
'Fronteras de clase' de Lea Ypi, Anagrama, 2025
Marta Rebón
En una escena de la película Una batalla tras otra, un miembro de la sociedad secreta supremacista que controla el Estado (una versión inspirada en el republicanismo trumpista) afirma: «Para arreglar los problemas del mundo hay que empezar por la inmigración». Esta cruzada lleva a otra guerra: destruir los movimientos disidentes que defienden los derechos de los migrantes y cuestionan el capitalismo oligárquico. El guion de Paul Thomas Anderson se inspira en la novela Vineland de Thomas Pynchon, ambientada en el reaganismo; aun así, en la gran pantalla también vemos proyectado el actual malestar político, con un marco ideológico centrado en la identidad, las guerras culturales y el concepto cerrado de ciudadanía.
Es en este clima sobrecalentado que se publican tres artículos, de tono académico, de Lea Ypi (Tirana, 1979), con el título Fronteras de clase, escritos entre 2018 y 2022. Esta profesora de teoría política nacida en la Albania de Hoxha, formada en Italia y destacada intelectual afincada en Inglaterra, aborda el debate sobre migración y ciudadanía e integra un tercer eje, el de la desigualdad, presente en buena parte de su obra: no puede analizarse el ascenso de la ultraderecha, los discursos natalistas o el señalamiento de los extranjeros sin examinar críticamente el desmantelamiento previo del Estado del bienestar que halla, en la clase trabajadora migrante, el chivo expiatorio perfecto.
«En los países capitalistas, la gente decía que había libertad e igualdad, pero eso era solo sobre el papel, porque únicamente los ricos podían disfrutar de los derechos disponibles», recordaba en sus memorias de infancia y juventud Libre (Anagrama, 2023).
Mercadeando con la ciudadanía
Por su limitada extensión y el origen diverso de las partes que conforman Fronteras de clase, no encontramos soluciones ni vías de escape, sino un repaso sintético de las contradicciones, los dilemas y fisuras analíticas de los discursos sobre migración y ciudadanía. Este examen mira prioritariamente a la izquierda, a la que le afea haber abandonado la lucha de clases en favor de las identitarias, que no tienen en consideración que la base de una sociedad justa e igualitaria pasa ante todo por la redistribución de la riqueza y el blindaje de los servicios públicos.
«La principal limitación de los análisis más recientes de la ciudadanía y la migración (…) es que suelen abordar el acceso a la ciudadanía como una cuestión de derechos individuales. La ciudadanía se concibe como un título que se hereda por haber nacido en un determinado país o que debe obtenerse -ya sea por medios financieros o demostrando ciertas competencias cívicas (…)-«, leemos.
El caso más evidente, conocido también en España, es el de los visados de oro, que otorgan la ciudadanía a solicitantes con elevado poder adquisitivo. «Cuando es comprada y vendida, en vez de ser concebida como un vehículo de emancipación política, la ciudadanía se convierte en un instrumento de dominio y opresión», añade la autora. La consideración de la ciudadanía como un bien de consumo remitiría «a los tiempos en los que los requisitos de propiedad determinaban quién tenía derecho al sufragio».
La socialdemocracia europea atraviesa una crisis profunda en el intento de derrotar a la derecha en un ámbito del que hace bandera. En el ámbito migratorio -convertido por la extrema derecha en un laboratorio del miedo-, partidos de centroizquierda endurecen el discurso, avalan detenciones y aceleran deportaciones con la esperanza de recuperar apoyo electoral. Pero esa estrategia parte de una ilusión: en el juego del castigo y el control, la derecha siempre será más creíble, porque es su terreno natural. Imitar su lenguaje es aceptar sus premisas y, cuando la disputa se reduce a matices, el electorado prefiere el original.
El fracaso de la exclusión
Este error táctico revela una deriva mayor: la renuncia a construir una alternativa real al neoliberalismo o al nacionalismo excluyente. En lugar de confrontarlos con un proyecto transformador, la centroizquierda se acomoda en posiciones «moderadas» que maquillan los daños estructurales sin revertirlos. Así rompe con la tradición pacifista, internacionalista y cosmopolita que, tras la Segunda Guerra Mundial, situó la cooperación, la justicia social y la solidaridad internacional como cimientos de un orden distinto al que condujo a las catástrofes del pasado.
La deportación se convierte, en este contexto, en la herramienta disciplinaria de unos Estados que, tras abandonar la función inclusiva de la ciudadanía, la reducen a una marca de propiedad e identidad. La violencia institucional se normaliza, y se presenta como eficacia lo que en realidad es un fracaso democrático: la exclusión. Al mismo tiempo, el conflicto de clase se disfraza de choque identitario entre «nativos» e «inmigrantes». Esto ocurre porque se ha perdido la capacidad de articular una crítica estructural del capitalismo: se ha dejado de hablar de desigualdad material y de relaciones de poder económico, y ese desplazamiento refuerza el orden que debería cuestionarse.
Y así nos encontramos creyendo que existe una disyuntiva -lo que Ypi llama el «dilema progresista»- entre la apertura a los demás y la protección de la cohesión social interna, por una supuesta sobrecarga de los servicios sociales debido a la inmigración. Si nadie señala las raíces de la precariedad, como la financiarización de la economía, la privatización del Estado del bienestar y la deslocalización del trabajo, se entiende que acabe por cuajar que la amenaza es el migrante dispuesto a cobrar menos o el refugiado que «recibe ayudas».