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Berta Marsé

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El mundo en jaque y la mente en fuga: los cuentos de Berta Marsé

En apenas dos libros de relatos, En jaque (2006) y Fantasías animadas (2010), Berta Marsé se ha consolidado como una de las voces más sutiles y precisas del cuento contemporáneo español. Su obra breve, de apariencia sobria, se mueve en esa frontera en la que lo cotidiano se agrieta y deja entrever lo que se oculta bajo la superficie: el miedo, la vergüenza, el deseo, la culpa. Si en En jaque el conflicto surge de la irrupción de lo inesperado en la normalidad, en Fantasías animadas lo que amenaza la calma es la imaginación misma, convertida en instrumento de fuga o de distorsión.

El primer libro, En jaque, reúne siete relatos en los que la autora retrata con precisión quirúrgica los momentos en que la vida da un giro irreversible. Marsé escoge personajes corrientes —parejas, padres, hijos, vecinos— y los coloca ante situaciones donde lo trivial se transforma en detonante. Un dibujo infantil, una conversación inocente o un gesto torpe bastan para hacer estallar lo que se mantenía en silencio durante años. En el relato “La tortuga”, por ejemplo, un dibujo de una niña revela un secreto familiar inconfesable, y el universo doméstico se desmorona sin remedio. La autora no busca el golpe de efecto gratuito, sino el temblor que deja una verdad cuando se insinúa.

El estilo de En jaque es directo, contenido, sin artificios. Marsé domina el diálogo como un bisturí: cada réplica corta, hiere o expone. Su prosa se caracteriza por la economía expresiva y por un oído afinado que reproduce la tensión emocional con naturalidad. Lo esencial, sin embargo, sucede fuera de la página: lo que se calla, lo que el lector debe intuir. Sus finales abiertos no clausuran, sino que dejan vibrando el conflicto. Cada cuento termina en el instante justo en que la herida se abre, y la autora confía en la inteligencia del lector para imaginar las consecuencias.

En su segundo libro, Fantasías animadas, Marsé amplía su campo de observación. Aquí el hilo común ya no es la ruptura de la realidad, sino su disolución. Los relatos se agrupan en torno a las distintas formas de la fantasía: el deseo, la envidia, la nostalgia o la venganza que, incubados en la mente, acaban contaminando la percepción del mundo. Las protagonistas —mujeres que viven entre la insatisfacción y la ironía— proyectan imaginaciones que se vuelven tan tangibles como sus rutinas. A veces la fantasía es refugio; otras, amenaza. Lo que antes se fracturaba desde fuera ahora se distorsiona desde dentro.

En comparación con En jaque, Fantasías animadas resulta más libre, más lúdico y, a la vez, más inquietante. Los relatos funcionan como pequeñas cápsulas: episodios breves en los que la autora condensa una emoción, un pensamiento obsesivo, una escena cargada de ambigüedad. El realismo sigue presente, pero ahora se filtra por la lente del deseo o del sueño. En este tránsito, Marsé demuestra una madurez literaria que va más allá del relato psicológico. Lo fantástico no se presenta como evasión, sino como otro modo de revelar la verdad: una verdad subjetiva, deformada por la imaginación.

El título del primer libro, En jaque, sugiere el movimiento justo antes del colapso. El segundo, Fantasías animadas, indica que las ensoñaciones han cobrado vida propia. Entre ambos títulos se traza el arco evolutivo de la autora: de la exploración del instante en que la realidad se rompe, a la indagación en los mecanismos mentales que la modelan. En ambos casos, Marsé demuestra que el cuento puede ser una forma de conocimiento, un microscopio emocional.

Otro rasgo común en los dos libros es su mirada sin sentimentalismos. Marsé escribe con precisión casi entomológica: observa la vida doméstica con compasión, pero también con una dureza que recuerda al realismo moral de su padre, Juan Marsé, aunque sin la épica social que caracterizó a aquel. Su terreno es más íntimo, más silencioso. Las mujeres de sus relatos no luchan contra el franquismo ni contra la pobreza, sino contra el tedio, la frustración, el miedo al vacío. Y en esa escala mínima, la autora consigue una intensidad igual o mayor.

Cabe además destacar su oído para los diálogos, su economía narrativa y su capacidad para convertir lo banal en revelador. En En jaque, abundan los finales que obligan al lector a enfrentarse con lo no dicho. En Fantasías animadas, se observa la soltura con que la autora se permite mezclar lo real con lo imaginario sin perder la naturalidad. Sus desenlaces podrían prolongarse o desarrollarse más, pero esa economía forma parte de su apuesta: Marsé escribe el cuento como un instante detenido, no como una historia cerrada.

