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Vila-Matas, fotografiado por Kim Manresa
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Vila-Matas: El texto que seremos

 

No es ninguna anomalía en las letras oficiales españolas que tres de los autores más innovadores no tengan acceso a los premios oficiales. Uno, Javier Marías, rechazó uno menor y se le negó el mayor, como si los premios tuvieran orgullo, o más vanidad que orgullo. Otro, Pere Gimferrer, véte tú a saber. 

El tercero, Enrique Vila-Matas, ocupa un lugar singular en la literatura contemporánea por su investigación sobre el lenguaje, su exploración de formas híbridas y su capacidad de enlazar la literatura española con la modernidad internacional. Es un autor que construye un universo propio, reconocible y de absoluta relevancia, capaz de influir en la literatura de otros ámbitos y de ofrecer un modelo de escritura consciente, valiente y reflexiva. Su escritura no es mero artificio ni metaliteratura desvinculada de la experiencia humana: cada libro es un ejercicio de conciencia, un mapa donde la memoria, la ficción y la reflexión sobre la literatura se entrelazan. Su obra reflexiona sobre sí misma, pero siempre desde la necesidad de releer el libro-mundo y de resistir la desaparición del sentido.

Hay libros que se leen y otros en los que, línea a línea, al cabo de unas páginas, no sabemos si seguimos leyendo la novela… o si la novela nos ha transformado en personajes secundarios de su trama interminable. Cervantes inauguró una forma de novelar que combinaba aventura, reflexión y experimentación formal. Vila-Matas retoma esa línea para abordar temas contemporáneos como la crisis del autor o la multiplicidad del yo. Para ambos, escribir equivale a emprender un viaje: un desplazamiento por territorios reales y mentales, pero sobre todo por la propia literatura. Igual que en El ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha aparece la figura del lector que, al leer libros, se transforma en otro, o en Los trabajos de Persiles y Sigismunda la ficción se interroga sobre sí misma, Vila-Matas hereda de Cervantes la capacidad de jugar con los límites del relato: la metanarración, la intertextualidad, la conciencia de que leer y escribir son actos inseparables. Sus libros prolongan la enseñanza cervantina de que todo libro abre puertas a otros mundos y a otras versiones de uno mismo, pero también la de reírse del pequeño, fatuo, absurdo ser humano, empezando por uno mismo. Su obra se construye sobre la sospecha de que la realidad y el lenguaje se han dislocado, y que sólo queda como territorio habitable la conciencia de esa imposibilidad. 

Vila-Matas escribe como quien llega a una fiesta cuando ya todos se han ido: las vanguardias pasaron, las utopías se disolvieron, los grandes relatos fueron reemplazados por ironías y referencias. Lo que queda es el eco de los libros anteriores, la biblioteca como escenario y como biografía. Por eso su obra no busca representar la vida, sino reconstruir su huella, su reflejo textual. Cada novela es, de algún modo, una lectura: del mundo, de otros autores, del propio gesto de escribir.

Su proyecto literario dialoga con la modernidad del siglo XX para perfilar la neurosis del XXI. Raymond Roussel inventó una máquina secreta del lenguaje para fabricar ficciones. En Kafka, los personajes presienten un orden, una ley, una verdad, pero nunca pueden alcanzarla: son lectores de un texto del que solo conservan fragmentos. En Beckett, ese misterio se vacía: ya ni siquiera hay texto que descifrar, sólo el murmullo del que sigue leyendo, aunque sepa que no hay nada escrito. En Gombrowicz, la conciencia de esa imposibilidad se vuelve burla, parodia: el sujeto se ríe de sí mismo mientras trata de sostener la forma. En Thomas Pynchon el mundo está codificado en mensajes ambiguos que nadie puede descifrar del todo. Robert Walser, por su parte, ofrece la figura del escritor que desaparece caminando, modelo esencial para Vila-Matas en su idea de una identidad que se diluye mientras escribe.

Así, el drama de Vila-Matas es el del hombre moderno que ha sustituido la experiencia por el texto, y que sin embargo sigue buscando, en el interior de ese texto, una forma de verdad vital. Lejos de la desesperación absoluta, asume esa condición con ironía. El suyo no es el nihilismo de Beckett, sino una forma elegante de resistencia estética. Como la mano de Escher que se dibuja a sí misma, su escritura existe sólo en el acto de reflejarse, pero ese reflejo, paradójicamente, sigue produciendo belleza. No se trata de rendirse, sino de escribir desde la grieta.

Aunque su obra dialoga intensamente con el arte contemporáneo —con Duchamp, con Gonzalez-Foerster, con la instalación, la performance o el museo—, Vila-Matas nunca abandona la literatura. Utiliza esas otras prácticas como metáforas de la escritura: el museo es la biblioteca exteriorizada, la instalación es la novela disuelta en el espacio, la performance es el gesto de escribir en público cuando todo sucede en el interior de su mente, cuando todo se convierte en una forma de texto, incluso lo que parece escapar de él.

Vila-Matas se cruza con McCarthy. Ambos habitan mundos codificados. La vida se filtra como un mensaje secreto que sólo ellos descifran. Uno camina por el texto como por la niebla. La realidad se fragmenta, el mundo se codifica, la bruma insensata cubre el horizonte. Escribir, para él, significa impedir que la literatura se adormezca en la comodidad de la representación. Su obra no ofrece certezas, sino una ética de la ansiedad obsesiva, salvada in extremis por el humor y por la fidelidad al deseo de escribir, como el piloto caído que se aferra a los restos del avión y ríe en la soledad del océano.

