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'Los pájaros' de Tarjei Vesaas (Nórdica, 2025)

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Tarjei Vesaas: una hermosa y honda reflexión sobre cómo aprehender el mundo

En una cabaña apartada junto a un lago rodeado de abetos, álamos y abedules viven Mattis y su hermana Hege. Entre el silencio de la madera y el rumor de la lluvia, sostienen una rutina hecha de agujas y palabras. Hege teje sin cesar prendas de punto -rosas de ocho pétalos, gorros, chaquetas- con las que compra harina, hilo y todo lo básico para subsistir. Es su manera de mantenerse a flote. El dinero siempre escasea.

Mattis, a quien llaman el Simplón, vive atrapado entre la vergüenza de saberse una carga y el miedo a quedarse solo; entre el orgullo herido y la gratitud. Lo toleran, pero con una mezcla de lástima y desdén, como a la pareja de álamos secos más allá de su cerca, que en el pueblo llaman Mattis-y-Hege, para ridiculizar su dependencia mutua. Sólo ella sabe traducir el balbuceo del hermano, compuesto de asociaciones insólitas fruto de una extrema sensibilidad. "Eres como un rayo", le dice una tarde a su hermana. "Le parecía que, cuando pronunciaba la palabra rayo, una especie de curiosos surcos se formaba dentro de su cráneo, y eso le atraía", leemos en la novela del noruego Tarjei Vesaas (1897-1970).

Lo que para otros es una simple ocurrencia, en el caso de Mattis es su modo de comunicarse con el mundo, más denso y más puro. Donde él percibe mensajes en el vuelo de las becadas y su rastro en la superficie del cieno, los demás solo ven simples pisadas. Con esas aves, que cruzan cada noche la cabaña, Mattis tiene una conexión especial, y cuando un cazador las abate, se acentúa su sensación de pérdida y fragilidad.

El corazón de Los pájaros late en la tensión entre los cuidados y el sacrificio. Hege sabe que Mattis, ya en la cuarentena, está necesitado de ternura, pero el desgaste ha hecho mella. Ella lo anima a ser barquero -aunque nadie necesite su barca- o a ofrecerse para escardar nabos. Mattis lo intenta, porque no renuncia a la esperanza de ser un "avispado" (esa gente que "se mostraba fuerte y diestra, yendo al trabajo con la misma naturalidad con la que respiraba y vivía"), aunque intuye que está fuera de su alcance.

La única vez que logra sentirse mínimamente conectado con el exterior es cuando dos despreocupadas turistas de paso, Inger y Anna, aceptan dejarse llevar en su barca. Ese breve episodio, teñido de un aire juguetón pero también de fatalidad, deja en él una huella imborrable: al presentarse, no da su verdadero nombre, como si así se le concediera acceso, por un instante, a otra identidad posible, a un destino distinto. Pero nada bueno parece que pueda durar. Así se entretejen dos relatos superpuestos: el del individuo desplazado por la dureza del mundo y el del tesoro secreto que habita en los pliegues de la realidad y que solo aquellos que saben mirar sin juzgar pueden entrever.

El vínculo entre lengua y entorno

Que Vesaas escribiera Los pájaros en nynorsk alude a otra forma de fragilidad, la lingüística. Cuando se publicó en 1957, el nynorsk -basado en dialectos rurales del oeste y centro-sur de Noruega- se oponía al bokmål, derivado del danés y usado entonces por las élites urbanas. El nynorsk ancla la lengua a una cadencia oral, a la naturaleza. Permite estructuras impersonales y pasivas que disuelven la voz del narrador; no prima la lógica, sino la inmediatez de un idioma surgido del habla rural, con sus pausas, rodeos y palabras sin pulir, donde el pensamiento se confunde con el rumor del bosque.

Ese vínculo entre lengua y entorno refuerza la materia misma de la novela: la dificultad para habitar el lenguaje. Mattis se aferra a las palabras como si cada una tuviera un sabor distinto: las repite, las prueba, las recoge de lo que oye y las devuelve al mundo a su manera, casi siempre de forma torpe, a veces desconcertante. Su habla es sencilla, cortada, pero deja asomar una poesía involuntaria sin audiencia. El narrador de Los pájaros no es exactamente Mattis ni su razón, sino esa parte que no obedece a la gramática de la cordura.

Vesaas, que escribió esta novela lejos de la ciudad, convirtió esa distancia en un espacio donde la lengua se hace porosa y la realidad, más honda. Se lo ha comparado con Knut Hamsun, pero sin la crispación ni el rencor. A diferencia de otros modernistas, no se cubre con la dificultad como con un escudo: su prosa es deliberadamente clara, pero deja huecos por donde respira lo que no encaja.

A merced de las aguas

La aparición inesperada de un tercero alterará para siempre el precario equilibrio entre los hermanos: un leñador llamado Jørgen. Figura ajena a la sintaxis compartida de la cabaña, introduce un lenguaje nuevo: corta troncos, habla sin rodeos, y pide instalarse en el desván, un espacio que hasta entonces había estado vacío. Es el primero -y el único- que se sube a la barca de Mattis, cuando intenta ejercer de barquero entre las dos orillas del lago, sin burlarse, pero ese gesto, lejos de acercarlos, abre una grieta.

A Hege le devuelve algo parecido a la alegría -"su rostro apenas resultaba reconocible, sin cansancio, nada huraño, sin pena alguna"-; a Mattis, en cambio, lo sumerge en una soledad más densa. No por crueldad, sino por contraste: Jørgen representa la posibilidad de una cotidianidad que no necesita traducción. Él no desplaza a Mattis con violencia, pero su sola presencia redefine los vínculos. Mattis, atrapado entre la gratitud y el miedo, no consigue entender cómo formar parte. Y así, la trama se tensa hacia su desenlace.

No hay fábula ni moraleja. Mattis se adentra en el lago con su barca. La corriente lo acoge sin ceremonia: el agua, que siempre reflejó su confusión, sigue fluyendo. Nada se detiene. Nada se redime. Los álamos secos -Mattis-y-Hege- continúan ahí, testigos mudos de una dependencia que nadie supo cuidar del todo. Mattis no es un mártir. Habita un mundo solitario, pero colmado de una belleza que sólo él parece capaz de ver, pese a sus esfuerzos por compartirla. Es un hombre que mira un ave y pronuncia rayo como si la palabra pudiera sostenerlo. Y aunque nadie lo entienda, esa palabra sigue sobrevolando la página mucho después, mientras el lago mantiene su sublime indiferencia.

