
Jesús Ferrero
Buscamos lo perdido. Pero ¿qué es lo perdido? Lo perdido, al nacer, es el vientre materno. Y si vamos aún más allá del vientre materno, lo perdido sería la insensibilidad de la materia, en cierto modo la nada, idea en la que Freud basó la pulsión de muerte: el deseo de regresar al tiempo en el que todavía no éramos, la nostalgia de la más elemental oscuridad.
¿El amor tendría algo que ver con eso? ¿Y si lo perdido, en lugar de ser la oscuridad, fuese nuestro propio ser, y por derivación, nuestra propia forma, nuestros propios límites? «Sé tú mi límite», dijo en un poema Valente. Es decir: sé tú mi perímetro perdido, sé tú mi ser, en el sentido más específico del término. Ese límite que buscamos en el otro tendría que ser, por definición, muy parecido a nosotros. Nos tendríamos que ver en él como nos vemos en un espejo. Ese límite sería también el límite de nuestra carencia, y el objeto en el que cesaría nuestra pobreza ontológica y la miseria de nuestro ser, como viene a decir Platón en el mito del doble ser incluido en el “El banquete”. Según ese mito, todos éramos andróginos al principio, pero los dioses nos partieron en dos para quebrar nuestra arrogancia, condenándonos a pasar la vida buscando nuestra mitad primordial.
¿Una mitad muy difícil de encontrar? Da lo mismo, cuando el ser que nos sale al paso no se parece al que buscamos; podemos llevar a cabo una operación de maquillaje. Podemos convertirnos en un manipulador y conseguir que lo distinto sea semejante. Una vez más, Narciso convertido en Pigmalión. Ese fue el gran trabajo de Proust durante toda su vida y durante toda su obra: un inmenso Narciso trasformado en un inmenso, titánico Pigmalión.
Para Proust «La recherche» fue su mitad perdida y encontrada, y el útero de signos y de sombras donde se refugió antes de convertirse él mismo en un signo y una sombra.