En conjunto, sus dos libros de cuentos trazan una poética coherente: el mundo cotidiano en jaque, la mente en fuga. Lo que define a Berta Marsé no es el argumento, sino la tensión: entre lo dicho y lo callado, entre lo real y lo imaginado, entre el pudor y la exhibición. En su narrativa, una simple frase o una fantasía pasajera pueden abrir el abismo. Así, con apenas dos volúmenes, ha logrado situarse en la mejor tradición del cuento español contemporáneo: aquella que entiende el relato no como un ejercicio de trama, sino como un laberinto de emociones donde a menudo aflora lo inconfesable.

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16 de octubre de 2025
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Escenas: espectadores que no quieren serlo

Antes de ir al asunto, una consideración sobre un término. Un concepto muy general de cultura es el siguiente: acumulación de conocimientos y hábitos a través de los demás, que normalmente pertenecen a la generación precedente. En tal acepción, es obvio que no cabría excluir de la cultura a especies animales diferentes del hombre, es decir, la separación respecto a la inmediatez de la naturaleza que se asocia al término cultura no sería un rasgo exclusivo de nuestra especie. Franz de Waals formula la pregunta, y da clara respuesta:

“¿Cuál es el común denominador de todo aquello que llamamos cultura? (…) A mi juicio no puede tratarse sino de la expansión no genética de costumbres e información  (The Ape and the Sushi Masters Basic Books New York 2001, p.16.)

El autor da varios ejemplos de reacciones marcadas por la cultura. La respuesta correcta de un pequeño simio amenazado por un depredador depende de la condición de este (si se trata de un leopardo, encaramarse a un árbol; si se trata de una serpiente, mantenerse erguido en la hierba). Los simios van aprendiendo con el tiempo cuál es la respuesta correcta en cada caso, pero ello no se debería tan sólo a la experiencia (corrección progresiva de respuestas erróneas), sino a información recibida de sus mayores y en general del resto del grupo. De ello sería prueba el hecho de que aquellos de los pequeños que observan cómo reaccionan los mayores, en la siguiente alarma responden correctamente en mayor medida que los poco observadores. Si la reacción estuviera determinada por la genética esta diferencia no se daría.

Pues bien, parto de este concepto inclusivo del término “cultura”, que posibilita diferenciar entre lo que aún es cultural, lo que está dejando de serlo y lo que vendrá a suplantarlo, para intentar explicar un comportamiento colectivo del que la prensa se ha hecho eco.

En la plaza de toros de Pamplona, ciertos grupos, más bien anti-taurinos pero  que sin embargo no quieren dejar de participar en el ambiente bullicioso de las peñas, alzados con sus cantos (más o menos expresivos de un grado de ebriedad) en los intermedios entre toro y toro, cuando el toro surge del toril, siguen de pie con su alboroto y cantos, pero dando la espalda al ruedo, para hacer explícito que no quieren presenciar el ritual que, en sus  ocasionales conversaciones sobre temas éticos, llegan incluso  a calificar de asesinato. Este comportamiento llama la atención por ser expresivo de una suerte de interna contradicción.

En el caso de estos jóvenes de Pamplona, lo taurino en sus múltiples dimensiones, es simplemente algo que forma parte de su herencia cultural inmediata: existencia al menos hasta años recientes-de ganaderías en la parte meridional de Navarra, diversas modalidades de juegos con el toro (que los niños imitan desde muy pronto), presencia de metáforas taurinas en las dos lenguas de la comunidad,  y desde luego una tradición oral de anécdotas, más o menos exageradas, relativas al encierro, cuyos protagonistas son parientes de generaciones anteriores, a veces la inmediata.

¿Qué determina, pues, el prurito de no contemplar lo que acontece en el ruedo, entre toro y ser humano, en ocasiones con tintes dramáticos?  Ni siquiera cabe hablar en este caso de incoherencia, pues el acto de repudio no es resultado de una convicción que choca con otra sustentada en diferentes cimientos. Se trata, por un lado, de algo (lo taurino) que se hereda, como se heredan todos los hechos culturales, y por otro lado de obediencia mecánica a un mandamiento que aún no es cultural (aun no es resultado de los valores heredados por generación precedente), pero que quizás llegará a serlo, si deja de ser imitación de una concepción ajena de la relación entre animales y humanos, para ser plenamente interiorizada.

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16 de octubre de 2025

László Krasznahorkai ©Begoña Rivas / Fundación Formentor

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El Nobel y el último lobo

 

Ocurrió hace un año, cuando al llegar a la recepción del hotel de arena y palmeras en Marrakech me encontré a un hombre con melena blanca y amplia coronilla que recogía sus llaves. Hablaba bajo, y no permitió que le cogieran el equipaje. Era László Krasznahorkai, a quien iban a concederle el premio Formentor al día siguiente, un autor de culto, profundo y crítico con la estupidez.