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29 de agosto de 2025
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Barenboim y Savall: cuando la música muestra el camino de la paz

 

En el verano europeo de 1999, en la antigua ciudad alemana de Weimar sucedió un pequeño milagro. El reconocido director de orquesta y pianista argentino-israelí Daniel Barenboim juntó a jóvenes instrumentistas de Israel, Palestina, Irán y los países árabes para formar una orquesta que, además de tocar piezas orquestales al más alto nivel, demostrara que la música es capaz de unir a miembros de sociedades que se odiaban y se hacían la guerra desde hacía generaciones.
El proyecto, llamado West-Eastern Divan por una colección de poemas de Johann Wolfgang Goethe inspirados en la poesía persa, en los que se expresan ideas de diálogo y unión entre el oeste y el este, fue desde antes de comenzar un emprendimiento mucho más que musical.
Barenboim cuenta en sus memorias, Mi vida en la música, que seis años antes había conocido al profesor de Columbia y activista por los derechos de los palestinos Edward Said, un melómano consumado. Desde un comienzo los unió el amor a la música y el convencimiento de que desde las artes y las letras se puede crear un diálogo entre jóvenes judíos y palestinos. Nadie podía reprocharles a ellos no haberse jugado por sus identidades personales: como palestino refugiado convertido en destacado profesor de literatura, Said pudo haber llevado una tranquila vida de catedrático en Nueva York. Sin embargo, se convirtió en una activa voz por la causa de los suyos y un incansable luchador por la paz y el respeto a sus derechos, lo que le costó numerosos sinsabores y amenazas. Sus libros Orientalismo y Cubriendo el islam son clásicos del pensamiento anticolonial.
Por su parte, Barenboim, nacido en una familia de inmigrantes judíos en Buenos Aires, a la vez que subía como un cometa en el mundo de la música clásica desde su triunfo como niño prodigio del piano y precoz director, se involucró en la lucha por la existencia del Estado de Israel, tomó la nacionalidad israelí y se mudó con su primera esposa, la cellista Jacqueline Du Pre, a Tel Aviv para apoyar lo que para él era la lucha por la supervivencia en la Guerra de los Seis Días y la guerra del Yom Kipur, actuando para las tropas israelíes.
Desde sus ideales humanistas compartidos, Barenboim y Said crearon un espacio sorprendente, donde entre ensayos y conciertos, los artistas bisoños, en muchos casos ex reclutas que habían vestido uniformes enemigos, aprendían a convivir mientras se impregnaban de la historia de los otros.
Dice Barenboim en sus memorias: “En Weimar, Edward pudo transmitir a los jóvenes músicos árabes la sensación de que era uno de ellos y, al mismo tiempo, orientarlos en muchos ámbitos. Dio conferencias igual de magistrales sobre Goethe y sobre el conflicto entre Oriente y Occidente y, en menos de una hora, sin proponérselo siquiera, logró convencer a setenta y ocho jóvenes procedentes de Israel, del mundo árabe y de Alemania de por qué era importante para ellos ir a visitar el campo de concentración de Buchenwald. Lo consiguió sin que los alemanes se sintieran culpables, sin que los israelíes se sintieran incómodos y sin que los árabes sintieran que no tenía nada que ver con ellos.”
Durante más de dos décadas, la orquesta actuó en las grandes salas de concierto de Nueva York, Londres, Berlín, Salzburgo, Tokio y varias veces en el Colón de Buenos Aires, siempre con un éxito arrollador. Los conciertos empezaban y terminaban sin discursos: tocaban juntos la Novena Sinfonía de Beethoven, y ahí estaba ya contenido el mensaje.
Probablemente el acto simbólico más importante de esta orquesta fue la actuación en Ramala en 2005, durante su gira por Israel y Palestina, donde muchos de los integrantes del Divan pisaban por primera vez la tierra de los otros.
En el mismo verano de 1999, el violagambista Jordi Savall, nacido en Igualada, Cataluña, en 1941, un año antes que Barenboim, se internaba en los sonidos ancestrales de su propia tierra. Ese año tocaba por primera vez con su esposa, la soprano Montserrat Figueres, El cant de la Sibilla, una plegaria medieval considerada una de las primeras muestras del arte musical en tierras valencianas y catalanas. Un año antes había fundado su propio sello musical para grabar música antigua con el máximo respeto a la tradición y con los grupos vocal e instrumental que había fundado.
Pero a medida que crecía su fama entre los amantes de la música antigua, sobre todo con la banda de sonido del gran éxito cinematográfico francés Todas las mañanas del mundo, Savall comenzó a internarse en otras geografías y hacer libro-discos conceptuales, como uno de música de la época de Cristóbal Colón, otro de música que se escuchaba en los tiempos de Cervantes, música que acompañó las peregrinaciones a oriente de San Francisco Javier, música de los esclavos en América.
En sus grabaciones y actuaciones en vivo, frecuentemente rescataba obras del encuentro de culturas de la España morisca, del África del norte, de Medio Oriente. En un trabajo conjunto con el poeta, hebraísta y filólogo Manuel Forcano, se ha ido acercando cada vez más a espectáculos que pintan mundos sonoros, históricos y literarios en los que sin aspavientos ni anuncios, actúan juntos músicos tradicionales musulmanes y judíos.
El punto más alto de este camino es Jerusalén, ciudad de las dos paces, editado y difundido en una larga gira en 2008. Cuando entrevisté a Savall en su casa en Bellaterra, cerca de Barcelona, en 2011, le pregunté por si encontraba una similitud entre su trabajo de juntar músicos de países en continuo conflicto en Medio Oriente con el proyecto de Barenboim.
Me dijo que sentía un enorme respeto tanto por la estatura artística del director y pianista como por la valentía y persistencia de su proyecto de unir músicos de ambos lados de la trinchera. Pero agregó que, si bien consideraba necesaria y positiva la labor de tocar las mismas obras de los grandes maestros clásicos y románticos, su objetivo era distinto.
Y esto se puede notar claramente en Jerusalén: los músicos no tocan juntos Beethoven, Brahms o Sibelius. Son sus músicas ancestrales y nuevas, sus propias composiciones, los sonidos de las distintas épocas de la ciudad cuna del judaísmo, del cristianismo y del islam. Escuchando el disco, se entra en un diálogo profundo entre las formas de cantar al amor, al dolor, a la nostalgia, a la celebración de fiestas religiosas, de modo que las sonoridades, los modos musicales y el uso de instrumentos propios de cada tradición nos lleva a un mundo de armonía en medio de los odios y las bombas.
Jerusalén, ciudad de las dos paces suena a ironía amarga u oxímoron. Pero el significado profundo lo explica Forcano en el nutrido libro que acompaña los dos CDs: “Una de las etimologías que explican el nombre de la ciudad de Jerusalén traduce su nombre hebreo como ‘la ciudad de las dos paces, haciendo clara referencia metafórica tanto a la ‘paz celestial’ como a la ‘paz terrenal’, la primera proclamada y prometida por los profetas que vivieron o pasaron por ella, la segunda siempre anhelada por los políticos de todas las épocas que la han gobernado a lo largo de sus más de cinco mil años documentados de historia.”
Participan músicos judíos como el cantante israelí Yair Dalal junto con artistas árabes como el laudista iraquí Omar Bashir y el cantautor armenio Razmik Amyan, interpretando sus propias composiciones y también colaborando en obras conjuntas, que muestran la posibilidad de armonía más allá del seguimiento de legendarias partituras.
Tanto Savall como Barenboim han seguido haciendo muchas otras cosas. Durante las últimas décadas, Barenboim combinó sus proyectos de diálogo intercultural entre judíos y palestinos con sus otras incesantes actividades como director de la Ópera Estatal de Berlín, como director invitado y como pianista ambicioso, grabando más de una vez todos los conciertos de Mozart y todas las sonatas de Beethoven. También volvió a su cuna musical, Buenos Aires, para actuar con la otra gran estrella clásica argentina, Martha Argerich.
Savall tampoco se ha limitado a unir músicas que demuestran la posibilidad del diálogo en medio de la guerra: ha ganado Grammy por otros de sus proyectos musicales, históricos y sociales, incluyendo La dinastía Borgia, con música original de la época de esa familia tan sanguinaria como culta, y Las rutas de la esclavitud, con los sonidos y las crueles historias de los africanos arrancados de sus tierras, pero no de sus raíces culturales.
El maestro catalán sigue activo tocando la viola da gamba, el instrumento antiguo que rescató del olvido, y dirigiendo sus grupos instrumentales y vocales. En los últimos años se ha ido acercando a la música clásica y hasta romántica, entrando en el terreno de Barenboim: en esta década ha grabado con instrumentos originales las sinfonías de Beethoven.
Ambos octogenarios son luminarias en el firmamento de la música clásica, y con sus creativos y valientes proyectos de usar la música para promover la paz y el entendimiento, Barenboim desde sus raíces judías, Savall desde su identidad catalana y española, heredera de la tradición cristiana de la península, muestran que pese a los horrores que no cesan, la música nos puede convencer de que la paz es posible.