El llamado realismo objetivo, en su afán por narrar la realidad a través de la mera acumulación de hechos y la descripción fáctica, incurre en una profunda ceguera: ignora la dimensión más íntima y definitoria de la experiencia contemporánea. La literatura de Vila-Matas, al fusionar el ensayo con la ficción, la crítica con la biografía apócrifa, se convierte en la cartografía de la conciencia perpleja. Es un mapa que no señala lugares geográficos, sino territorios mentales donde la identidad se disuelve y la frontera entre lo real y lo imaginado se vuelve porosa. Sus libros, de la estirpe de los escritores al borde del silencio, son ejercicios de memoria del lenguaje, de sus formas, de sus ruinas. Ese eco que, como en Montevideo, es respiración del autor hecho texto.

Al final, pues, el autor se hace texto, se teje en cada frase que escribe, se disuelve y reaparece entre los márgenes que él mismo ha marcado. Camina por los senderos de sus párrafos, se lee y se relee, se critica y se ríe de sí mismo, mientras el pulso de las palabras lo sostiene y lo arrastra, y en ese vaivén la escritura lo envuelve, lo atraviesa, lo devuelve a sí mismo y lo expulsa de nuevo. Aquí, donde la vida y el texto se confunden, el autor no sólo escribe: es la escritura, camina, respira, piensa, vibra y se reconoce en el ritmo secreto que convierte cada palabra en la extrañeza de su propio cuerpo. En ese flujo, el lector se asoma al abismo de sí mismo, si se atreve a seguir leyendo.

Creo que a Vila-Matas le gustaría eso de escritores al borde del silencio y del humor conceptual, diría que le tomo demasiado en serio e imagino su respuesta: «usted —diría— corre el riesgo de  pensar que entiende algo de mí. Pero no se preocupe: yo mismo no entiendo del todo lo que hago. Lo único que me inquieta —añadiría— es que usted escribe sobre mí como si yo estuviera a punto de desaparecer, lo cual sería perfecto, salvo por el detalle de que sigo aquí, intentando no desaparecer del todo mientras escribo sobre mi propia desaparición.»

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18 de noviembre de 2025
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Ternura, flor y memoria

 

Hace cosa de un mes recibí un Whatsapp de un número que no tenía guardado. No es algo fuera de lo normal; la pereza no se entiende con el futuro y yo tampoco. Ni me molesto en crear los contactos de amigas o conocidas, indulgencia que termina en un tedioso scrolleo río arriba en las conversaciones -sobre todo si es alguien que cambia su foto de perfil periódicamente- para averiguar quién se ha acordado de mí.

Era un mensaje sobre un posible trabajo. Sin pasar del primer par de líneas, lo primero que pensé es que el emisor era claramente una persona de quien no me podía fiar: el marco redondo a la izquierda del +34 mostraba a un señor de unos 60 años vistiendo un traje de astronauta, la cabeza saliéndose de un casco aparatoso, perilla caprina, unas gafas de montura metálica fina -¿acaso los astronautas pueden llevar gafas?-, estrellas y barras blancas sobre fondo azul y rojo asomando por la esquina inferior derecha, pegadas a la manga de su sudadera espacial, patrióticamente preparadas para cualquier eventualidad durante un alunizaje.

Siguiendo al texto, una serie de fotos de un nicho familiar; lápida, cruz y pedestal, tapa, panteón y respaldo. Un dibujo a mano alzada con medidas y una petición anacrónica.

Aprendí lo que era temer a la muerte -como a tantas otras cosas- mucho antes de poder olerla, a través de terrores ajenos: a base de observarlos con los ojos de una niña. Me lo enseñó mi, hasta día de hoy, buena amiga Carme, la primera vez que pasó una noche en casa. Tendríamos seis o siete años, y yo todavía dormía en una reliquia familiar, una cama mallorquina del siglo XIX, mamotreto de madera en el que cabíamos todas y que hacía que me sintiera como una princesa a la deriva. Me desperté en mitad de la noche al oírla llorar y, asustada, llamé a mi madre en un alarde de inocencia infantil, con el candor de quien cree que los adultos lo entienden todo. Ante semejante cuadro, la pobre mujer no supo hacer más que darle valerianas, de una redondez y dureza que una boca de tamaño infantil difícilmente podía manejar; todavía se acuerda del amargor, asunto que comentamos de vez en cuando. Carme soñaba que sus padres se hacían mayores, que se llenaban de arrugas y se iban secando hasta quedar pequeños, crujientes y apergaminados. Después le tocaba a ella.

Desde entonces, mis aproximaciones al hecho de morir han sido múltiples y variadas, oscilando entre la ausencia indeterminada primero y la pérdida después. Peces boqueando en un baile gimnástico y agónico durante mi primera y última experiencia pesquera. Una ristra de animales pequeños enterrados debajo de las higueras en la infancia - Norbu, Cuqui, Murta, Mickey, Ricky Salomon, Pepe y otros nombres injustamente olvidados-, y la muerte de Gatón en la edad adulta, después de 16 años del amor más incondicional. He asistido a funerales de familiares de distinto grado de mis afectos, sangre o tiempo mediante. No conocí a los progenitores de mi madre, disfruté poco o nada de mis abuelos, a excepción de mi yaya Julia, que extendió su estancia en el mundo hasta los seis meses posteriores al fallecimiento de su hijo. A mi padre le vi morir despacio, le vi hacerse pequeño, crujiente y apergaminado, desafiando al ritmo orgánico de la vida y cumpliendo una extraña profecía que no era sobre mí, ni sobre Carme, sino sobre toda la humanidad, sobre cada criatura que habita esta Tierra y que, por muy rara y ajena que me pareciera, poco tiene de extraordinaria.