Farfullé un par de frases al presentarnos, y su mirada me envolvió en la calma que solo emana de las soledades bien iluminadas. Porque escribir es un acto solitario para el que se precisa arreglárselas sin nadie al lado. Pero, aunque no se escriba, hay que entenderse en soledad. Lo decía tan lúcida Maruja Mallo: “El hombre se mide por la soledad que aguanta” – Máscara y compás, gran exposición en el Reina Sofía–. Me refiero a una soledad distinta a la sensación de vacío y miedo, todo lo contrario, a la soledad imprescindible para hurgar en los sentidos de la existencia.

Aquella noche de entrega bajo la luna africana, disfruté del mejor discurso literario que haya escuchado nunca –con la excepción de los de Vila-Matas–. Krasznahorkai prescindió de cualquier teoría o fórmula, pues prefirió relatar su vida desde la literatura, y así fue acercándonos a aquel muchachito delgado que iba a comprar levadura y vainilla azucarada en su Guyla natal, saltando sobre el hormigón, mientras se cruzaba con los miembros de una comunidad bien avenida.

El joven László huyó de la llanura húngara, de una vida que él mismo denominó normal e insoportable. Cortó con todo y después de un intenso periplo se afincó en Nueva York, donde “no quería ser nadie”. Cuando dos décadas después regresó a Hungría, todo había cambiado. De ahí que incorporara la idea del orden perdido a su obra. Más allá del tópico, el escritor dio las gracias a la Grecia clásica, a los escribas de la China imperial, al último lobo de Extremadura, a las primeras treinta y una muchachitas de las que se enamoró perdidamente de joven… y a Dios.

Quienes asistimos al Formentor 24 –fino olfato el de su jurado, encabezado por Basilio Baltasar– esbozamos una amplia sonrisa cuando el jueves dieron el nombre del Nobel de Literatura 25: László Krasznahorkai. No todo está perdido cuando se premia a un escritor cuya vida y obra han sido un combate contra la mediocridad.

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15 de octubre de 2025
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Odio al viejo

Leí, no hará mucho, que en los viejos matrimonios la mujer odia al hombre. El autor de la sentencia no precisaba el marco geográfico de la pesquisa, pero el contexto parecía proclive a considerar que se refería a Europa. He ido prestando, desde el día de la lectura, más atención de la acostumbrada a las parejas maduras con las que de un modo u otro confraternizo, y sí he comprobado que el sociólogo en cuestión tenía toda la razón del mundo. Las viejas esposas nos odian, les molestamos con nuestra presencia, quedamos fuera de la norma generalizada que proclama la figura de la viuda como residuo ideal de la unidad familiar. ¿Qué hacemos aún aquí? Y no digamos en los raros casos inversos, en los casos en que somos nosotros, los hombres, los supervivientes; me dicen algunos de esos desdichados, en voz muy baja, que las miradas que les lanzan las mujeres, viudas o casadas, en la cola del supermercado o en la sala de espera del centro de salud, podrían fundir sin dificultad el hierro, incluso el más tenaz.

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13 de octubre de 2025
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El precio de la gloria

 

Nada podría ser más ofensivo que considerar una obra literaria como un constructo difícil. Y sin embargo el frecuente dictamen se cita como una sentencia inscrita en una lápida sepulcral. Como si la inteligencia estética del autor debiera someterse a la indolencia, pereza y aburrimiento de un lector desamparado que yerra buscando alivio y consuelo.

Lo que celebramos en la obra de László Krasznahorkai, cuando el año pasado le entregamos el premio Formentor de las Letras, fue precisamente el genio que palpita en sus novelas: la poderosa imaginación que desvela los mundos encubiertos, las esferas desapercibidas y el aliento seminal que expande las dimensiones inéditas de la realidad. Que nadie confunda la imaginación creadora con la ludopatía de la ilusión.

La ficción novelesca concebida por la emancipada imaginación literaria de László Krasznahorkai se niega a reducir la condición humana a su caricatura funcionalista y despliega la complejidad inédita de una existencia cabalmente intuida, tanteada y contemplada. El autor húngaro actúa, opera, como el orfebre de los mundos latentes, los que reverberan en el paisaje renovado por la mente imaginal. Podemos reconocer en la obra de László los méritos que atribuimos a lo que llamamos la novela revisitada: da forma narrativa a una temblorosa premonición, una sibilina conciencia, una extraña inteligencia.