Publicado el 23 de agosto en Ideas de La Nación de Buenos Aires.

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26 de agosto de 2025

Volcán en erupción, parque de Masaya, Nicaragua

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Los soles del rojo verano

 

El verano dura en Nicaragua la mitad del año, porque verano llamamos al tiempo en que no llueve, pero se hace más intenso en su inclemencia entre los meses de marzo y abril, que coincide con la temporada de cuaresma. Es cuando los ríos se agostan hasta mostrar su lecho de piedras, el pasto se seca en los potreros y las recuas de reses emigran hacia las zonas de montaña en busca de verdor; y en medio del bochorno que enciende los cielos sollamados y agrieta la tierra, se escucha incesante el coro de los chicharras. Soles rojos -los soles del rojo verano, dice Darío en la Marcha Triunfal- velados por el humo de las quemas porque desde milenios atrás los pueblos aborígenes prendían fuego a los rastrojos, y en las noches sin viento es posible ver las caudas de fuego que serpentean en los llanos y asciende por los cerros.

La estación contraria, la otra mitad del año, es la de las lluvias que nunca son mansas, sino que despeñan en torrentes y los ríos salidos de madre descuajan troncos de árboles y arrastran en su corriente reses muertas, lluvias sin tregua que caen por días y hasta semanas revolviendo el paisaje. Una naturaleza siempre exagerada y dañina tanto en sus carencias como en su abundancia.

En mi infancia de los pueblos blancos de la meseta cafetalera, el mar era la lejanía y las excursiones a las playas eran como un viaje al extranjero, o una migración temporal en la que se cargaba con camas y trastos de cocina. El mundo del verano de las vacaciones escolares, la semana santa siempre de por medio, se centraba entonces en la laguna de Masaya, un antiguo cráter volcánico al que le había llovido desde tiempos prehistóricos hasta llenar el cuenco, al lado el volcán Santiago, ese sí activo, y desde cuyo cráter es posible ver la fragua luciferina en el fondo. Un ambicioso fraile dominico, fray Blas del Castillo, creyó que era oro en combustión y en 1538 se hizo bajar por medio de poleas en una canasta para sacar un cucharón de muestra. Resultó ser lo que era, escoria.

La laguna de Masaya se halla rodeada de pueblos chorotegas y nahuas de nombres musicales, Nindirí, Nandasmo, Monimbó, Masaya, Jalata, Masatepe, donde yo nací. Para hacer posible el acceso a la laguna, el general José María Moncada, coterráneo mío, en los años en que ejerció la presidencia de Nicaragua hizo despejar con cargas de dinamita los peñascos de una ladera del cráter, abrió una exigua carretera que bordeaba el abismo, y en recuerdo de la hazaña, hizo colocar en lo alto del desfiladero una placa de bronce con la leyenda lo que vale la voluntad del hombre dirigida hacia el bien.  Luego construyó en la costa un chalet al que llamó Venecia, que cuando Managua fue destruida por un terremoto en 1931, sirvió de casa presidencial.

En ese chalet ofrecía ágapes y recepciones a la gente prominente de Masatepe, y al cabo de una de esas fiestas, el doctor Octaviano Sánchez, farmacéutico del pueblo, se despeñó en su Ford modelo T mientras ascendía la ladera, y aunque sobrevivió al accidente junto con su esposa, murieron dos hijas suyas gemelas.

A Moncada le había tocado ser presidente bajo la ocupación militar de Estados Unidos, mientras las tropas de la infantería de Marina combatían al Ejército Defensor de la Soberanía Nacional encabezado por Sandino. Los marines mandaban en las ciudades del Pacífico y Sandino en las montañas del norte.  Al asumir la presidencia Moncada había querido tener una milicia propia, organizada bajo el mando del General Manuel Escamilla, un mexicano lugarteniente suyo, pero la jefatura de los marines le ordenó desarmarla. Escamilla y sus veteranos se dedicaron entonces a las obras públicas, como esa de abrir con dinamita el bajadero hacia la laguna de Masaya.