Aunque me guste la idea de que no vivo rumiando sobre la fragilidad de los días, no sé si es otro autoengaño. Porque duermo, sí, con más o menos ayuda. Porque puedo encontrar sentidos más concretos, más cercanos -qué falacia la de la distancia temporal, la del orden natural del mundo y sus cosas- que justifiquen los estados ansiosos o depresivos que transito. Porque sencillamente, si yo no estuviera aquí, no pasaría nada, en el sentido más universal. Quizás también porque no dispongo del tiempo suficiente para columpiarme en la reflexión mundana; sin embargo, cada vez que pongo el cuerpo en piloto automático - por ejemplo, al conducir-, una llamada ficticia se cuela en mis pensamientos para anunciarme que mi madre ha tenido un accidente mortal o que está enferma de cáncer terminal, que el gato está tirado en medio del empedrado, un pequeño charco de sangre debajo de su cabecita reventada, la que hace tan solo unas horas frotaba contra mi nariz. Que a mi tío se le ha parado el corazón, que se ha caído por las escaleras imposibles de su atalaya, o que han encontrado a mi hermano en su apartamento, tumbado sobre el colchón, con la cama hecha. Alguien me dice que la caldera era antigua, que ha sido un accidente, que podemos denunciar pero que no me preocupe, que no sufrió al menos.

En un contexto en el que, de ser realidad tangible el descolgar el teléfono y encontrarte uno de estos escenarios, sólo dispondrás de dos días de baja laboral -párate un momento y haz este ejercicio kamikaze de imaginación-, un hombre me pide que modele una corona de flores en barro para vestir la tumba de sus abuelos. En un momento en el que el capitalismo fagocita hasta la emoción más atávica, que toma y viola el espacio necesario para el dolor, pero también para las gestiones y trámites que lo acompañan, un señor vestido de astronauta quiere de mi rosas y lirios, margaritas, ramas y hojarasca, mis manos y mis minutos. En un horizonte que da la espalda a la muerte, que pretende convertirla en procedimiento, en expediente rápidamente archivable, en aceptación sin preparación previa, sin análisis ni discurso, sin acompañamiento, inmersión filosófica o espiritual, y que acomete incluso una cruzada enajenante y enajenada, siempre megalómana, en su contra -lo de creerse Dios no es cosa solo de Rosalía-, hay alguien dispuesto a gastarse un dinero y un buen montón de paciencia en adecentar el lugar donde reposan los huesos de sus muertos. Todavía más significativamente, donde también terminarán los suyos. Este hombre -que lejos de ser el personaje con el cartelito de LOCO que le pegué en la frente sea tal vez el último resquicio de cordura- me hace un regalo inadvertido y generoso; una ventana temporal para observar a un animal extinto. Podría haber encargado un rosal forjado en hierro, material más resistente a las inclemencias climáticas, la ineptitud o la crueldad, pero decide colocar a la arcilla en una posición noble, de ajuar, lugar tradicionalmente ocupado sólo por la porcelana. Aún ante la alarma de futuros vandalismos, él apuesta por la dilación, el sosiego, la fragilidad: una pausa para dedicar a quien ya no está, un momento para mirar y abrazar la belleza que se instala en la añoranza.

Tiene sentido entonces; honrar la tierra, el material primigenio al que muchas volvemos, nos acerca a lo que somos y a una naturaleza olvidada a golpe de prisa, billete y cortisol. El barro, sustancia humilde pero perseverante y resiliente, capaz de cambiar su estructura molecular con el calor, de ser argamasa y estructura, constituye una finísima metáfora para reverenciar la memoria, entender su plasticidad y reivindicar su frágil y necesario equilibrio. Así, modelar flores que resistan al fuego y al recuerdo me sirve para reclamar un espacio nuevo desde el cual mirar a la muerte como se mira a la oportunidad de haber vivido y, de esta forma, poder también celebrarla.

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18 de noviembre de 2025
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Leila Guerriero narra el horror cercano y emprende un viaje al horror ajeno

 