La saturada producción de artificios culturales, fabricados para el consumo de una muchedumbre adicta al inclemente surtimiento de la novedad, a las inagotables primicias digeridas según el modelo gástrico de la bulimia, conduce al colapso cognitivo a un confundido y extenuado público. La obra de László se deshace de semejante fardo y prolonga los orígenes de la tradición novelesca. En vez de reiterar los recursos narrativos de la congoja sentimental y consolar la distrofia vital del hombre desposeído, la novela revisitada por László desliza una inquietante sospecha y lleva al lector más allá de los límites sentenciados por las convenciones industriales de la cultura.

La epopeya literaria de László penetra las ofuscadas dimensiones de la realidad y emprende la misión que olvidó la novela contemporánea: renovar la primitiva vastedad del mundo.

Si algún lector acaso quisiera saber qué libro de Laszló le conviene empezar a leer habrá que recomendarle no elegir. Sus títulos configuran una única obra y es en tal complejidad en la que debe sumergirse. Sin esperar nada a cambio.

El personaje que vemos hablar en Ha llegado Isaías, está apoyado en la barra de un bar, algo ebrio y agitado. Korin cuenta al desconocido que fuma impertérrito sentado en su taburete de qué modo tuvo lugar un cambio decisivo en la historia universal. Se pregunta Korin, como hablando consigo mismo, por qué se extinguió la nobleza en el mundo y a dónde fueron a parar los nobles, los excelsos y magníficos. Uno de los misterios más singulares de la historia humana, dijo, fue la aparición y desaparición de la nobleza en la historia. Lo que nos condujo a esta situación, añadió, es el poder irresistible de la razón y fue la tormenta desencadenada por la razón lo que barrió todo aquello en que hasta entonces se había basado el mundo. El vuelco trágico de nuestro mundo, siguió diciendo Korin, no se debe a fuerzas sobrenaturales ni a juicios divinos, sino a un conglomerado incomparablemente repugnante de hombres. La Ilustración surgió como una fuerza fantasmagórica y les hizo comprender de golpe a los hombres que no existían ni dios ni los hombres, Y de este modo acabamos languideciendo en un mundo en donde “el precio de la gloria sólo puede ser la infamia”.

En la obra de László se despliega la ondulante perífrasis de una elíptica circunvalación, una parábola literaria que prende en planos narrativos solapados, abarcados por la simultaneidad del pensamiento analógico. Las resonancias, concordancias y simetrías que recorren su escritura conforman la singular geografía de un héroe revisitado. La memoria de un mundo impregnado por la tenue atmósfera de su onírica penumbra.

La totalidad que abarca la obra de László, su enigmática composición, la inmensidad existencial de la conciencia, la majestuosa magnitud de lo sublimado por el lenguaje, la soberbia engalanada por la escritura, pertenecen a la expectativa literaria que él ha revisitado y renovado en este momento de fractura, colisión y confusión del tenebroso tedio vital. La literatura de László conjura el miasma del despedazado relato contemporáneo y confirma el vaticinio de Adorno: “La injusticia que comete todo arte placentero y en especial el del puro entretenimiento va contra los muertos, contra el dolor acumulado y sin palabra”.

 

Publicado el La Vanguardia 10/10/2025



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10 de octubre de 2025

Cátedra Editorial, 2025

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Hèlene Cixous y ‘La risa de la Medusa’

Que el contexto, sus actores, representantes y símbolos modelan el pensamiento contemporáneo no es, en ningún caso, una idea revolucionaria; ya lo argumentaba Hélène Cixous en 1975 y lo defiende hasta la actualidad, cuando se publica por primera vez en lengua española y sin un ápice de apolillamiento su manifiesto La risa de la Medusa, después de alzarse con el XXVII Premio Formentor. Judía francesa nacida en Argelia —quizás una de las pocas públicamente pudorosas a causa de su herencia— Cixous explora la que, en su momento, fue una nueva relación entre la literatura y el sujeto, entre el lenguaje y el psicoanálisis. Aún inmersa en la tradición filosófica de la época -fue coetánea y compañera de Derrida, Foucault o Lacan- en su escritura se mantiene la búsqueda continuada de grietas por donde pueda colarse la fluidez, desobediente y en continuo tránsito, y donde reivindica el papel fundamental del inconsciente, arquetipo presente a lo largo de todo el texto y uno de sus epicentros. Así, Hélène Cixous practica la insumisión formal: los significantes se despojan del significado, en un acto consciente de liberarse de los límites del orden simbólico patriarcal. La gramática baila, salta y se carcajea, rítmica y vocal. Construye el léxico al modo alemán, creando conceptos a base de unir vocablos –algunos ejemplos: mujer-en-luchas(s), ovocablos o sextículos, palabra que encapsula la idea de que la sexualidad femenina es una nueva forma de escritura, puesto que no se ha descrito antes–, convirtiéndolo en un agente travieso y poético. Crea silencios, reclamos y susurros con la puntuación. Ella dice: ‘En el arte, el reto es encontrar la forma – reto que comparten disciplinas como la pintura y la escritura.’ Sin embargo, el torrente de sus textos no cabe en ningún molde. En lo que ella acuña como ‘écriture femenina’, el librarse de una única significación otorgará plasticidad y movimiento al lenguaje, permitiéndonos un uso más amplio, metafórico, diverso y divertido. No hay nada gratuito en llamar a los significantes ‘criaturas juguetonas’.

