Jesús Ferrero
En el hotel Marigny notabas el fantasma de Proust a ciertas horas de la noche. ¿Solo el de él? En el inmueble de enfrente había una placa recordándole al paseante que allí mismo había vivido Carlos Gardel. A veces, ya muy entrada la madrugada, salía a la calle y miraba una ventana iluminada. Más de una vez llegué a creer que el hombre de traje negro que se movía tras las cortinas era el mismísimo Gardel, aunque también podía ser Marcel Proust examinando las ratas que acaba de traerle en una jaula Abert Le Cruziar.
En aquel entonces también Ramón Eder era portero de noche en el Marigny. Si rechazamos la idea lineal del tiempo y pensamos que todo es presente: resulta que Ramón y yo hemos sido lacayos de Proust. Quizá todavía lo somos. ¿Ser lacayo de Proust es un título nobiliario? Yo juraría que sí. Ser lacayo de un inmortal te coloca en otra dimensión. Hay servidumbre, sí, pero también hay elevación. No eres el lacayo de un don nadie.
Me recuerdo por la noche, inclinado ante el mostrador de la recepción del hotel. Estoy leyendo La literatura y el mal de Bataille, y subrayo el siguiente párrafo:
“Proust, al comunicarnos su experiencia de la vida erótica, ha dado un aspecto inteligible a ese juego de enfrentamientos fascinantes. Alguien ha considerado, arbitrariamente, que la asociación del crimen y el sacrilegio con la imagen absolutamente santa de la madre es síntoma de un estado patológico. Mientras el placer se apoderaba de mí cada vez más, escribe el narrador, sentía que en el fondo de mi corazón se despertaba una tristeza y una desolación infinitas; me parecía que hacía llorar al alma de mi madre… La voluptuosidad dependía de ese horror. En un punto de la obra la madre de Marcel desaparece sin que antes se haya hablado de su muerte: sólo se nos cuenta la muerte de la abuela. Come si la muerte de su misma madre tuviera un sentido demasiado fuerte para el autor. A ese respecto Proust nos dice: Al relacionar la muerte de mi abuela y la de Albertine me parecía que mi vida estaba mancillada por un doble asesinato. A la mancha del asesinato se sumaba otra aún más profunda, la de la profanación. Hay razones para detenerse en el pasaje de Sodoma y Gomorra en que se dice que los hijos al no parecerse siempre al padre consuman en su rostro la profanación de la madre.”
La ilustración del concepto “profanación de la madre” la vemos en el episodio donde la hija de Vinteuil, por cuyo mal comportamiento su padre acaba de morir de pena, se entrega a las caricias de una amante homosexual, que escupe sobre la fotografía del muerto. Como vemos, la profanación de la madre que Proust llevó a cabo en el hotel Marigny, se convierte en la novela en profanación del padre en una casa de campo. Normal. Proust despliega la narrativa de los vasos comunicantes. En la ceremonia de la profanación, el padre y la madre son figuras intercambiables.