Los dos últimos libros de Leila Guerriero son una dispareja extrañamente armoniosa.
Uno, La dificultad del fantasma, es breve, ejemplo de la hurgadora y pensadora incansable que no deja de aprovechar cada ocasión para hacer preguntas. Se trata del producto de una estancia a la que la invitó la librería barcelonesa Finestres (ventanas), en la casa en la Costa Brava catalana donde Truman Capote escribió la parte final de su clásico A sangre fría. El otro, La llamada, es un libro descomunal, perfecto, ambicioso, un sumergimiento en el horror de la dictadura argentina y de todas las dictaduras y su legado perdurable.
Empecemos por el libro breve.
Normalmente, los escritores invitados a esa residencia de escritura aprovechan para avanzar en sus proyectos, dar la puntada final a una obra ambiciosa que precisaba de tranquilidad, alejamiento de los lugares habituales o de donde suceden las acciones que están relatando. Sin ir más lejos, ese fue el propósito de Capote: lejos del mundanal ruido de Manhattan y sus constantes distracciones, de sus amigos y enemigos, se instaló donde nadie lo conocía para centrarse en pulir la historia de los asesinos de Holcomb, Kansas.
Guerriero ya había usado otras residencias literarias para terminar La llamada, pero en este palacete decimonónico, la leyenda y el misterio de Capote y sus fantasmas fueron una tentación demasiado grande para su olfato y pasión por el periodismo narrativo. En el lugar al que la habían invitado nació una obra capital en el género que ella estaba trabajando y en el que acababa de producir una obra que muy pronto ganaría numerosos premios y grandes elogios.
En este pequeño libro de búsquedas y preguntas, cuenta la historia de cómo A sangre fría fue a la vez la consagración y la maldición de su autor, los paseos y encuentros con personas del lugar que pudieron o no haber tenido contacto con Capote, y también una divertida y aleccionadora historia sobre la relación entre ficción y no ficción: el reconocido periodista catalán Marius Carol, quien durante un tiempo fue director de La Vanguardia, escribió una novela, El hombre de los pijamas de seda, sobre este mismo tema.
Los guías de turismo de la zona armaron una “ruta Capote” siguiendo las peripecias de la novela de Carol, y Guerriero encuentra en este hecho curioso uno de los descubrimientos más hilarantes de su investigación: para seguir el rastro de un escritor que innovó construyendo con enorme paciencia y pericia una novela de hechos reales, que su aventura catalana sea tomada de una novela de ficción muestra el poder de las invenciones para superponerse y reemplazar a los datos, siempre esquivos, y por otro lado, la dificultad a la que ya se había enfrentado el mismo Capote para mantenerse del lado de lo comprobable, cuando el material con el que se cuenta es la memoria, siempre sospechosa.
Pero estos temas de memoria y verdad, crímenes y relatos, tragedias colectivas y sensibilidad individual, y cómo una historia personal puede iluminar rincones oscuros de toda una sociedad se encuentra plasmado con tremenda madurez y dureza en el que para muchos es el mejor libro de Leila Guerriero hasta la fecha: La llamada.
La autora dedicó tres años, y mucha de su concentración en pandemia, a entrevistar exhaustivamente a la sobreviviente del campo de concentración de la dictadura argentina Escuela de Mecánica de la Armada Silvia Labayru.
Se suele abusar de la expresión “no deja a nadie indiferente”, pero a este libro sí se le puede aplicar sin miedo al tópico: he escuchado a colegas a quienes les pareció excepcional (los críticos de El País, por ejemplo, lo eligieron como libro del año 2024) y otros lo consideraron demasiado intrusivo con la vida privada de su personaje, o como demasiado condescendiente, o como demasiado detallado en sus descripciones del día a día actual tanto de la perfilada como de la perfiladora.
La crítica más compleja es cómo la historia de una militante en una organización que aceptaba como método la lucha armada (aunque se especifica que Labayru no ejerció la violencia), que fue secuestrada embarazada, torturada, obligada a dar luz en el centro de detención, recurrió a mecanismos como colaborar a regañadientes con sus secuestradores para sobrevivir y salvar a su bebé. Y cómo después fue recibida con críticas y hasta acusaciones por sus antiguos compañeros. Todo esto habla de un país y de una época. Pero lo mucho que se dice de su vida antes, durante y después del horror habla también de la naturaleza humana, de nosotros.
El armazón de La llamada, para los lectores de sus libros anteriores, es una destilación del camino de Guerriero hacia la aparente simplicidad para que no sea la compleja estructura lo que provoque admiración, sino que el orden en que se van contando los acontecimientos ayude a conocer y entender mejor lo que va pasando.
El camino principal es el de la cronista avanzando por la selva de personajes, documentos y libros. Nos cuenta cómo entrevistó a cada una de sus numerosas fuentes, que van apareciendo a medida que la vida de Silvia los convoca. Y al meternos en su proceso de trabajo, con lo que cada uno se acuerda o no, lo que quieren o no revelar, vamos construyendo la comprensión de una vida a primera vista no sólo incomprensible, sino imposible de imaginar: no imaginamos que se pueda vivir hoy con cordura e incluso un espíritu de paz y cierta felicidad, después de haber vivido lo que Silvia Labayru pasó e hizo.
Es otro de los libros de Guerriero el que lleva como título “una historia sencilla”. Pero en este la aparente sencillez es más notoria, porque el material es muchísimo más complejo, es un personaje y un tema que plantean innumerables desafíos, que la autora va sorteando con maestría y astucia narrativa. Por todo esto pienso que La llamada marca un punto alto en la crónica actual en castellano. Muestra hasta dónde se puede llegar con las herramientas de contar el camino para hacerse con la información que permite contar una historia.
Es en ese sentido, el exacto opuesto a la estrategia narrativa de Truman Capote en A sangre fría. Si el norteamericano es “una mosca en la pared”, ausente en su relato incluso en aquellas escenas en las que participó (como cuento en Periodismo narrativo, la más dramática de estas es el ahorcamiento de sus personajes, que Capote presenció pero que cuenta desde el punto de vista del policía que estaba a su lado), el camino de Leila Guerriero es contarnos muchos de los pasos que dio (obviamente, no todos, sino algunos bien elegidos y ordenados) para poder contarnos esta historia.
Por todo esto me parece relevante que, tras La llamada, se haya abocado a contar su búsqueda del “fantasmal” Capote en la Costa Brava. Y el hecho de que no haya logrado asirlo por completo, que siempre se escape, que se haya refugiado en una novela que los lugareños deciden o ven que les conviene tomar como realidad, es la paradoja final de este camino hacia las posibilidades y limitaciones de la forma extrema en que, para suerte de sus lectores, ha decidido acometer la no ficción.

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17 de noviembre de 2025
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La hija de Rappacini

Los grandes cuentos no necesitan prólogo. El lector ha de entrar en sus moradas sin llamar, dejándose llevar por la fragancia del misterio, que ha de apuntarse en las primeras líneas, como ocurre en esta narración magistral de Nathaniel Hawthorne, de la que Octavio Paz hizo una versión teatral en 1957.

Nathaniel Hawthorne (1804-1864) está considerado un autor fundamental de los orígenes de la literatura norteamericana así como uno de los representantes más genuinos de su Romanticismo, presente hasta el límite de lo posible en La hija de Rappacini, ya que el amor, tal como lo postularon los románticos, tiende siempre al desenlace trágico por exceso de deseo de los amantes, un deseo que tarde o temprano choca contra la realidad, enemiga de toda ficción.