La más estricta prohibición de escaparse a la laguna había sido decretada por mis padres por lo peligroso de sus aguas, ya que la playa era muy somera, y a escasos metros se precipitaba hacia el abismo formando un embudo, con lo que eran frecuentes los ahogados; pero no sólo violentábamos mis hermanos y yo la advertencia emprendiendo excursiones clandestinas, sino que bajábamos al cráter agarrados al tubo de agua potable que descendía casi perpendicular entre las rocas. El general Moncada, emprendedor como era, también había fundado una compañía aguadora, propiedad suya, que abastecía al pueblo.

E igualmente, de manera clandestina, íbamos por los caminos vecinales y atravesábamos cercos de fincas hasta llegara a la ladera del volcán Santiago, hundiendo los pies en la cascada de arena negra hasta alcanzar el cráter, mientras nos envolvía la intensa humareda que olía a azufre. Y cuando en las noches escuchaba desde mi cama los retumbos acompasados del volcán, como un lejano cañoneo, hasta entonces me sobrecogía el miedo que no había sentido mientras escalaba la ladera y la vaharada sulfurosa me ardía en la garganta.

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25 de agosto de 2025
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Los justos

LOS JUSTOS

Un hombre que cultiva un jardín, como quería Voltaire. El que agradece que en la tierra haya música. El que descubre con placer una etimología. Dos empleados que en un café del Sur juegan un silencioso ajedrez. El ceramista que premedita un color y una forma. Un tipógrafo que compone bien esta página, que tal vez no le agrada Una mujer y un hombre que leen los tercetos finales de cierto canto. El que acaricia a un animal dormido. El que justifica o quiere justificar un mal que le han hecho. El que agradece que en la tierra haya Stevenson. El que prefiere que los otros tengan razón. Esas personas, que se ignoran, están salvando el mundo.

Jorge Luis Borges, 1981

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No conocía este poema de Jorge Luis Borges. Me sorprenden su título y su estructura; el título porque coincide con el de un poema mío, y la estructura porque coincide con la de otro, “Los humildes”. Ambos poemas, de 1962, publicados en mi primer libro, De las condiciones humanas, Barcelona, Editorial Trímer, 1964.

Así que pensé, en un primer momento, en la posibilidad de un nuevo caso de plagio inverso, pero ahora, al comprobar el año de publicación del poema borgiano, 1981, se suscita otra cuestión; Borges no podía, es prácticamente imposible, conocer mi obra poética, ¿qué ocurrió entonces?, ambos textos son demasiado parecidos.

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LOS HUMILDES

Al que bulle en desafío y los manjares esparcidos;

al que conoce la modestia del helecho, numen contrito;

al que avergüenza la claridad del sol y baña su rostro en la ternura de las lágrimas;

al que recorre las provincias más antiguas saludando con los brazos, mástil altivo;

al que recuerda y sus labios ya no son buenos;

al que amasa el pan de los días entonando migajas terrenales;

al que se desvía por el frío, por el viento, por las olas o por el miedo;

al que desprecia, y los ojos sellados;

al que está seguro de su desastre;

al que teme las fuerzas desconocidas;

al que abre la puerta todas las mañanas y espera encontrar un mirlo;

al que mata y su cerbatana es recia;

al que de nombre tiene el grito de un pájaro y sus piernas aún caminan;

al que es torturado por los buscadores de algo;

al que es huraño y los suyos comen raíces;

al que pasea una urraca atada a un cordel encontrado;

al que posee una casa y un cerdo y una cabra y nada veloz en la charca de su vecino;

al que es consagrado a las labores del amor y su vientre es estéril;

al que corretea junto al arroyo, una zarza lacerando sus rodillas;

al que oye la voz del dueño retumbar en los acantilados;

al que es joven y sus espaldas anchas;

al que descubre la vida bajo una piedra plana;

al que bebe sangre, leche, grasa, y sus padres llaman mudo;

al que se cobija en los matorrales, los demás riendo;

al que da nombres a los arados, hachas, esteras y amigos;

al que siempre está solo, una encina dibujada;

al que lleva en los bolsillos trozos de papel, piedras de río y una sabandija;

y al que el paso del tiempo le produce tedio, una mano enguantada.

(1962)

Francisco Ferrer Lerín

De las condiciones humanas

Barcelona, Editorial Trímer, 1964

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20 de agosto de 2025
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El asombroso tenor Jonathan Tetelman y el misterio de los genes