Aunque ahora el escenario parezca distinto —no es necesario estar rodeada de hombres con grandes nombres para poder publicar tu primer texto a los 27, o los 26, 25, 24, los 16 o los 15–, encontrar lo ‘desafiante’ sigue siendo (y permitidme la vagancia léxica) un desafío. Se agradece la amplitud del campo donde buscarlo, la expansión de un territorio en el que poder explorar y escudriñar, rodeado de márgenes repletos de escrituras femeninas, líquidas y libres, un jardín grande y frondoso fuera de la norma que más nos vale transitar con respeto y cariño. Como quien pasea por un parque natural, sabiendo que habita un espacio que hay que cuidar y preservar antes de que sea arrasado por los fuegos del verano y el lenguaje marketiniano. La joven Hélène debía alejarse de la escena clásica para hallar un atrevimiento nuevo, distinto, algo que todavía no había sucedido. Y así lo hizo: adelantándose a su tiempo, en La risa de la Medusa propone la escritura como el único espacio en el que el pensamiento subversivo puede desarrollarse. Sin hacer distinciones en cuanto al género de quien escribe, sí establece los dictámenes de una nueva forma y uso del lenguaje asociada a lo femenino, que puede performarse indistintamente de lo que se tenga entre las piernas. Abogando por la eliminación de los sistemas binarios al servicio del orden patriarcal y propios del lenguaje masculino (el que hasta entonces también han utilizado las mujeres), Cixous se adelanta a las necesidades del feminismo del futuro; los hombres son también víctimas y prisioneros de su propio falo, de la idea de no tenerlo: al hablar de una escritura masculina lo hace para fijarla como forma operadora y creadora de reglas, constriñendo a sí misma. Una literatura que excluye a la feminidad, la invisibiliza o la representa únicamente bajo su propia mirada; para Cixous, es en el inconsciente donde existe la poesía, en la ‘región sin límites’ donde, como en la escritura, las mujeres resisten. Y es en la poesía donde hallamos la ruptura, convertida en un agente deconstructor de la rigidez.

Para Ana Mendieta, recuperar el cuerpo significaba rescatar una lengua que le permitía comunicarse con el entorno y el paisaje. En el pensamiento de Cixous, la mujer, al escribir, reconquista su cuerpo. Y esta escritura, incapaz de ser codificada o de caer en las estructuras del simbolismo falocentrista, de ser sometida o refrenada, es la que se encuentra en las aristas donde viven y se desarrollan los sujetos disruptores: los maricones, las bolleras, las bisexuales, las negras, las travestis, etc. Lo que asusta, la otredad, ese miedo a la feminidad. En Cixous, como en Mendieta, el cuerpo es la herramienta. Las mujeres lo tenían todo por escribir sobre las mujeres; ahora, el cuerpo femenino se permite - le es permitido- vivir otros significados que lo atraviesan, encontrando referentes en las producciones culturales -la mujer deseante (Pura pasión), la adúltera (A cuatro patas), la abandonadora (Anna Karenina), la asesina (Las madres no)-, emancipándose y siendo más capaz de dominar el verbo.

Este texto combativo, pasional e inclasificable —manifiesto no es palabra suficiente— reclama y chilla espacio, el espacio que ocupan la carne, los músculos y los huesos, físico y tangible y, como el Universo, en continua expansión.

 

Texto originalmente publicado en la revista Jot Down número 52

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8 de octubre de 2025
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Ojos negros

 

La poesía, las novelas y las canciones recurren a los ojos como expresión infaltable de la belleza femenina. Son su prenda más enigmática, y si nos deslizamos por la pendiente siempre resbaladiza del lugar común, las ventanas del alma. Ojos negros, verdes, azules. Los de madame Bovary son unas veces pardos, otras azules, y también negros. Más que un error de Flaubert, el más minucioso de los escritores en sus registros como para equivocarse así, Vladimir Nabokov explica que esa variedad se debe a que “tenían algo así como capas sucesivas de colores que, más densas en el fondo, se volvían tenues a medida que se acercaban a la superficie de la córnea”. Y el mismo Flaubert lo lleva por ese cauce: “lo que tenía más hermoso eran los ojos; aunque eran castaños, parecían negros…”

Los ojos negros son siempre en la literatura el abismo de la perdición. Unos ojos que anuncian la desgracia no pueden sino ser negros como noche sin estrellas; ya su mismo color anuncia que traerán luto al enamorado que pena bajo su oscura lumbre. Ojos para perderse en ellos, con ellos, y por ellos, aunque en su negrura avisen del peligro mortal de sólo mirarlos.