En La hija de Rappacini el amor y la muerte están fundidos y conforman una misma unidad hasta en el acto mismo de besar, y bien podemos decir que si alguna vez hubo un amor tóxico y una pasión venenosa desde su misma materia, esa pasión sólo pudo ser la que vinculó a la sublime y ponzoñosa Beatrice y a su adorador apasionado, el estudiante Giovanni.

Contarle al lector el argumento de La hija de Rappacini sería un sacrilegio, pero sí que podemos comentar algunos elementos de la narración para abrir el apetito, por si hiciese falta.

En La hija de Rappacini el lector va a encontrar un jardín cautivo y oculto en medio de la ciudad de Padua, evocador del paraíso terrenal pero mucho más húmedo, lúgubre y amurallado. Y por ese jardín deambula, flota, casi vuela una mujer de aspecto virginal y mirada de una trasparencia vertiginosa. También frecuenta el jardín el padre de la criatura, el esquinado y evasivo doctor Rappacini, verdadero propietario del vergel (y donde cultiva toda clase de plantas venenosas). De esa manera Beatrice tiende a parecer una flor más de cuentos crecen en el jardín del doctor, una flor que ha integrado en ella, en su carne y en su aliento, todo el veneno de las plantas que cuida y acaricia todas los días. Dicho de otra manera: Beatrice es la flor más hermosa, más fragante y más venenosa de cuantas ha podido concebir, con sus inventos y sus injertos, su diabólico padre.

A ese jardín llegan a menudo moscas, moscones, abejas y abejorros atraídos por la humedad y el perfume de las flores, pero en cuanto se acercan a Beatrice caen fulminados por las sustancias ponzoñosas de su mismo aliento. Y a ese jardín llega también el estudiante Giovanni, que vive en Padua tan perdido como en un sueño y que cree ver en Beatrice la encarnación de todos los dones de eros y todas las virtudes del silencio, de la soledad y hasta de la desolación. Pero el pobre Giovanni no sabe hasta qué punto Beatrice es venenosa. ¿Importa de verdad? Ah, qué delicia debe ser entregarse a una mujer tan absolutamente peligrosa y letal. Si es verdad que muchos venenos son simples narcóticos utilizados en la dosis adecuada, hacer el amor con Beatrice Rappacini debía de ser lo mismo que llegar a la más extrema narcosis del amor, a la más extrema emoción, creedlo. Y aquí reside precisamente la mayor virtud del cuento de Hawthorne: La hija de Rappacini es, además de una narración ejemplar en todo su planteamiento, una prodigiosa máquina de imaginar. Según vas entrando en la historia la imaginación se va despegando cada vez más, y llega un momento en el que ya no puedes evitar la tentación de imaginar lo que hubiese sido el coito húmedo y lunar en aquel jardín tan ponzoñoso entre Giovanni y Beatrice: ella pasándole en cada sollozo todos sus tóxicos y conduciéndolo a la más profunda ebriedad, y él sintiendo que cada beso y cada abrazo le acerca un poco más al punto final.

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17 de noviembre de 2025
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El eterno arte de contar

 

Cuando uno se adentra en la edad provecta −palabra esta a la que siempre temí, pero ahora debo afrontar− debe cuidarse mucho de no aislarse del mundo que sigue andando alrededor con su vértigo de siempre. Saber atrapar el presente y no convertirse uno mismo en pasado; y, primero que nada, buscar entender lo que nos parece extraño. “No sea yo viejo gruñón, ni avaro, ni enteramente viejo”, nos recuerda el poeta nicaragüense Salomón de la Selva. El martilleo discordante del reguetón y sus letanías monocordes, los influencers que se alimentan de likes o perecen, o los narradores de Tik Tok, un universo donde todo ocurre en la superficie y es instantáneo.

 Parece poco intelectual hablar de Tik Tok, pero es allí donde está la trampa que te pone la inmovilidad del aislamiento, que te lleva a ignorar o a desdeñar lo que de lejos te parece banal. Pero lo que rechazas por vano y superfluo no es más que una repetición del pasado con distintas vestiduras, porque el tiempo vuelve a cerrarse siempre sobre sí mismo, si creemos a Borges, quien a su vez creía en Pitágoras.

Entre los tiktokeros existen los “creadores de contenido”, contadores de historias por medio de videos en series de varios capítulos breves. Narrar es tan viejo como el mundo. Creamos historias y nos atrae escucharlas, estamos hechos para eso; no podemos vivir sin la invención. Cada vez que nos cuentan algo ficticio, o que ha ocurrido en realidad, distintas áreas del cerebro se ponen en alerta, y gracias a un enjambre de conexiones neuronales se activan los circuitos que despiertan la memoria y el estado de atención, y otros, que al escuchar lo que oímos relatar, estimulan nuestras emociones: odio y amor, rechazo y empatía, venganza y perdón.

Siempre que nos sentamos en una butaca de la sala de cine, mientras le película va mostrándonos a los buenos en conflicto con los malos, nos identificamos con los buenos y deseamos el castigo de los malos. Si cuando encienden las luces los malos no fueron castigados, nos embargo un sentimiento de frustración. Las historias que se cuentan en Tik Tok, todas están basadas en ese conflicto primario y elemental del bien contra el mal. El premio a los buenos y el castigo a los malos.

Ese conflicto es uno de los ejes centrales de toda narración, junto con los obstáculos que se interponen reiteradamente en el camino de los protagonistas, que en el viaje de sus vidas ansían llegar a su destino, donde les espera la calma y la felicidad. Desde la Odisea a los folletines que se alargaban infinitamente, y que fueron a dar a la literatura de cordel, y luego a las radionovelas, a las telenovelas, y finalmente a las series del streaming. Su versión sintética, o encapsulada es la del Tik Tok.

