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Escrito por

Víctor Gómez Pin

Victor Gómez Pin se trasladó muy joven a París, iniciando en la Sorbona  estudios de Filosofía hasta el grado de  Doctor de Estado, con una tesis sobre el orden aristotélico.  Tras años de docencia en la universidad  de Dijon,  la Universidad del País Vasco (UPV- EHU) le  confió la cátedra de Filosofía.  Desde 1993 es Catedrático de la Universitat Autònoma de Barcelona (UAB), actualmente con estatuto de Emérito. Autor de más de treinta  libros y multiplicidad de artículos, intenta desde hace largos años replantear los viejos problemas ontológicos de los pensadores griegos a la luz del pensamiento actual, interrogándose en concreto  sobre las implicaciones que para el concepto heredado de naturaleza tienen ciertas disciplinas científicas contemporáneas. Esta preocupación le llevó a promover la creación del International Ontology Congress, en cuyo comité científico figuran, junto a filósofos, eminentes científicos y cuyas ediciones bienales han venido realizándose, desde hace un cuarto de siglo, bajo el Patrocinio de la UNESCO. Ha sido Visiting Professor, investigador  y conferenciante en diferentes universidades, entre otras la Venice International University, la Universidad Federal de Rio de Janeiro, la ENS de París, la Université Paris-Diderot, el Queen's College de la CUNY o la Universidad de Santiago. Ha recibido los premios Anagrama y Espasa de Ensayo  y  en 2009 el "Premio Internazionale Per Venezia" del Istituto Veneto di Scienze, Lettere ed Arti. Es miembro numerario de Jakiunde (Academia  de  las Ciencias, de las Artes y de las Letras). En junio de 2015 fue investido Doctor Honoris Causa por la Universidad del País Vasco.

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Ácido retorno a la cuestión kantiana

En una reflexión anterior intentaba sintetizar tesis kantianas relativas a la imposibilidad de que el orden social, persistiera si las máximas de acción contrarias a la moralidad fueran erigidas en leyes universales, a las que se adecuaría necesariamente nuestro comportamiento. Uno de los ejemplos que el pensador nos ofrece es relativo a la palabra empeñada, ejemplo concretizado en la persona que, apurada, solicita una ayuda económica. Conviene recordar el argumento: la persona en cuestión puede hallarse tentada de prometer su devolución en un plazo determinado, aun a sabiendas de que ello no va a ser posible. Por definición, la palabra no surtirá efecto más que si el que la enuncia es susceptible de ser creído. Si la enunciación de falsas promesas fuera erigida en ley universal determinante del comportamiento, de tal manera que toda promesa tuviera entre sus rasgos esenciales el ser falsa... obviamente nadie avanzaría un penique, pues tendría la certeza de no recuperarlo. En suma: hasta para conducir a buen puerto mis aspiraciones más inmundas no podría dejar de desear que en el mundo haya seres motivados por valores desinteresados y favorables a la persistencia de los seres razonable, en lugar de serlo por meros intereses subjetivos.

En el evocado debate en que uno de los participantes acusaba al otro de mentir sistemáticamente estaban en juego ni más ni menos que los argumentos que tendría un ciudadano para elegir su primer representante en el orden de la polis, es decir de la organización de nuestras vidas en conformidad a una ley. Días después, conocido ya el resultado, el acusador deseó suerte en la gestión a su rival sin retirar en absoluto sus palabras y ante simpatizantes que, en consecuencia con lo que había reiterado su líder, coreaban "Si gana Zapatero gana un embustero".

Reitero: no había habido ni un instante de veracidad en un debate sobre la cosa pública, y tras el mismo parecía que, de facto, ni puñetera falta hace que lo hubiera. Reitero: cerca estamos del nihilismo y lejos estamos de la exigencia kantiana. Totalmente errónea puede llegar a parecernos la convicción de que un grado de veracidad en la palabra es condición de posibilidad incluso de una práctica social sustentada en el engaño.

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24 de marzo de 2008
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Superficial verdad, densa falacia

El rival del presidente en funciones del gobierno parecía  durante los debates verdaderamente  preocupado por la problemática de la verdad. Pues tras su fiscalización de las modalidades de mentir del contrincante  anunció a un momento dado, durante el segundo debate, "yo voy a hablar también de la verdad".

