Sergio Ramírez
Caminando por la Grand Rue en la vieja Ginebra, la misma donde vino a morir Jorge Luis Borges en el segundo piso de un edificio ocupado en la planta baja por una tienda, doy con el lugar que me han recomendado visitar, la Sociedad de Lectura. Es una de las tantas que se fundaron en la ciudad a comienzos del siglo diecinueve, organizadas por gentes de fortuna con inquietudes intelectuales, que pretendían mantener vivo el espíritu del siglo de las luces, el de Rousseau y Voltaire, cuando nacieron estos cenáculos literarios como lugares de debate y discusión de las ideas.
El hermoso palacete en el número 11 de la calle, donde pernoctó alguna vez Napoleón Bonaparte, aloja una de las mejores bibliotecas de Ginebra, que rivalizó alguna vez en número de libros con la de la universidad, y sus estancias, luminosas y tranquilas con vistas al lago, están destinadas al disfrute de los socios, de los que hay unos mil doscientos. Vienen aquí para leer, y algunos para investigar en cubículos especialmente dispuestos, alejados de toda perturbación. Y hay sesiones de debate, y conferencias y lecturas, destinadas para los socios, todo con el espíritu pluralista con que la sociedad fue creada.
Al llegar a la segunda planta, sobre el marco de la puerta de acceso al mayor de los depósitos de libros, coleccionados a lo largo de casi dos siglos, hay una inscripción de advertencia escrita en latín, que reza: Timeo hominem unius libri, lo que en buen castellano quiere decir, Temo al hombre de un solo libro. Nada más propio para dar la bienvenida a quienes trasponen el umbral de una biblioteca, plural por su naturaleza.