Hay creadores de contendido con mucha audiencia, que llegan a disponer de sus propios equipos de producción, y alcanzan a “monetizar” millones, en la medida en que sus audiencias crecen y se vuelven rentables, igual que los influencers de éxito. Pero los que me interesan son los creadores caseros, que son a la vez guionistas, camarógrafos, directores de escena, productores, y forman parte del reparto de actores; algunos actúan con sus cónyuges en la vida real, convertidos así en parejas de ficción. Los escenarios son las cocinas y las salas de estar de sus propias casas, o las calles de la vecindad, sus ambientes de trabajo, los lugares que frecuentan, y en los episodios se entremezcla la vida cotidiana. Es un arte doméstico que busca audiencia, y tampoco sobrevive sino la tiene.

Los argumentos discurren lejos de complejidades. Uno muy típico es el de la nuera egoísta que tiene como huésped temporal a su suegro, caído en desgracia económica, al que trata muy mal al punto de negarle comida, y pone al marido en la disyuntiva de escoger entre ella y el padre. El espectador debe escoger también.

Otro es el del anciano al que se le niega acceso a un restaurante de lujo debido a su apariencia de pobreza, hasta que aparece su hijo, el dueño del lugar, y de toda una cadena de restaurantes, un deus ex machina que termina despidiendo a los que han humillado a su padre, y nombrando gerente a la humilde mesera, única en haberlo defendido. Justicia cumplida.

La regla de oro del creador de contenido es apelar a las emociones, igual que hoy en día la regla de oro del populismo de extrema derecha es apelar a las emociones, y no a las ideas. Despertar el miedo al extranjero es una de esas emociones primarias de las que tanto se echa mano.

Al menos, las series instantáneas de Tik Tok buscan que el espectador se identifique con los humillados por su condición, o apariencia de pobres. Y aunque los argumentos sean simples, no deja de ser un arte meritorio poder contar el capitulo de una historia en un minuto, y hasta en treinta segundos.

 

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17 de noviembre de 2025
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Fonda revisitada

Por su parecido con Henry Fonda, yo rechazaba a Jane; un rechazo sin duda habitual, un rechazo homófobo lógico dada mi condición masculina. Ahora, ayer, 11 de noviembre de 2025, casi borrada la imagen de su padre por el tiempo transcurrido, casi borrada la máscara de hombre, he encontrado en su hija diversos elementos positivos, diversos elementos femeninos que no había descubierto. He de decir, sin embargo, que otro elemento ha concurrido, que otro elemento ha supuesto una notable ayuda, un elemento singular, de hecho un potente valor añadido, sustanciado en el hecho de ver a Jane Fonda (en A la mañana siguiente [The Morning After], un filme de Sidney Lumet, de 1986, con Jeff Bridges y Raúl Juliá) a través de una televisión local, una pequeña cadena de una pequeña localidad jienense, Jamilena, famosa por sus cerezas; Henry Fonda fallecido y Jamilena radiante, dos realidades que nunca nadie pudo imaginar que resultaran complementarias.

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12 de noviembre de 2025

'Fronteras de clase' de Lea Ypi, Anagrama, 2025 

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Lea Ypi y el «dilema progresista»: ¿qué hacer con la migración?

 

En una escena de la película Una batalla tras otra, un miembro de la sociedad secreta supremacista que controla el Estado (una versión inspirada en el republicanismo trumpista) afirma: "Para arreglar los problemas del mundo hay que empezar por la inmigración". Esta cruzada lleva a otra guerra: destruir los movimientos disidentes que defienden los derechos de los migrantes y cuestionan el capitalismo oligárquico. El guion de Paul Thomas Anderson se inspira en la novela Vineland de Thomas Pynchon, ambientada en el reaganismo; aun así, en la gran pantalla también vemos proyectado el actual malestar político, con un marco ideológico centrado en la identidad, las guerras culturales y el concepto cerrado de ciudadanía.

Es en este clima sobrecalentado que se publican tres artículos, de tono académico, de Lea Ypi (Tirana, 1979), con el título Fronteras de clase, escritos entre 2018 y 2022. Esta profesora de teoría política nacida en la Albania de Hoxha, formada en Italia y destacada intelectual afincada en Inglaterra, aborda el debate sobre migración y ciudadanía e integra un tercer eje, el de la desigualdad, presente en buena parte de su obra: no puede analizarse el ascenso de la ultraderecha, los discursos natalistas o el señalamiento de los extranjeros sin examinar críticamente el desmantelamiento previo del Estado del bienestar que halla, en la clase trabajadora migrante, el chivo expiatorio perfecto.

"En los países capitalistas, la gente decía que había libertad e igualdad, pero eso era solo sobre el papel, porque únicamente los ricos podían disfrutar de los derechos disponibles", recordaba en sus memorias de infancia y juventud Libre (Anagrama, 2023).

Mercadeando con la ciudadanía Por su limitada extensión y el origen diverso de las partes que conforman Fronteras de clase, no encontramos soluciones ni vías de escape, sino un repaso sintético de las contradicciones, los dilemas y fisuras analíticas de los discursos sobre migración y ciudadanía. Este examen mira prioritariamente a la izquierda, a la que le afea haber abandonado la lucha de clases en favor de las identitarias, que no tienen en consideración que la base de una sociedad justa e igualitaria pasa ante todo por la redistribución de la riqueza y el blindaje de los servicios públicos.

