llave para abrir los tabúes del erotismo como experiencia espiritual, en la India E. M. Forster se enfrentó con su propia homosexualidad, en Tahití Gaugain descubrió la libertad absoluta, incluida la libertad abyecta de disfrutar de los cuerpos de las niñas. No siempre los viajes nos cambian para bien.

Pero los que a mí me sirven como ejemplo son los viajes que transforman, por ejemplo, a Hermann Hesse, a Mark Twain y a Josep Pla. Cada uno aprendió a ver y entender su propia sociedad con mayor profundidad y ojo crítico después de haber convivido con sociedades distintas. Es de Yeats ese verso de que el buen viaje es aquel del que uno vuelve y mira su casa como si la viera por primera vez. Y, agrego, se mira en el espejo de su baño y se descubre con extrañeza.

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En el periodismo moderno hay un pequeño pero fascinante grupo de reporteros que usan el relato de viaje para contar un camino de descubrimiento y transformación. No siempre se trata de un cambio personal. Muchas veces es el viaje de la ignorancia al conocimiento, y en vez de hacer que el lector conozca nuestro cambio, lo llevamos de viaje para que, al terminar el libro o el artículo, se vea transformado.

¿Qué es un gran libro sino una propuesta de transformación? Que el que cierra la última página sea alguien ya distinto del que abrió la primera. A veces con respuestas a sus viejas preguntas. Pero otras veces con nuevas preguntas. Cosas que creía resueltas se le abren y complejizan a lo largo del viaje.

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El mejor viajero que conozco en América Latina es Martín Caparrós. Con una maestría verbal prodigiosa, una impresionante capacidad para ver, escuchar, describir y contar detalles que pintan todo un mundo, Caparrós es autor de dos grandes colecciones de crónicas de viaje: Larga distancia y La guerra moderna. Crónicas como el viaje al lujo insano de Hong Kong, el viaje al turismo sexual en Sri Lanka o el viaje a la dictadura implacable de Camboya ya son clásicos, estudiados en las escuelas de periodismo de Argentina y alrededores.

Caparrós puede llevarte a un lugar que creías conocer, como las ciudades y paisajes rurales de Argentina, en su guía de lo inesperado El interior. O contarte una historia desconocida, como el periplo vital de la chica argentina que se convirtió en okupa y terminó perseguida como enemiga del estado italiano, sentenciada y suicidada.

El yo que viaja en los libros de Caparrós es siempre reconocible: es brillante, socarrón, deslenguado, erudito, y entre frase y frase se atusa el bigote decimonónico. Es como un mago que nos muestra el mundo como si nos hiciera un truco de prestidigitación.

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Hay infinidad de formas de escribir relatos de viaje. Como hay infinidad de formas de viajar. Lo que a mí me gusta es que un buen viaje se cuenta solo: tiene su arco narrativo incorporado.

Me gustan sobre todo los viajes de vuelta a lugares donde pasaron cosas importantes. Es un viaje al recuerdo del pasado y al mismo tiempo un recuento de lo que se encuentra allí ahora. Fernando Benítez siguió La ruta de Hernán Cortés desde Veracruz hasta el DF, por las tierras sobrepoblados, los bosques explotados y los pueblos indígenas oprimidos de hoy, hasta la alucinante capital de lo que fue el imperio azteca.

El periodista catalán Placid García Planas aprovechó sus viajes a sitios donde hay guerras y conflictos hoy – es corresponsal de La Vanguardia – para revisitar los sitios donde transitaron los viejos reporteros de guerra de Barcelona, sobre todo el genial Gaziel, gran cronista de la Primera Guerra Mundial. Su libro se llama La revancha del reportero.

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Viajar para encontrar al otro. Viajar para encontrarse a uno mismo. Viajar para descubrir el pasado y entender el presente.

Una crónica puede ser el viaje del personaje a lo largo de la vida. O un viaje particular del personaje. O el viaje de nosotros, los periodistas. Pero siempre es una invitación al viaje del lector.

Este jueves parto para Bishkek, la capital de Kirguistán, en el centro de Asia. ¡Deséenme suerte!  

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10 de junio de 2013
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