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Sobre las causas y los efectos

Por 5 de septiembre de 2006 diciembre 23rd, 2020 Sin comentarios

Félix de Azúa

La última gran emigración/inmigración que sacudió a Occidente fue la de los irlandeses e ingleses a los EE. UU., desde mediados del siglo XIX hasta la Primera Guerra Mundial. Las cifras bailan en millones de diferencia según los autores, pero hay consenso por ejemplo en que de Irlanda salió más de un tercio de la población.

En esta emigración contó enormemente la convicción de que América era el futuro. No sólo se huía de algo, sino que se perseguía otra cosa. El viejo continente se había hecho viejo de golpe y Nueva York parecía la puerta de un mundo nuevo y mejor. Los emigrantes perseguían un sueño, un deseo.

Puede decirse que emigraron movidos por el hambre, es decir, por razones económicas, pero ni todos ni sólo por eso. En especial los irlandeses vivían en condiciones lamentables. No más lamentables, sin embargo, que las condiciones en las que vivían los emigrados que llegaban a América, como puede comprobarse en cualquier memoria o estudio sobre las primeras generaciones llegadas a los EE. UU. Solo al cabo de muchos años y enormes dificultades algunos y solo algunos comenzaron a salir de la miseria. Las más de las veces, en la segunda generación. Eso no impidió que el flujo en lugar de decrecer, creciera.

Fue muy relevante que el precio de los billetes de barco para un trayecto transatlántico bajara a la mitad a partir de la aparición de los buques a vapor. Este es un factor de suma importancia, pero no exclusivamente económico. El transporte en los actuales cayucos tiene unos precios elevadísimos. El cambio de precio afecta a la cantidad de pasajeros, pero no al sueño de emigrar. Porque emigrar es, por encima de todo, un sueño, un deseo, algo que escapa a la racionalización técnica.

Sin duda, la mayor parte de los emigrantes no emigra con entusiasmo, pero una gran cantidad sí, y es imposible establecer cifras. Los emigrantes armenios que describe Kazan (su abuelo y su padre) odiaban a su tierra y deseaban con toda el alma llegar a los EE. UU., no sólo por motivos económicos. Otros testimonios hablan del desgarro de los que emigraron obligados por la miseria, como los gallegos de Suiza. No todos volvieron, sin embargo. Muchos descubrieron que había otros mundos posibles, además del de su pueblecito natal. El descubrimiento real del país de acogida es igualmente relevante para explicar la elección de los emigrados.

Las actuales catástrofes migratorias son diversas y muy contradictorias. No hay relación alguna entre los inmigrantes latinoamericanos, generalmente más cultos y educados que los españoles, los centroeuropeos de organizaciones delictivas, los subsaharianos o los árabes. Un tratamiento equivalente, como si todos fueran lo mismo, conducirá a un desastre.

Los que emigran de países islámicos no sólo huyen del hambre, sino también de las insoportables condiciones impuestas por los regímenes feudales y los eclesiásticos terroristas. Sin embargo, muchos de ellos redescubren los beneficios de la religión precisamente cuando ya han emigrado.

Una novela como Brick Lane, de Monica Ali, describe el barrio bengalí de Londres con suma inteligencia. Aquellos (sobre todo, aquellas) que logran liberarse de los maridos, no vuelven jamás a Bangladesh. Los maridos, en cambio, se convierten en fervientes islamistas para retener a sus esposas e hijas.

El problema, por lo tanto, no es “¿qué hacemos con los inmigrantes?”, sino “¿qué debemos hacer para que se libren de las opresiones económicas, ideológicas, familiares, religiosas y de todo tipo que les han obligado a emigrar?”. Yo diría que algo bastante sencillo: aplicándoles la misma ley que a los naturales del país y concediéndoles el derecho de voto, sin condiciones, en cuanto coticen a hacienda. Luego, el que quiera integrarse que lo haga y el que no quiera que se segregue, siempre que no obligue a los demás a segregarse con él.

Las imposiciones simbólicas, como que sepan hablar catalán o que entiendan la Diada Nacional (de nuevo una opinión de Duran Lleida, el nacionalista más sincero de todos), son delirios totalitarios. ¿No se les exige saber catalán para trabajar como esclavos, pero sí para defender sus derechos? Qué profundo asco producen a veces los señoritos de mi país…

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Félix de Azúa

Félix de Azúa nació en Barcelona en 1944. Doctor en Filosofía y catedrático de Estética, es colaborador habitual del diario El País. Ha publicado los libros de poemas Cepo para nutria, El velo en el rostro de Agamenón, Edgar en Stephane, Lengua de cal y Farra. Su poesía está reunida, hasta 2007, en Última sangre. Ha publicado las novelas Las lecciones de Jena, Las lecciones suspendidas, Ultima lección, Mansura, Historia de un idiota contada por él mismo, Diario de un hombre humillado (Premio Herralde), Cambio de bandera, Demasiadas preguntas y Momentos decisivos. Su obra ensayística es amplia: La paradoja del primitivo, El aprendizaje de la decepción, Venecia, Baudelaire y el artista de la vida moderna, Diccionario de las artes, Salidas de tono, Lecturas compulsivas, La invención de Caín, Cortocircuitos: imágenes mudas, Esplendor y nada y La pasión domesticada. Los libros recientes son Ovejas negras, Abierto a todas horasAutobiografía sin vida (Mondadori, 2010) y Autobiografía de papel (Mondadori, 2013)Una edición ampliada y corregida de La invención de Caín ha sido publicada por la editorial Debate en 2015; Génesis (Literatura Random House, 2015). Nuevas lecturas compulsivas (Círculo de Tiza, 2017), Volver la mirada, Ensayos sobre arte (Debate, 2019) y El arte del futuro. Ensayos sobre música (Debate, 2022) son sus últimos libros.  Escritor experto en todos los géneros, su obra se caracteriza por un notable sentido del humor y una profunda capacidad de análisis. En junio de 2015, fue elegido miembro de la Real Academia Española para ocupar el sillón "H".

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