"La principal limitación de los análisis más recientes de la ciudadanía y la migración (...) es que suelen abordar el acceso a la ciudadanía como una cuestión de derechos individuales. La ciudadanía se concibe como un título que se hereda por haber nacido en un determinado país o que debe obtenerse -ya sea por medios financieros o demostrando ciertas competencias cívicas (...)-", leemos.

El caso más evidente, conocido también en España, es el de los visados de oro, que otorgan la ciudadanía a solicitantes con elevado poder adquisitivo. "Cuando es comprada y vendida, en vez de ser concebida como un vehículo de emancipación política, la ciudadanía se convierte en un instrumento de dominio y opresión", añade la autora. La consideración de la ciudadanía como un bien de consumo remitiría "a los tiempos en los que los requisitos de propiedad determinaban quién tenía derecho al sufragio".

La socialdemocracia europea atraviesa una crisis profunda en el intento de derrotar a la derecha en un ámbito del que hace bandera. En el ámbito migratorio -convertido por la extrema derecha en un laboratorio del miedo-, partidos de centroizquierda endurecen el discurso, avalan detenciones y aceleran deportaciones con la esperanza de recuperar apoyo electoral. Pero esa estrategia parte de una ilusión: en el juego del castigo y el control, la derecha siempre será más creíble, porque es su terreno natural. Imitar su lenguaje es aceptar sus premisas y, cuando la disputa se reduce a matices, el electorado prefiere el original.

El fracaso de la exclusión Este error táctico revela una deriva mayor: la renuncia a construir una alternativa real al neoliberalismo o al nacionalismo excluyente. En lugar de confrontarlos con un proyecto transformador, la centroizquierda se acomoda en posiciones "moderadas" que maquillan los daños estructurales sin revertirlos. Así rompe con la tradición pacifista, internacionalista y cosmopolita que, tras la Segunda Guerra Mundial, situó la cooperación, la justicia social y la solidaridad internacional como cimientos de un orden distinto al que condujo a las catástrofes del pasado.

La deportación se convierte, en este contexto, en la herramienta disciplinaria de unos Estados que, tras abandonar la función inclusiva de la ciudadanía, la reducen a una marca de propiedad e identidad. La violencia institucional se normaliza, y se presenta como eficacia lo que en realidad es un fracaso democrático: la exclusión. Al mismo tiempo, el conflicto de clase se disfraza de choque identitario entre "nativos" e "inmigrantes". Esto ocurre porque se ha perdido la capacidad de articular una crítica estructural del capitalismo: se ha dejado de hablar de desigualdad material y de relaciones de poder económico, y ese desplazamiento refuerza el orden que debería cuestionarse.

Y así nos encontramos creyendo que existe una disyuntiva -lo que Ypi llama el "dilema progresista"- entre la apertura a los demás y la protección de la cohesión social interna, por una supuesta sobrecarga de los servicios sociales debido a la inmigración. Si nadie señala las raíces de la precariedad, como la financiarización de la economía, la privatización del Estado del bienestar y la deslocalización del trabajo, se entiende que acabe por cuajar que la amenaza es el migrante dispuesto a cobrar menos o el refugiado que "recibe ayudas".

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12 de noviembre de 2025
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La Ciudad Amurallada: Distopía y resistencia

Eduardo Iglesias construye en La Ciudad Amurallada una ambiciosa distopía que fusiona novela negra, reflexión filosófica y crítica política en un texto denso y exigente. La historia arranca con J Solo, un detective hastiado cuya misión consiste en encontrar a ocupantes de vehículos abandonados en la Ciudad Abierta del Siglo XX, un parque de atracciones que funciona como válvula de escape para los habitantes de la opresiva Ciudad Amurallada. Su búsqueda de Lara Márquez, una joven desaparecida, se convierte en el detonante de una transformación personal que trasciende lo detectivesco para adentrarse en territorios existenciales y políticos.

El mayor logro de Iglesias es la construcción de una atmósfera kafkiana y opresiva. La Ciudad Amurallada se presenta como una urbe militarizada, protegida por bóvedas blindadas, donde grandes paneles transmiten consignas incesantes: "No fume, no beba, no se drogue" o "Prevención antes que detención". Esta ciudad-prisión, creada supuestamente para proteger a sus habitantes del terror externo, contrasta violentamente con los espacios de resistencia que sobreviven en sus márgenes: el bar clandestino de Leo, las montañas donde Lara escribe en una tienda de campaña, las cuevas donde se refugian los rebeldes. La novela se estructura en cinco partes que funcionan como círculos concéntricos, permitiendo que distintos narradores aporten perspectivas complementarias sobre el mismo universo opresivo.

La prosa de Iglesias es densa y está cargada de referencias culturales que van desde Wagner y Bruce Springsteen hasta Buñuel, Blade Runner y los filósofos presocráticos. Estas referencias enriquecen el texto con capas de significado El autor no teme la digresión filosófica ni el ensayismo, incorporando reflexiones sobre san Agustín, Heráclito o Adorno.

Los personajes experimentan transformaciones radicales a lo largo de la novela. J Solo pasa de detective a amante, de fugitivo a orador filosófico, en un arco narrativo que recuerda al de Winston Smith en 1984 pero con matices más existencialistas. Lara Márquez, por su parte, es un personaje esquivo que funciona más como símbolo: escritora, stripper, líder guerrillera. Los fragmentos de su cuaderno, con relatos sobre mujeres en el desierto saharaui o aviadoras en situaciones límite, aportan contrapuntos líricos.

Uno de los aspectos más intrigantes es la dimensión metaficcional: los rebeldes utilizan el nombre de J Solo como consigna, y existe un libro prohibido dentro de la novela que narra precisamente la historia que estamos leyendo. Esta estructura de cajas chinas genera una reflexión sobre el poder transformador de las narraciones y su capacidad para inspirar resistencia, aunque añade complejidad a un texto de por sí exigente.