En estos días se desató una polémica en Estados Unidos por una publicidad de jeans. Como todo en ese país, la cuestión se volvió política. Resulta que la marca de vaqueros American Eagle sacó un anuncio con la actriz y modelo Sydney Sweeney, en la que mientras mira sexy y lánguida a la cámara, recita: "Genes are passed down from parents to offspring, often determining traits like hair color, personality and even eye color. My jeans are blue." (Los genes se pasan de padres a hijos, a menudo determinando aspectos como el color del pelo, la personalidad e incluso el color de los ojos. Mis jeans son azules).
Obviamente, juega con que en inglés, jeans y genes suenan igual. Y con que nos está mirando con sus ojos tan azules como los pantalones que promueve.
Inmediatamente empezó la discusión: se acusó a la marca de promover la eugenesia, una teoría rechazada por la ciencia que postula que hay genes “mejores” que otros, y obviamente, en la historia de racismo y esclavitud de Estados Unidos, los rubios de ojos celestes tenían mejores genes y merecían sus privilegios, que pasaban de padres a hijos junto con esos “great genes”. La pelea se calentó cuando los medios averiguaron que Sweeney estaba afiliada al Partido Republicano de Donald Trump.
En el programa All Things Considered, de la Radio Pública de EE.UU; (NPR), la periodista Manuela López Restrepo dijo que “la campaña pública que jugaba con esta idea de genética en un momento en que la Casa Blanca del presidente Trump está empujando para eliminar esfuerzos a favor de la diversidad en el gobierno federal y atacando a los inmigrantes ya está causando alarma en parte del público”.
Pensé en esta controversia a propósito de algo que aparentemente no tiene absolutamente nada que ver: la actuación en el Teatro Colón y en Chile y Perú del tenor Jonathan Tetelman.
Esta figura de la ópera, que se está convirtiendo en el más cotizado cantante joven de papeles líricos como Rodolfo, el protagonista de La Boheme, o heroicos como el Mario Cavaradossi de Tosca, se presentará por primera vez en el Cono Sur, donde nació.
Tetelman vino al mundo en Castro, la capital de la isla de Chiloé, en el sur profundo de Chile, en 1988. Según le contó a Cecilia Scalisi en Conversaciones de domingo en La Nación, no ha podido averiguar quiénes son sus padres biológicos por una cláusula en su adopción. Fue adoptado a los siete meses por el matrimonio de un abogado y una arquitecta de Nueva Jersey, desde pequeño mostró talento y disposición para la música, entró al coro de niños de Princeton y a fuerza de trabajo duro, una voz prodigiosa y una estampa de galán, asumió como propios los grandes papeles que cantaban Domingo, Pavarotti, Carreras y últimamente Jonas Kaufman. El más prestigioso sello discográfico clásico, Deutsche Grammophone, le hizo un contrato con el que ya lleva grabados dos exitosos discos de arias.
Las críticas de los medios especializados a sus actuaciones en Londres, París, Barcelona, Nueva York y San Francisco son tremendamente elogiosas: destacan su voz potente y marcial capaz de achicarse a un pianissimo dulce y técnicamente prodigioso. Su plante de estrella, sus dotes actorales, su musicalidad trabajada y a la vez intuitiva lo transforman en el heredero de las grandes voces del pasado y a la vez un artista único.
¿De dónde le viene este don? En una entrevista con la revista de la Universidad de Princeton explica que ninguno de sus padres (adoptivos) tiene relación con la música, pero desde pequeño alentaron su carrera. Los menciona cada vez que puede, pese a que ya está formando su propia familia: vive en Berlín con su esposa rumana y sus dos pequeñas hijas, con las que viene en esta gira a Sudamérica.
El haber crecido en un hogar y una sociedad donde pudo desarrollar su gran talento y dedicarse con ahínco a su vocación tuvieron un gran valor, sin duda. Ya desde los tiempos Platón y sobre todo de Jacques Rousseau en el siglo XVII, una fuerte escuela filosófica y educativa destaca la importancia de las condiciones en que crece una persona, mientras que otra pone de relevancia su herencia genética.
En Argentina, en 2014 el tema salió a la luz por la historia del pianista y compositor de Olavarría Ignacio Montoya. Cuando a los 36 años se hizo un análisis genético y descubrió que era hijo de desaparecidos y nieto de la fundadora de Abuelas de Plaza de Mayo Estela de Carlotto, en la presentación ante la prensa dijo que durante años no entendía el porqué de su vocación musical.
¿De dónde le venía, si los que creía que eran sus padres eran gente de campo? Entonces supo que su padre biológico era el músico desaparecido Walmir Montoya. Esto aparentemente explicaba lo inexplicable. Su afición musical le venía en los genes, aunque nunca haya conocido a su padre.
La historia de Jonathan Tetelman es mucho menos trágica, aunque probablemente nunca sabrá sobre su primera infancia. Cuando le preguntan por lo que lo emparenta con su papel más celebrado, el pintor y revolucionario italiano Mario Cavaradossi, en la ópera Tosca torturado y asesinado por el jefe de policía Scarpia, dice que se siente identificado por la pasión de vivir, amar y crear, aunque no haya vivido nada tan dramático.
¿Seguro? Probablemente piensa en lo que recuerda desde su llegada a Estados Unidos en la primera infancia. Por una cláusula en su adopción, sus padres adoptivos no saben quiénes eran quienes lo engendraron, ni cómo pasó sus primeros meses.
Cuando veamos y admiremos el porte soberbio, la figura de estrella, cuando escuchemos el tono de seda delicada y metal bruñido de su voz, la formidable capacidad expresiva para insuflar vida a partituras de hace cien años, llenando con su presencia el escenario del Colón o del Municipal de Santiago en su Chile natal, ¿será que ese arte y esa presencia estelar vienen del entorno privilegiado en el que se desarrolló, de su férrea voluntad de llegar a la excelencia, de sus genes desconocidos, o de una mezcla de todo esto?
¿Es Tetelman el gran tenor de ópera de la nueva generación a pesar de haber nacido en la pobreza en el sur de Chile, o gracias a ello y a alguna relación de su familia biológica con la música y la expresión artística? Su “caso” seguirá despertando preguntas, pero sus formidables interpretaciones nos permiten también dejar las doctrinas de lado y disfrutar del gran artista en que se convirtió, plantado en el escenario con la seguridad de saber quién es y dónde está parado hoy.

Publicado en el suplemento Ideas de La Nación de Buenos Aires el 16 de agosto de 2025.

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18 de agosto de 2025
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Qué mueve al filósofo

 

Mueve al filósofo el deseo de retornar a la frontera en la que, por arrancar a hablar, se separó de su mera animalidad, convirtiéndose en animal de razón. Y ello no para regresar a la etapa previa, para recuperar su animalidad plena, sino para venir a ser espejo en el que tal frontera se reconoce, y contemplar el desarraigo intrínseco respecto a la condición natural que la misma supone. Y aquí un segundo propósito.

Asumiendo que la razón y el lenguaje son el marco al que se adapta todo lo que acontece para el hombre y todo proyecto que este emprende, mueve al filósofo la exigencia de apurar la potencia de esas facultades, aspirando a alcanzar un extremo que es simétrico del origen en la animalidad.  Aspiración paradigmáticamente representada por el proyecto platónico de explorar el campo de las ideas hasta descubrir la fuente de ese poder que les hace filtrar tanto nuestra percepción del entorno natural, como el lazo con los otros seres de razón y hasta ese origen del sentimiento de subjetividad que es el “diálogo consigo mismo”.  Encontrar, por ejemplo, la razón de que las ideas matemáticas ordenen la música y posibiliten la construcción de pirámides.  Esta segunda aspiración encierra quizás la misma dificultad que el proyecto de alcanzar el horizonte. Y ello en razón de que, como indica el texto de Octavio Paz, somos tierra, y la tierra (platónica “cárcel del alma”) se resiste a aquello que la empapa y permite reconocerla como tierra, de tal manera que “el verbo se despeña” y, en consecuencia, no ignorando ser tierra, el ser hablante se sabe “desterrado en la tierra”.

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15 de agosto de 2025
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Más temprano que tarde

Las dictaduras del siglo veinte en América Latina se consolidaban gracias al respaldo concertado de las oligarquías, las jerárquicas católicas, el ejército de cuyas filas el tirano de turno generalmente provenía, y el gobierno de Estados Unidos, todos temerosos del comunismo soviético según el credo de la guerra fría. Una silla de cuatro patas. No eran dictaduras con base popular, ni eran populistas, salvo la de Perón en Argentina, y se asentaban en la represión que creaba miedo y silencio, en los golpes de estado, cuando no en los fraudes electorales, y en la corrupción rampante.

