
Jesús Ferrero
La conciencia de la muerte le obliga a interpretar de otra manera sus encuentros con los amigos. Para Marcel la tragedia siempre había estado unida a la idea de irreversibilidad. Los viajes en tren podían tener un aire trágico porque eran irreversibles.
En cuanto el tren se ponía en movimiento ya no había marcha atrás. En cuanto la muerte se empezaba a apoderar de tu mente y de tu cuerpo tampoco había marcha atrás. Por eso sus despedidas tienen ya la gravedad de un dictamen y el espesor de la losa sepulcral.
Cuando se despide de sus amigos les está diciendo adiós para siempre. Es difícil imaginar un estado tan flotante y tan definitivo. Seguramente sus amigos sentían en sus manos húmedas el frío de la muerte, como decían de Keats los pocos que le tendieron la mano durante sus últimos días.
Los ataques de asma son cada vez más agudos, y cada vez frecuentes los desvanecimientos. Todo se complica cuando contrae una bronquitis que hace aún más doloroso el acto mismo de respirar.
“Siempre la respiración fue para mi algo mucho más complicado que para los demás, pero en este momento respirar es ya un verdadero suplicio”, puedo suponer que le dijo más de una vez a Celeste Albaret, su devota sirviente que le acompañará hasta la muerte.