La tonada rusa, Ojos negros, en una de sus arrebatadas estrofas dice: “veo en ellos el duelo de mi alma/veo en ellos una llama de victoria/y consumido en ella, un pobre corazón…”; que bien nos lleva hasta la cueca que popularizó la voz de Lucho Gatica: “yo vendo unos ojos negros/ quien me los quiere comprar/ los vendo por hechiceros/ porque me han pagado mal…”.

 “Por unos ojazos negros, igual que penas de amores/ hace tiempo tuve anhelos/ alegrías y sin sabores…”, se duele el bolero clásico de Olimpo Cárdenas Un viejo amor; y la letra del tango Por unos ojos negros, llora con el bandoneón: “¿por qué tus ojos me embrujaron? ¿Por qué? /Si tú tenías que alejarte después/sólo me queda el recuerdo glacial/de tus ojos de sombra y cristal…”

Para ser justos, el tormento poético no viene sólo de los ojos negros; también los ojos claros tienen su parte, como en el madrigal que dejó instalado en la esquiva posteridad a Gutierre de Cetina: “ojos claros, serenos/si de un dulce mirar sois alabados/¿por qué, si me miráis, miráis airados...?”

Los ojos azules tampoco van a la zaga, y el cielo y el mar son su más común y fácil comparación: “y sin embargo tus ojos azules/azul que tiene el cielo y el mar…”, dice el tango de José María Contursi Sombras nada más, que se convirtió en bolero en la voz de Javier Solís. Inmensidad y misterio. “Tu pupila es azul y, cuando ríes, /su claridad süave me recuerda/el trémulo fulgor de la mañana/que en el mar se refleja”, insiste la lira de Bécquer.

¿Y los ojos verde esmeralda, ojos verde mar, los preferidos de Agustín Lara?: “aquellos ojos verdes / de mirada serena / dejaron en mi alma / eterna sed de amar…”. A unos ojos de esmeralda, en las canciones, corresponden siempre brazos de marfil, dientes de perla, labios de rubí, para que la pedrería modernista no se agote. Y no hay novela de la muy prolífica Corín Tellado que no empiece con una heroína de refulgentes y apasionados ojos verdes.

Bucólico en sus comparaciones, el Cantar de los Cantares no da color a los ojos de la amada, sino que dice que son de paloma, sus cabellos como manada de cabras, sus dientes como ovejas trasquiladas. Y “tus dos tetas como dos cabritos mellizos, que están paciendo entre azucenas”, traduce Fray Luis de León.

Pero volvamos a los ojos negros, tan traicioneros. El color de los ojos lo define el iris, y así, hay ojos de color castaño, que es lo mismo que marrón, o café; de color avellana, intermedio entre el café y el verde; de color de miel, o ámbar; y verdes, azules, y grises. Pero no hay ojos negros, estrictamente hablando. A pesar de todas las alabanzas, los ojos negros son una invención romántica.

Tener los ojos verdaderamente negros es una rara excepción, consecuencia de una enfermedad congénita llamada aniridia, y entonces el iris negro se confunde con la pupila, lo que lejos de ser fascinante, perturba por su anomalía, porque es como si la persona, desde la negrura total, no pudiera mirarnos. Quien padece de este mal sufre de fotofobia, y se es propenso a las cataratas y el glaucoma, entre otras muchas amenazas de ceguera. Nada hay en ojos tales que se acerque al embeleso. Flaubert lo sabía: los ojos de la heroína de su novela “parecían negros” …pero no lo eran.

El asunto se vuelve patológico.  Los ojos negros vienen a ser una maldición, no para quien los ve bajo la atracción pasional, sino para quien, por uno de esos azares del destino, los tiene.

Pero, en fin, dejemos a los ojos negros como verdad alternativa, para que sigan siendo abismos de la perdición.

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8 de octubre de 2025
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Casa de fieras

Texto de la presentación de Casa de Fieras, en la cuesta de Moyano de Madrid.

Muy buenos días: Es un honor acompañarles en esta memorable cuesta para presentar el libro de María Jesús Muñoz, publicado por Ediciones En Huida. Una obra que merece leerse con calma, porque no es de las que se consumen de un tirón y se olvidan: es de las que se instalan en la memoria, y nos devuelven, tiempo después, una imagen, un ritmo o un personaje que no se quiere marchar. Y además se lee muy pronto, porque es de una brevedad que no hace más que adensar su esencia.