Bastaba que alguna de esas cuatro patas fallara para provocar la caída del dictador, lo que daba paso a un golpe de estado que encabeza otro caudillo militar, o se abrían periodos más o menos democráticos, siempre esporádicos; es lo que ocurrió en 1944 en El Salvador, con el general Maximiliano Hernández Martínez, y en Guatemala con el general Jorge Ubico, cuando en plena guerra mundial ambos coqueteaban con el nazismo, y Estados Unidos les zafó el hombro. Cayeron por consecuencia de rebeliones militares antecedidas por los huelgas y protestas callejeras, sólo que en El Salvador los militares retrógrados siguieron en el poder con el respaldo de la oligarquía, y en Guatemala se abrió el periodo de la revolución democrática con el doctor Juan José Arévalo en la presidencia, hasta que Estados Unidos, otra vez, derrocó a Jacobo Árbenz en 1954.

En el fin de estas dictaduras influía el hecho de que se trataba de regímenes agotados, como ocurrió con la caída de Pérez Jiménez en Venezuela en 1958, donde el descontento popular fue alimentado por la represión política, la crisis económica y la corrupción descarada. Pero el caudillismo militar estaba agotado, y pudo abrirse un largo periodo de gobiernos democráticos que empezó con la presidencia de Rómulo Betancourt, bajo la alternancia bipartidista basada en el pacto de Punto Fijo suscrito entre socialdemócratas y socialcristianos.

Una dictadura no podía prolongarse indefinidamente en base al latrocinio, el crimen y la corrupción, y los repetidos fraudes electorales, y había un momento en que la magnitud de la represión se volvía un elemento desestabilizador, porque existía además una sanción internacional determinante, capaz de provocar un verdadero aislamiento, como terminó ocurriéndole al generalísimo Leónidas Trujillo antes de que fuera muerto a tiros en Santo Domingo en 1961.

Pero vino a surgir también como alternativa para derrocar a las dictaduras la lucha armada, exitosa por primera vez en Cuba en 1959 cuando Fulgencio Batista fue derrocado por una guerrilla triunfante, y por última vez en Nicaragua en 1979 cuando ocurrió igual con Anastasio Somoza, lo que dio paso en ambos casos a la instauración de regímenes revolucionarios de ideología marxista.

La viabilidad política de las luchas guerrilleras se cerró en América Latina con la firma de los acuerdos de paz en Centroamérica entre 1988 y 1996, al tiempo que terminaba la guerra fría. Entonces los ejércitos regresaron a sus cuarteles y se abrieron procesos electorales que instalaron en los palacios presidenciales a gobernantes civiles. Los regímenes autoritarios parecían quedar en el pasado, hasta que en pleno auge de la renovación democrática apareció en 1992 en Venezuela Hugo Chávez, cabecilla de un golpe de estado al viejo estilo contra el gobierno constitucional de Carlos Andrés Pérez, que lo impulsó a ganar las elecciones presidenciales de 1998. Y es cuando nace un nuevo fenómeno, el populismo de izquierda.

El triunfo de Chávez permite que sobreviva el régimen de Fidel Castro en Cuba, ya desfasado y agotado, gracias al cuantioso auxilio petrolero, y hace resurgir también en Nicaragua la figura, también desfasada y agotada de Daniel Ortega, quien regresa a la presidencia en 2006; y vuelve entonces el viejo triduo de fraude electoral, corrupción, y represión, solo que bajo una altisonante retorica de izquierda.

Los dictadores del socialismo del siglo veintiuno cuentan con ventajas que en el siglo pasado no tuvieron los dictadores de derecha: saben que la lucha armada no es una opción para las fuerzas democráticas que se les oponen; saben que pueden llevar al extremo la represión, centenares de jóvenes indefensos asesinados como se vio en Nicaragua en 2018, o llenar las cárceles de prisioneros políticos que toman como rehenes, como en Venezuela;  saben que pueden  consumar fraudes electorales que pronto serán olvidados,  cualquiera que sea su magnitud, como se vio en Venezuela en 2024 para imponer a Nicolás Maduro; saben que cualquiera que sea el tamaño de las movilizaciones populares en su contra las reprimirán impunemente a palos o a balazos.

Y todo porque saben que cuentan con un cómodo grado de tolerancia frente a fraudes, represión y corrupción de parte de la olvidadiza comunidad internacional, ocupada en otros asuntos; o porque siendo su ánimo medroso, muchos países prefieren mirar hacia otro lado.

Pero eso no hace eternas a estas dictaduras. Represión, fraudes, corrupción, siguen siendo letales y marcarán su final. Caerán por implosión o por explosión, pero caerán. Más temprano que tarde.

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7 de agosto de 2025
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A 80 años de la bomba en Hiroshima, recordemos el libro sorprendente de John Hersey