La Ciudad Amurallada es, en definitiva, una propuesta literaria valiente que exige compromiso. Iglesias ha construido un texto híbrido que dialoga con tradiciones diversas para plantear preguntas incómodas sobre el miedo, el control y la libertad. No es una lectura fácil ni complaciente, pero para lectores dispuestos a adentrarse en una distopía intelectual que privilegia la reflexión sobre el entretenimiento, ofrece reflexiones valiosas sobre el precio de la seguridad absoluta y la necesidad irreductible de espacios de libertad.

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6 de noviembre de 2025
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La extranjera soy yo

 

La noche era templada, las luces tintineaban caprichosas y mi empeño en hallar antiguas volutas, bellos naufragios de las leyendas del jazz, me condujo hasta las puertas de Zinc, un club que en los años 40 se llamaba Cinderella. Allí actuó la enorme Billie Holiday, y Thelonius Monk fue pianista residente, por lo que pisar ese escenario se me antojaba hermoso. El día anterior había disfrutado de la big band que dirige Wynton Marsalis en Jazz at Lincoln Center mientras comía pollo frito y tres jóvenes estudiantes seguían a mi lado las ondulaciones del saxo y la fuga del piano. Mi codicia musical no tenía fin y quería apurar un par de noches en Manhattan en uno de esos lugares que curan el ánimo, por lo que me escapé sola al Village sin maquillaje ni resquemor.

No tengo duda de que los grandes estropicios humanos se deben al exceso de confianza, a esas certidumbres que sostenemos porque no queremos perder las expectativas. Pero ¿cómo iba a relacionar algo tan exquisito como el jazz con la humillación? Eso es lo que me aguardaba en el club, donde un portero afroamericano de pintoresco uniforme quiso aplastarme con su autoridad. Tras más de veinte minutos de cola, los dos chicos que tenía delante recibieron a cuatro amigos más; les hice un gesto impaciente y entendí que me cedían el paso. Pero cuando llegué a la puerta me topé con una voz de alférez que me acusó de haberme colado. El malentendido fue mudando hasta ponerse violento: tanto él como el grupo de jóvenes empezaron a mofarse de mi inglés. “Pero si habla alemán”, repetían.

El portero no solo me dijo que no había sitio para mí, sino que mi único lugar estaba “en la calle”, señalándome una silla a su lado. Como un perro, un pedazo de carne, una apestada. Su única misión era seguir mofándose de mi mal acento y aprovecharse de mi circunstancial soledad. Aunque una haya acumulado desencuentros y críticas a lo largo de los años, es pasmoso ver cómo empiezas a farfullar ante la humillación: quienes atacan huelen tu desconcierto mientras la burla deshumanizadora te desarma. No hay carácter, ni experiencia, ni recurso que sirvan, solo parálisis.

Nunca lo había sufrido en mi piel, pero ahora ya sé a qué se refieren aquellos que son reducidos a lo infrahumano por ser extranjeros. El umbral de cualquier puerta se encoge, y por mucho que intentes comprender, te vas con la hostia en el cuerpo.

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6 de noviembre de 2025
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Eros y biberones

Erótica y materna, publicado por Ediciones Rialp, pertenece a esa rara estirpe de libros escritos para despertar una forma de intelecto adormecido en quien ya abraza la complejidad del tema que se trate. Su autora, Mariolina Ceriotti, neuropsiquiatra y psicoterapeuta, ahonda en el misterio del universo femenino, su encuentro entre el eros y el don. La habitación simultánea del cuerpo que da la vida y el cuerpo amante. Ceriotti lo recoge todo: filosofía, teología, psicología y titulares.

Allí donde los tiempos modernos vieron conflicto —la mujer dividida entre amante y madre—, Ceriotti sugiere continuidad. No puede haber contradicción entre el deseo que busca y el cuerpo que acoge; ambos responden a una misma vocación de reciprocidad. Su lectura nos dice que lo fecundo no se opone a lo erótico; de darse la forma contraria, no funcionaría.

Es cierto que el tema puede dar pereza, ya que cada vez que se invoca la cuestión femenina algo se agita en el debate público de la forma más desagradable posible. Hace unos días, la revista Glamour publicaba una lista de honor para los premios Mujeres del año 2025. En ella aparecen nueve hombres biológicos, llamados mujeres trans. La falta de significado del cuerpo femenino, en su sentido más profundo, ha desvanecido la complementariedad entre los dos sexos. Como bien dice la autora: «Masculino y femenino son dos modos de estar en el mundo, dos identidades de valor equivalente, ambas enteras y, al mismo tiempo, incompletas, porque a cada una le falta algo que solo posee y puede dar el otro». El énfasis excesivo en la dimensión exterior de lo femenino —parecer mujer, habitar el cuerpo propio como lo haría una mujer y, por tanto, ejercer una especie de derecho a ser tratada como tal— rompe con el equilibrio de su dimensión universal.

Precisamente, Erótica y materna no es un libro sobre la maternidad ni sobre el deseo, sino sobre la forma en que ambos se entrelazan en una misma fidelidad al ser de manera auténtica y plena. El eros, liberado de su caricatura hedonista —el mundo de las apariencias, lo que nunca trascenderá—, vuelve como una fuerza de conocimiento; la maternidad, achicharrada de sentimentalismo, como una forma de sabiduría e instinto indestructible. En este cruce, el libro encuentra su latencia: la afirmación de una corporalidad que no divide, la identidad propia. Hay que dar testimonio del valor de la condición femenina. Al fin y al cabo, no hay acto más revolucionario que dar vida.

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4 de noviembre de 2025
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El Boomeran(g)
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