Ficha técnica
Título: La vida sumergida | Autora: Pilar Adón | Editorial: Galaxia Gutenberg | Colección: Narrativa | Páginas: 160 | Fecha: oct-2017 | ISBN: 978-84-17088-37-8 | Precio: 17,90 euros
La vida sumergida
Pilar Adón
En una casa aislada rodeada de tierra, iluminada por los rayos de luz que atraviesan las vidrieras de la parte más elevada de los pasillos, una mujer le pide a otra que ejecute por ella el mayor acto de amor posible, con la idea de que, a partir de entonces, podrá llevar a la práctica todos sus proyectos.
Su deseo le será concedido, pero no siempre es una bendición que los deseos se cumplan. Una chica muy joven espera a su hermano en una estación de autobuses con la ilusión de fugarse con él a una zona en la que todo es compañerismo y serenidad. Un hombre que sólo sueña con vivir en la naturaleza, leer y aprender, se entrega a los ritmos de esa naturaleza para descubrir que en realidad nada es lo que parece y que las necesidades de los seres con los que ha empezado a coexistir no concuerdan con las suyas. Una chelista comprende que su máxima ambición consiste en librarse de la gravedad, y empieza a practicar para evitarla.
Pilar Adón, de quien Galaxia Gutenberg publicó en 2015 su novela Las efímeras, nos ofrece un mundo en el que una sensación de peligro permanente se combina con el anhelo más profundo de encontrar el equilibrio y la tranquilidad.
Los personajes de los trece relatos que conforman La vida sumergida aspiran a estar constantemente en otro sitio y a ser lo que no son, conscientes de que, al final, tendrán que dar con la mejor manera de sobrevivir. Para ellos es más incitante el camino que la llegada y más gratos los preparativos de un evento que su auténtica celebración. Comparten la vocación de apartarse y recluirse en casas que son lugares de encierro pero también de libertad, al constituir el espacio perfecto para imaginar, recordar, fantasear y, en definitiva, huir. Pero la vida acecha siempre en todas partes.
Pietas
Se habían habituado al licor de ajenjo y lo bebían de pie, por las mañanas, junto al fregadero de piedra o apoyadas en la escalera que movían de un lado a otro por la biblioteca para llegar a los estantes más altos. Sin ceremonias previas ni finales. Sin ir a cambiarse de ropa. Sin adornarse el cuello ni las muñecas. Calladas y un tanto desgarbadas, con la dejadez propia de la lentitud y la indiferencia, en un abandono que solo podían permitirse las depositarias de una elegancia congénita. Las beneficiarias de una delicadeza en la longitud de las formas, en la calidad de las telas que vestían a diario, conscientes de que existían dos tipos de personas, las que tenían clase y las que, por mucho que lo intentaran con bordados, pedrería y aromas sutiles, no la tenían ni la tendrían nunca. Al cabo de un tiempo indeterminado, que podía ser de unos minutos o que podía ser de unas horas transcurridas entre tragos cortos, entre libaciones del licor servido con decisión en sus vasos pequeños, procuraban ir a sentarse en las butacas de la cocina, siempre en silencio.
Y entonces tal vez sí tuvieran que esforzarse por hacerlo con cierta dignidad. En ese momento tal vez resultara complicado moverse, dar más de dos pasos en la misma línea de equilibrio, y quizá debieran poner más atención en la distancia que recorrían ya que ambas podían haberse deshecho de la estabilidad y ambas podían haberse internado en la enormidad, el exceso. Sus avances por un suelo de madera que no era de hacía dos años ni de hacía cinco ni cincuenta tendrían que ser cautelosos.