Regularmente se les pregunta a los profesores de periodismo de Estados Unidos cuál es el mejor libro de periodismo narrativo de la historia. Una y otra vez el primer lugar lo obtiene Hiroshima, de John Hersey.
Es un logro impresionante para libro tan corto: son 152 páginas en el original en inglés, y 184 en la traducción al castellano (Turner, 2002) por el novelista colombiano Juan Gabriel Vázquez.
La estructura es simple y diáfana: sigue a seis personas – un religioso alemán y cinco japoneses, tres hombres y dos mujeres – quienes se encuentran en la ciudad de Hiroshima cuando estalla la primera bomba atómica de la historia, el 6 de agosto de 1945, a las 8:15 de la mañana. El relato cuenta qué estaba haciendo cada uno en los instantes anteriores al súbito resplandor, qué hicieron en los minutos, días, meses y años posteriores.
Su composición es rigurosa, matemática, pero dentro de su exactitud vibran la emoción y la poesía, como en una fuga de Bach. De los cinco capítulos, cuatro fueron escritos en 1946, un año después del suceso, y el último en 1968. Cada capítulo tiene seis partes, correspondientes a cada uno de los sobrevivientes.
En el primer capítulo, Un resplandor silencioso, el autor sigue a cada personaje mientras realiza sus actividades cotidianas, sin saber que está a punto de caer la bomba que cambiará la historia de la guerra e iniciará una nueva era mundial.
Por ejemplo, la señorita Toshiko Sasaki, empleada de la biblioteca de una fábrica de estaño, acababa de volver a su oficina tras arreglar la sala contigua para una reunión, y se había sentado frente a su escritorio, de espaldas a los estantes con libros. En ese momento se le ocurrió algo para decirle a la chica de su derecha.
“Justo al girar la cabeza y dar la espalda a la ventana, el salón se llenó de una luz cegadora. Quedó paralizada de miedo durante un largo momento (la planta estaba a 1.462 metros del centro).”
“Todo se desplomó, y la señorita Sasaki perdió la conciencia. El techo se derrumbó de repente y la planta superior de madera se hizo astillas y los que estaban sobre ella se precipitaron hacia abajo, lo mismo que el tejado. Pero lo principal y lo más importante fue que las estanterías que estaban justo detrás de ella se volcaron hacia delante, los libros la derribaron y ella quedó con la pierna izquierda horriblemente retorcida, partiéndose bajo su propio peso. Allí, en la fábrica de estaño, en el primer momento de la era atómica, un ser humano fue aplastado por libros”.
Cada vez que leo este párrafo me entra un escalofrío. Casi todo el libro consiste en el relato de lo que sucedió desde el punto de vista de los personajes. Diálogo corto, directo, y descripción de lo que se ve y se oye. No hay interpretación ensayística ni floreos literarios. Hasta esa frase final, que golpea como una maza, por lo imprevista.
En una primera lectura podría parecer una descripción más, como todo lo anterior: efectivamente, la señorita Sasaki fue aplastada por libros en el primer instante de la era atómica. Pero la escena es también una acertada y profunda metáfora. Es la cultura, la ciencia, el avance del conocimiento para hacer a la vez el bien y el mal lo que aplastan a un ser humano, y con él, al género humano.
El segundo capítulo, El fuego, y el tercero, Los detalles están siendo investigados, siguen a sus seis personajes por las horas y los días de espanto y caos que siguen a la tragedia bíblica que cayó sobre sus cabezas y que no entienden. Parte del poder de Hiroshima está en esa forma de llevar al lector, mediante las acciones de los personajes y sus decisiones sobre lo más inmediato y concreto, a sentir que acaba de pasar algo totalmente nuevo, incomprensible.
Esa misma semana había muerto más gente en bombardeos ‘convencionales’ en Tokio que por la bomba atómica en Hiroshima. Y si el eje está en el sufrimiento, el antiguo método del degüello, que se empleó cada día de la guerra, es mucho más espeluznante.
Hoy se cumplen 80 años del día en que la bomba atómica destruyó Hiroshima. ¿Por qué seguimos hablando del horror de la bomba atómica? En parte porque inauguró la era atómica, porque fue el preludio de un desastre mundial que todavía no se produjo. Y también por el horror que produce lo desconocido, lo incomprensible, lo impensable hecho realidad.
Para los lectores norteamericanos de John Hersey, acababa de terminar la Segunda Guerra Mundial. Habían sido cuatro años de encarnizadas batallas en el Pacífico con los crueles violadores de Asia, los japoneses fríos e inteligentes y al mismo tiempo kamikazes descerebrados, totalmente incomprensibles. Y él quería que sintieran la explosión de la bomba atómica como si fueran ciudadanos japoneses en Hiroshima.
Podía haber empezado por la mente, la idiosincrasia, la cultura japonesa. ¿Cómo era la señorita Toshiko Sasaki? ¿Cómo había sido educada? ¿En qué creía? ¿Estaba de acuerdo con el militarismo demente de la aristocracia militar que metió a su país en la guerra y conquistó la mitad de Asia?
Pero no, Hersey comenzó por los detalles concretos de lo que cada uno había visto, escuchado, olido antes y después de la explosión de la bomba. En vez de reforzar la diferencia, buscaba las sensaciones y acciones que nos hacen iguales. Si nos cae encima una estantería con libros, nos sentiremos igual que la señorita Sasaki.
¡Pobre señorita Sasaki! Obligarla a recordar cada momento, cada detalle, cada conversación que escuchó entre las brumas de su desmayo mientras duró su calvario.
Pero Hersey, hijo de misioneros protestantes y con fuertes creencias religiosas, supo desde el principio que era su deber preguntar más y más, llegar más al fondo, exprimir a sus seis víctimas hasta que le dieran lo que necesitaba para contar así la historia de los sobrevivientes de Hiroshima.
Cuando la revista salió a la calle provocó una conmoción. Hacía menos de un año que había acabado la guerra, y la cobertura del ‘frente del Pacífico’, con su pintura deshumanizada de los soldados japoneses, estaba todavía en la memoria de todos los lectores.
No conozco otro caso de un texto tan profundo y tan claro en sus propósitos que lleve al público de un país que acaba de ganar una guerra a la mente, la sensibilidad y el sufrimiento de sus vencidos. En todas las demás guerras – y en la Segunda Guerra Mundial también, claro está – apenas acabada la guerra los periodistas, ensayistas y escritores se afanaron siempre por contar historias de los héroes propios y por armar relatos de los sátrapas a los que acababan de vencer. Pero con su tono suave y mesurado, John Hersey se lanzó a contar lo que estaba haciendo la señorita Toshiko Sasaki minutos antes del resplandor.
Su tema, claro, no era sólo el sufrimiento de un grupo de civiles japoneses (que también, como dicen los españoles). Era la bomba atómica. El libro cuenta lo que pasa cuando explota esta forma radicalmente nueva de arma de destrucción masiva. Explica de forma directa y clara lo que le sucede al cuerpo humano cuando le estalla cerca una de estas bombas; por ejemplo, al cuerpo de la señorita Sasaki. Lo que le sucede a una ciudad; por ejemplo, a Hiroshima.
La bomba atómica transforma al país donde cae y al país que la arroja. En su aparente simplicidad Hiroshima mostró para siempre las infinitas posibilidades del periodismo narrativo para contar con precisión y arte los principales dramas de nuestro tiempo.

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6 de agosto de 2025
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Las invasiones ¿bárbaras?

En uno de los más clásicos volúmenes de la mítica colección Nueva Clío (la musa de la historia en el olimpo helénico), titulado Las invasiones, su autor Lucien Musset explicaba con claridad que la estabilidad demográfica que en aquel momento –el año de su edición, 1967–, se daba como inconmovible en toda la Europa occidental, no había sido tal durante muchos siglos. A menudo, señalaba, se ha considerado la etapa de las llamadas invasiones de los pueblos bárbaros como un «intervalo perturbador» entre dos grandes eras de estabilidad, la del Imperio romano y la nuestra, la del periodo moderno. Musset concluye que deberíamos considerar este tema justo a la inversa: el orden y la paz romanas serían una excepción, una época intermedia entre los grandes «torbellinos» de la historia provocados por los movimientos demográficos, «invasiones» recurrentes. No solo eso, Musset advierte, mucho antes de la caída del Muro de Berlín y el subsiguiente colapso de la URSS, que la llamada Europa oriental o del este, no había alcanzado ni de lejos el equilibrio entre sus diversas poblaciones. Media centuria más tarde solo podemos constatar que tenía razón visto lo ocurrido en los Balcanes y en Ucrania.