Decepcionado quedó sin embargo el oyente que esperó un discurso teorético sobre la noción de verdad. El señor Rajoy no citó a Tarsky ni a Heidegger. No habló de la verdad, sino que se limitó a cantar al señor Zapatero unas cuantas verdades, la mayoría relativas a las dramáticas consecuencias para los más necesitados de su política social. Muchos oyentes o teleespectadores eran personas que podían temer las  inevitables implicaciones  de una  política económica  sustentada en el ideario liberal y la erección del mercado en referencia sagrada;  personas conscientes de que el partido del señor Rajoy lucha porque tal ideario se imponga aun con mayor radicalidad y que tienen en mente el aspecto sombrío de la prosperidad general de los gobiernos de Thatcher o Blair. Pues bien con estupor pudieron escuchar en boca del candidato frases críticas como las que siguen: "La diferencia entre los más ricos y los más pobres es hoy mayor en España"..."A la hora de las becas, de los comedores, y de la sanidad pública, algunos españoles se pueden ver perjudicados".

Edificante desde luego esta preocupación por las víctimas del sistema económico. A diferencia de lo que suele ocurrir esta vez era el representante del partido más devoto de la libertad de mercado el que parecía tener el monopolio de los buenos sentimientos, y hacía mayor gala de amor a los pobres  Lo que decía constituía muy probablemente una verdad como un templo. Mas el lugar desde el que lo decía convertía su discurso en un paradigma de falacia.

¡Que ilusoria puede llegar a parecer la kantiana  convicción de que un grado de veracidad en la  palabra es condición de posibilidad incluso de una práctica social sustentada en el engaño!   Viene a cuento transcribir literalmente lo que escribía hace unas semanas en relación a  esta  tesis de Kant:

"Hasta para conducir a buen puerto mis aspiraciones más inmundas no podría dejar de desear que en el mundo haya seres motivados por valores  desinteresados y favorables a la persistencia de los seres razonable, en lugar de serlo por meros intereses subjetivos. ¿Respuesta del cínico a tal argumentación? Pues la división de los comportamientos: la defensa de los intereses generales de los seres de razón para el otro, y la defensa de los intereses subjetivos para mi."

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19 de marzo de 2008
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Cuando ser tildado de mentiroso no ofende

Ahora que han pasado ya las elecciones, quiero volver un momento sobre un aspecto de las mismas, puesto de manifiesto sobre todo en los debates entre los dos candidatos y muy particularmente en el segundo. El candidato opositor había sentido en el primer debate que era bocado sabroso el tema de la inmigración. En consecuencia, en el ulterior combate apuraba el hueso sugiriendo que, dada la incipiente crisis económica, la presencia de centenares de miles de "sin papeles" constituía una amenaza no sólo para la economía sino para la seguridad.

Su rival sorteaba como podía el ataque, más bien escurriendo el bulto y sin atreverse a decir la verdad, a saber: que intentar ganar aun al precio de arrojar a los pies de los caballos a la población más indefensa era simplemente innoble.

El presidente de gobierno no pronunció esa verdad, y quizás si la hubiera pronunciado habría frenado el sentimiento que tenía el aspirante de que con total impunidad podía tachar a su rival de lo que le diera la gana, por ejemplo de ser un mentiroso, de engañar a sus conciudadanos una y otra vez. "El valor de su palabra..." le espetó despectivo Rajoy a Zapatero, pronunciando en otros momentos, frases tan rotundas como: "Usted miente siempre. Usted no dice la verdad nunca..." "Mintió Usted a los españoles... algo que demuestra quién es Usted."

Dado que los sondeos fueron favorables al presidente del gobierno, he de concluir que la audiencia supo apreciar sus modales, y el hecho mismo de que no se descompusiera ante los gravísimos insultos. Pero aquí radica precisamente el problema. ¿Debe una persona, candidato o no a la Presidencia de un gobierno, mantener la sangre fría cuando ante millones de personas es tachado de mentiroso? ¿No tiene más bien la obligación moral de decir que hasta aquí hemos llegado y que su interlocutor ha de retirar sus palabras o rendir cuenta de ellas? ¿No es gravísimo que nos parezca trivial el que un responsable político se deje tachar reiteradamente de mentiroso? ¿No es gravísimo, en suma, que estemos dispuestos a que nos represente alguien que, lo sea o no objetivamente, tolera que le llamen mentiroso? ¿Qué se ha hecho del ideal griego de ciudadanía para que tal cosa ocurra? ¿A qué nivel de nihilismo respecto a nuestra condición hemos podido llegar?

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18 de marzo de 2008
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La difícil ‘andreia’

Hace unos días pronuncié en Barcelona una conferencia relativa al legado aristotélico en la que enfaticé una vez más lo importancia de mantener la exigencia de lucidez, con el argumento de que cuando esta aspiración cede... la vida entera puede convertirse en una secuencia de síntomas. Al término de mi exposición una persona sugirió (con explícita mención de que se trataba de poner contrapunto) que en la configuración objetiva de nuestras vidas no pesaba quizás tanto la exigencia de desvelar como la de enmascarar, que no exigíamos tanto una confrontación lúcida como una ficción edulcorante.