Lo primero que asombra al abrir sus páginas es el lirismo. No es un lirismo decorativo ni accesorio: es la materia misma del libro. La prosa aquí es música, pero una música que se entiende, que respira y que acompasa. Frases que suenan como si fueran versos, imágenes que parecen nacer de un estado de contemplación y, al mismo tiempo, de una curiosidad insaciable por el mundo. Los higos que no caen, la pantera negra que acecha, la escalera de caracol que se enrosca hacia lo alto… son estampas que se fijan en la imaginación y que, en cierto modo, nos interpelan como símbolos de algo mayor: la espera, el deseo, la búsqueda. María Jesús Muñoz logra aquí algo muy difícil: que la prosa conserve la tensión del poema, sin perder claridad narrativa.

Porque este libro no es solo canto: es también narración, y una narración bien trabada. Está compuesto por veintidós capítulos que funcionan como piezas autónomas y, a la vez, como fragmentos de un itinerario mayor. Es como viajar en tren por distintas estaciones: cada parada tiene su propio paisaje —India, Maldivas, Hiroshima, el Mekong…—, y sin embargo, el viajero siente que sigue dentro de un mismo trayecto. La autora sabe entrelazar motivos, hacer regresar a personajes o a imágenes que ya creíamos despedidas, y así dota al conjunto de una coherencia subterránea que el lector percibe con placer.

Hablemos de los personajes. Aquí habita una galería de seres inolvidables: la Primigenia y Memoria, el hombre rojo, esa casa de fieras que es, al mismo tiempo, casa del origen y casa del exilio. Son personajes que tienen mucho de fábula, de arquetipo, y al mismo tiempo nos resultan familiares, próximos, casi entrañables. La autora ha sabido darles la densidad de lo humano sin quitarles el aura de lo mítico. Y en esa convivencia se juega gran parte de la fuerza del libro: lo reconocible convive con lo fabuloso, lo íntimo con lo universal.

Este libro puede leerse de muchas maneras. Puede leerse como una novela lírica, puede leerse como un conjunto de relatos que dialogan entre sí, puede incluso leerse como un largo poema narrativo en prosa. Y en todos esos registros funciona. Lo cierto es que invita a regresar a él.

Estamos, pues, ante una obra que merece celebrarse. Por su lirismo sostenido, por la riqueza de sus personajes y, por la capacidad para condensar y emocionar. En un tiempo donde la literatura a menudo se consume con prisa, este libro nos recuerda que todavía hay espacio para la belleza lenta, para el relato cuidado, para las palabras que se quedan o que regresan como el recuerdo de una sensación.

Por eso, sólo queda más que invitarles a leerlo, a adentrarse en sus páginas y a dejarse llevar.

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6 de octubre de 2025
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La lección de Horst Wessel