Así pues, antes de la superpoblación mundial, tras superarse en la década actual los 8.000 millones de habitantes en el planeta, de los que solo 700 y pico somos europeos –más o menos la mitad de la población de África–, los movimientos demográficos han sido una constante. Se trata de una tendencia natural de los grupos humanos en busca de una mejora en su bienestar, característica que coexiste con una capacidad de adaptación única entre todas las demás especies mamíferas a lo largo y ancho de la Tierra, desde los esquimales en las zonas heladas a los tuaregs del desierto o los bosquimanos del Kalahari, últimos cazadores-recolectores supervivientes de los ancestrales homínidos de los que se supone que descendemos. Ya sea a través de migraciones o invasiones, la historia humana desde la Edad del Bronce se escribe por los movimientos demográficos, como los que llevaron a cabo los llamados Pueblos del Mar que los investigadores todavía no se ponen de acuerdo en descifrar, o las míticas trashumancias de las tribus hebreas en el Oriente Medio… de las primigenias oleadas indoeuropeas y celtas a «las invasiones» de los bárbaros, aquellos que no eran griegos ni latinos… Árabes y chinos terminaron ocupando desde la Edad Media amplios espacios en sucesivas expansiones y contracciones territoriales.

Y no digamos de ese encontronazo de aculturación sin precedentes que fue la llegada y posterior colonización de los europeos en la América precolombina, cuyas categorías históricas desean revisar –y refutar casi a la totalidad– las actuales élites políticas criollas. Lo más paradójico de América es que apenas vivió transferencias de población durante el largo periodo colonial, pero fue a partir de la emancipación de las naciones que se fueron creando a lo largo del siglo XIX cuando empezó a recibir oleadas de emigrantes en busca de porvenir. Se calcula del orden de 55 millones los europeos que cruzaron el Atlántico persiguiendo fortuna desde el 1800 al periodo de la II Guerra Mundial: más de 15 millones de ingleses e irlandeses con destino principal hacia Canadá y los Estados Unidos, unos 10 millones de italianos y unos 5 de españoles, los «gallegos» rebautizados en países como Cuba o Argentina.

Las migraciones contemporáneas son de cariz mucho más reciente. Si obviamos las españolas hacia Alemania y Francia en los años 60, una buena parte de cuyos protagonistas regresaron con sus ahorros –por más que del orden de 4 millones de franceses actuales son de origen español–, los fenómenos que mayor problemática cultural han ido causando se iniciaron con la llegada de un fuerte componente turco a Alemania –su antiguo aliado en la «gran guerra»–, país que ha acogido del orden de 3 millones de personas de origen turco, de los que medio millón cuentan, a todos los efectos, con la nacionalidad alemana. En Francia ha sido la descolonización la que ha llevado hasta suelo francés a más de 10 millones de personas procedentes de África, más del 15 % de su población total, con fuertes concentraciones en los departamentos del sur o en las llamadas banlieues –periferias– de las grandes ciudades. Por otro lado, el fenómeno de las pateras hacia España e Italia es del otro día como quien dice. Para sensibilizarse conviene visionar el durísimo largometraje de 2023, Yo capitán, de Matteo Garrone. Treinta años se cumplieron hace pocos meses del primer avistamiento en las Canarias. Desde entonces, sin embargo, migrantes marroquís y de la región subsahariana del Sahel han ido llegando a nuestro país, ocupando un mercado de trabajo precario que se ha concentrado en la agricultura y la construcción.

En realidad, al sur de España se encuentra la frontera continental y marítima más estrecha del planeta, apenas 14 kilómetros, pero una de las más profundas culturalmente hablando. Nos separan la religión y el idioma, las formas de vida y, en especial, la emancipación de la mujer. Juan Goytisolo trató en vano de suturar ese gap. Pero al sur de Gibraltar existen en la más cercana zona del Magreb 100 millones de personas, y en el Sahel, la región africana más pobre, la que alimenta las inestables pateras, la población se acerca a los 400 millones. Su paisaje doméstico está marcado por la presencia masiva de antenas parabólicas con las que observan las aparentes opulencias europeas. Todo eso ocurre a diario en nuestro mundo y apenas existe una reflexión seria sobre tan trascendental contingencia de la época actual. Muchos intelectuales se conforman autorredimiéndose con buenas palabras y apelando a la falta de medios, políticas y educación. Muchos políticos lo obvian o echan balones fuera. Hay quien promete soluciones salvíficas y quien las toma a lo bruto, como el presidente Donald Trump o la ultraderecha perdida que ha encontrado un filón en ese malestar social. Y hay quien hace literatura irónica, como Michel Houllebecq, cuya novela Sumisión satiriza sobre tales cuestiones. La era de las democracias se enfrenta otra vez a un reto descomunal. Conviene tener un flotador a mano.

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1 de agosto de 2025
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Una crónica apasionante y aleccionadora sobre uruguayos voluntarios en Angola

Uruguayos en Angola. Un grupo fascinante y variopinto de militantes de izquierda, idealistas, forjadores de lo que soñaban como un mundo mejor exportado a los rincones más recónditos del orbe. Y sus hijos e hijas, exiliados en el corazón de un África con un calor abrasador y una calidez humana que todavía hoy extrañan.
Esto pasó entre 1977 y 1986, y sigue pasando hoy.
Esta es la historia colectiva de un grupo que salió del Uruguay en dictadura, muchos vía Cuba, otros a través de países de Europa Oriental, y llega a una Luanda que recién se sacudía las cadenas del colonialismo portugués y estaba en plena Guerra Fría. Acechados por el ejército de la Sudáfrica del apartheid, con el apoyo no siempre coordinado de la Unión Soviética y de Cuba, en medio de una población a la que sólo le sobraban carencias, esta tropa pacífica de sureños se lanza a la aventura de construir un país, de enseñar lo más básico y aprender lo esencial.
Roberto López Belloso reconstruye con decenas de entrevistas, con abundantes documentos y con una paciencia y una pericia infinitas la historia de un desarraigo, una integración asombrosa y una vuelta dolorosa al país natal. Y junto con los recuerdos de los “uruguayos de Angola”, pinta un mundo hoy perdido, el del Campo Socialista en el que estas mujeres y estos hombres intentaban salvar a la humanidad con palas y lápices mientras el Muro de Berlín se resquebrajaba lejos del calor angoleño.
Esta hermosa crónica hace justicia a un grupo de constructores de un mundo que no cuajó, y nos permite entender una parte fundamental de la historia no contada del Siglo XX.

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31 de julio de 2025
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El Boomeran(g)
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