Mientras barruntaba algún tipo de respuesta, evocaba lo que un filósofo que tengo por enormemente lúcido había objetado, durante un seminario en la Fundación Juan March, a mi tesis de que los niños darían muestra, en sus interrogaciones ingenuas, de ese deseo de saber que Aristóteles considera natural en la condición humana. La tesis de mi colega, excelentemente argumentada, iba en el sentido de considerar que los niños desean ante todo ser tranquilizados y ello, de alguna manera, a cualquier precio.

La duda respecto a la veracidad de mi tesis se vinculó entonces a lo que en estas mismas páginas he sostenido sobre la andreia o entereza de la que los seres humanos daríamos prueba a poco que se dieran las condiciones sociales de realización de nuestra naturaleza.

Aristóteles sitúa como paradigma de persona entera (andreios) aquella que no es presa de fobós, temor paralizante, ante la hipótesis de la muerte. Aquel que lo consigue responde cabalmente a la primera exigencia de la condición humana, se alza, cabría decir, a la altura de su singularísima especie. Pero el mismo Aristóteles enfatiza en muchos lugares el hecho de que la especie va por un lado (previsible, claro, objeto de ciencia y conocimiento) y el individuo (contingente, oscuro, sometido a la intersección de causas que se ignoran) va por otro.

Responder con entereza es algo que está determinado por el ideal, pero el que tal cosa ha de hacer es un individuo, intrínseca presa del tiempo destructor. No es, pues, azaroso que la andreia, en general, sea sacrificada y con ella sea sacrificada la verdad.

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17 de marzo de 2008
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La mentira en los cuerpos

Por unos u otros vericuetos hay momentos en los que dar un sí a la vida es rigurosamente equivalente a dar un sí a la palabra. O por mejor decir: momentos en los que se da un sí a la vida (antes meramente se vivía) como consecuencia de que (separándonos irremediablemente de la condición meramente animal) dimos un sí a esa palabra tantas veces utilizada como mero instrumento y por consiguiente intrínsecamente rechazada.

En tales momentos, lo que del cuerpo se espera es meramente que responda, que responda eventualmente en la quiebra y el dolor, mas que responda. Pues el ser humano intuye en lo profundo que el sentir de la corporeidad es resultado del sentir de la pertenencia a la condición espiritual y por consiguiente, que el dolor inherente a ese sentir del cuerpo, en ningún caso es el más grave. Si el ser humano  se instala en esa tesitura, en la que meramente espera del cuerpo que no falle, es porque una exigencia de lucidez le hace situar en el lugar preponderante lo esencial y confrontarse con entereza a ello. Tiene para tal confrontación el arma imprescindible, el espíritu en la riqueza de su forma elemental, la palabra en su desnudez.

El cuerpo del que se espera meramente que responda es un cuerpo en el que todo ser humano habría de reconocerse, cuerpo en el que se perciben los rasgos de ser lo que todo ser humano debería haber sido. Pues, alejados los años de juventud,  de gloria y aún de actividad ¿qué se ha hecho de los cuerpos? Si la entereza ha acompañado el periplo, perdura incluso una frágil esbeltez, aunque un velo de nostalgia cubra, en la mirada, la gracia provocadora que constituía su principal rasgo. En todo caso los cuerpos y sobre todo la mirada de aquellos a los que el respeto a la condición de seres de palabra no abandonó en el periplo, se hallan en las antípodas del cuerpo de ese vieux canaille de la politique, ese político encanallado al que el texto de Marcel Proust hace unos días citado se refería.

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14 de marzo de 2008
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Estoica mentira

Aristóteles sugería que la condición de esclavo, al ser incompatible con las condiciones de posibilidad de la plena actualización de las potencialidades humanas, de alguna manera excluía de la humanidad. ¿Ausencia en ello de fraternidad con el esclavo? En absoluto, más bien muestra de exultante concepción de lo que es la humanidad, cuya esencia sólo podría realizarse en condiciones de libertad. Marx entendió esto perfectamente, al sostener que la asunción de la visión aristotélica sería extremadamente útil para emanciparse de la esclavitud, mientras que cualquier concepción estoica (que buscara una imaginaria distancia respecto a la condición de ser encadenado), sería alcahuete de la misma.

Es esta una de las epifanías de la mentira a la vez más insoportable y más consolidada. No avizorándose horizonte alguno para una situación de libertad concreta, habiendo interiorizado que lo nuestro es un trabajo absurdo con destino en el aparcadero de la llamada jubilación (curioso júbilo el de un ser considerado ya inservible incluso para funciones de esclavo), proliferan entonces múltiples formas de evasión, es decir de libertad abstracta, libertad puramente imaginaria, cuya oferta resultaría insultante para todo aquel que tuviera la fortuna de sentirse  un solo instante atravesado por ese deseo ardiente de toda mente pensante, ese deseo de veracidad al que me refería en páginas más afirmativas de esta narración.