El 14 de enero de 1930, el joven activista nazi Horst Wessel fue asesinado de un tiro en la puerta de su casa en Berlín por una horda ligada al Partido Comunista alemán. Un año antes se había destacado como líder de una violenta banda barrial de las Camisas Pardas (SA) y el jefe de la propaganda hitleriana, Joseph Goebbels, lo había enviado a Viena a aprender técnicas efectivas de terror callejero de los organizados nazis austríacos.
Su historia se cuenta en la página 310 y siguientes de la gran investigación sobre el surgimiento del Tercer Reich (The Coming of the Third Reich) del historiador británico Richard J. Evans.
Wessel, un profeta de la lucha en las calles con métodos violentos contra los comunistas, en ese momento también un grupo propenso al activismo callejero, pero también contra los pacíficos socialdemócratas y todos los defensores de la tambaleante República de Weimar, fue rápidamente convertido en un mártir del amor patriótico y desinteresado a la Alemania aria, nostálgica de los tiempos autoritarios del Kaiser.
Goebbels vio de inmediato el valor simbólico de su mártir. Le inventaron una biografía de excelente hijo, vecino, pareja, amigo y camarada de los abnegados Camisas Pardas. Desempolvaron y publicaron en miles de copias un poema patriótico que atribuyeron a Wessel, que fue pronto transformado en canción (La canción de Horst Wessel, también conocida como La bandera en alto), bajo cuyos acordes desfilaban los paramilitares de la esvástica blandiendo teas ardientes en las noches aterradas de las ciudades y pueblos de Alemania.
Así comienza su letra: “¡La bandera en alto! / ¡Las filas firmemente cerradas! / Las SA marchan / con paso tranquilo y firme. / Camaradas, caídos en el frente rojo y en la reacción, / marchan en el espíritu / Dentro de nuestras filas. / ¡La calle libre / para los batallones pardos. / La calle libre /para los hombres de la Sección de Asalto!”
El 19 de mayo de 1933, ya como jefe de gobierno, Hitler ordenó que La canción de Horst Wessel fuera declarada símbolo nacional. Fue uno de los dos himnos oficiales de la Alemania nazi hasta la caída del régimen en 1945.
En los años treinta, los franquistas en España y los fascistas en Grecia y Gran Bretaña, entre otros, adaptaron esta canción para sus marchas y ceremonias y le pusieron letras propias. Con la caída del nazismo La bandera en alto fue prohibida en Alemania.
Cuando mataron a Wessel en 1930, todavía faltaban dos años para que Hitler fuera nombrado Canciller en un gobierno nominalmente multipartidario, y tres para que sus huestes tomaran el poder completo de Alemania, como se cuenta con portentosa precisión en las 622 páginas del libro de Evans. Pero una de las herramientas más potentes fue la construcción de Horst Wessel, su fastuoso y muy bien orquestado funeral, su canción, el uso de su nombre y su martirio para atraer nuevos jóvenes al movimiento ultraderechista y darles un sentido de pertenencia y una épica ligada al sacrificio y al crimen cometido por sus enemigos.
Su funeral fue filmado y convertido en película de propaganda en los cines, al tiempo que los diarios del nazismo, como Der Angriff (El ataque), dirigido por Goebbels, contaba la historia de un joven idealista que soñaba con un mundo mejor, mezclando datos que la madre de Horst le había contado a Goebbels con inventos que daban más dramatismo a la historia.
En su biografía del gran propagandista del Tercer Reich (The Life of Joseph Goebbels), Ralf Georg Reuth cuenta que, en su creación de los elementos que necesitaba para la formación de un ideario nazi, Goebbels había probado anteriormente con otro mártir oficial, pero no había prendido la chispa.
Con Wessel triunfó, y desde entonces, muchos otros regímenes autoritarios de muy distinto signo crearon sus propios mitos de bravos muertos por la causa como bandera de lucha.
El modelo viene del centro de la tradición cristiana: la pasión y muerte de Jesucristo. En nombre del muerto inocente, muchos de sus seguidores han matado adversarios durante siglos.
Probablemente el más famoso en la segunda mitad del siglo XX fue el Che Guevara.
El último, Charlie Kirk, tuvo su funeral masivo en Arizona esta semana, y en un país que solía defender la libertad de opinión, ya se está castigando a los que osan criticar al mártir.

Este ensayo fue publicado en Ideas del diario La Nación de Argentina el sábado 27 de septiembre de 2025. 

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29 de septiembre de 2025
Blogs de autor

Mi novia cadáver

Hace ya mucho tiempo que envío fotos de juventud, o como mucho de inicio de madurez, cuando los periodistas y editores las solicitan para ilustrar artículos de prensa o para colocarlas en las solapas de los libros. La vejez, o sea la fealdad, no es agradable de ver, aunque se corre el peligro, con la publicación de estas remotas imágenes, que el retratado no sea ya el mismo, quiero decir que el tipo que aparece en una foto de las más reproducidas, hecha por mi hijo Fran durante una carroñada, un hombre de mediana edad con gafas oscuras, impermeable azulado y prismáticos colgados al cuello, no tenga nada que ver con este anciano que ahora les escribe.

Viene todo esto a cuento porque hoy bajando las escaleras para ir a echar la basura y cuando ya casi iba por el zaguán vi, a través del cristal de la puerta de entrada, que un ser encorvado intentaba abrir la cerradura desde la calle; era una mujer muy vieja que no veía bien pese a las lentes de culo de vaso y que trasteaba con los dedos para encontrar la ranura donde introducir la llave. No quise abrir la puerta de golpe para no asustarla, por lo que golpeé suavemente el cristal... pero también era sorda; esperé pues a que diera un respiro en su labor investigadora, y abrí la puerta. Carmen se asustó, lo que yo no quería que sucediese, tardando unos instantes en reconocerme, porque efectivamente era Carmen Cerrato Dueñas, la que fuera mi novia durante mi destino en Palencia y que ahora, ignoro la razón, había venido a vivir aquí, a Soria, precisamente en mi misma casa. Y digo que había venido a vivir por no decir que había venido a morir, tan malo era su aspecto, tan alejado del de aquella muchacha saltarina de la que aún he de conservar fotografías y a la que voy a intentar evitar en el ascensor, en la escalera, en la puerta de la calle, e incluso en el tramo de la acera que va de mi (¡nuestro!) portal a los contenedores; ejerce un brujo en un pueblo cercano que me aseguran borra fracciones de la mente, a ver si lo consigue con el encuentro de esta mañana.

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28 de septiembre de 2025
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El Boomeran(g)
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