
Jesús Ferrero
El 1922 fue un año curioso para el novelista, un año liminar además de conclusivo y fronterizo. Liminar porque el autor se está acercando a los verdaderos umbrales de la oscuridad, conclusivo porque está a punto de acabar la Recherche, y fronterizo porque concluir una obra tan definitiva solo te puede conducir al vacío real de la muerte. Apenas sale de casa, pero en las pocas veladas a las que asiste aparecen personajes definitivos que a Marcel no le interesan demasiado: Picasso, por ejemplo, y el enrome Joyce. No se llega a encontrar con ellos aunque los tenga delante y participen de la misma velada. Quizá para Marcel esos sujetos presuntamente geniales ya solo son sombras flotantes que le despistan, que le alejan de su tarea fundamental: añadir las últimas parrafadas a La prisionera mientras ve por primera vez en los escaparates de las librerías el segundo tomo de Sodoma y Gomorra.
A pesar de su fragilidad, Marcel es un titán luchando contra el tiempo, batiéndose contra la sustancia misma de su relato. Busca la ayuda de la cafeína, abusa de ella hasta quemarse las vísceras. A comienzos de primavera cree que finalmente ha concluido la Recherche, pero se engaña, porque su empresa es en realidad infinita. Le dice a un amigo: “Podría añadir mil páginas más. Cuanto más ahondas en una situación más se agrandan las dimensiones de esa misma situación, más se ensancha la cavidad del tiempo”. Miento, esto último no lo dijo, pero lo pudo haber dicho, y seguro que lo pensó. Es una deducción lógica más que una suposición.
-Continuará-