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13 de marzo de 2008
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Ante la humanidad exhausta

Una persona es ‘interpar' con toda otra meramente por compartir la condición de ser de lenguaje y la razón común que les convierte en potenciales seres de juicio. Y si una de esas personas sufre de una carencia fisiológica, sin que tal sea el caso de la segunda, no por ello pierden su equiparación como seres de juicio, aunque sería absurdo equipararlos desde el punto de vista de la carencia misma.

También aquí subyace el problema de la condición lingüística y de lo que homologa tanto a las lenguas entre sí como a los hablantes de las diferentes lenguas, por enormes que sean las diferencias sociales y culturales que les separan. Se parte de una suerte de optimismo antropológico: el hombre es el ser que por naturaleza se interroga, un ser que, reconociéndose como lingüístico, es decir, amando la palabra por sí misma, empieza a hacer uso de ella con objetivos que ninguna necesidad legítima. En tal desapego respecto a las exigencias de la mera subsistencia reside su intrínseca dignidad.

Mas en ningún caso esta suerte de optimismo antropológico ha de hacer obviar la terrible cuestión de qué pasa con las discapacidades que parecen poner en cuestión la persistencia misma de la condición racional y lingüística.

En determinados casos en los que terribles enfermedades degenerativas se combinan con una inevitable caída en melancolía por parte de quien las sufre, el problema no es tanto de mantener el respeto debido a la persona así maltratada por el destino, como de seguir manteniendo el respeto por la condición humana... lo cual no es entonces necesariamente fácil. De cualquier modo, la actitud que repudia la verdad es aquí el reverso mismo de la fraternidad. Una analogía con actitudes edulcorantes y compasivas respecto de la esclavitud social ayudará a comprenderlo.

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12 de marzo de 2008
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Samaritanas ofensas

Evocaba arriba el diálogo que mantuve en Colombia con una persona afectada por la enfermedad de Down, en el curso de una conferencia sobre discapacidad. Como era de esperar (dada la presencia de muchas personas directamente afectadas por el problema), el tema reiterado en el largísimo debate fue el de la actitud general de la sociedad y de cada uno en particular ante las personas con algún tipo de discapacidad. Una vez más se trataba no ya de separar el grano de la paja (la cual sin dar alimento al menos no es venenosa) si no las actitudes auténticamente fraternas, de actitudes samaritanas rayanas con el fariseísmo, y de hecho vehículo de ofensa.

El problema se vincula al viejo asunto de determinar dónde reside lo esencial de la especificidad humana y que órganos hay que fertilizar a fin de que esta condición se realice. Esencial es al ser humano el que los demás le reconozcan plenamente como tal, mas por eso mismo es imprescindible no equivocarse de registro a la hora de tal reconocimiento. Concretamente, por lo que a las personas sometidas a una discapacidad se refiere, sería absurdo equipararlas a los demás en aspectos que dependen de la plena capacidad precisamente en ese registro. El que se ve abocado a una silla de ruedas solicita de cada uno de los demás que en su penuria física no vea un impedimento para que lo esencial de su humanidad pueda realizarse... quizás necesite menos que se le organice una competición deportiva concebida bajo el modelo de las convencionales maratón.

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11 de marzo de 2008
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Quebrada matriz común

En una conferencia que pronuncié hace unas semanas en Colombia tuve que responder a la pregunta de una persona extraordinariamente perspicaz, afectada por la enfermedad de Down. Se trataba de un joven estudiante (de ingeniería creo recordar) que, al parecer, juega un papel muy activo en las movilizaciones estudiantiles, tanto estrictamente universitarias como referentes a problemas generales de un país a la vez tan fascinante y traumatizado como Colombia. Pues bien, la objeción a mi discurso que esta persona me hizo fue grosso modo la siguiente: "Usted ha vinculado, desde todos los ángulos posibles, la dignidad humana y la asunción de la discapacidad, refiriéndose siempre a ésta desde la vertiente de la debilidad. Pero...¿que hay de la discapacidad como fortaleza?"

Obviamente antes de esbozar una respuesta, era necesario sopesar la auténtica dimensión de la pregunta. El diálogo (durante y tras la conferencia) se deslizó hacia el problema de un sentimiento no contingente de incapacidad, mutilación e impotencia, que sería inherente a todo ser humano (quizás ya determinado por la fragilidad que conlleva nuestro nacimiento prematuro). Sentimiento que algunos tendrían la fortuna de superar, mientras que para otros, cualesquiera que fueran las condiciones físicas e intelectivas, sería traza que ensombrecería la entera vida.

El alma se apaga, creo recordar que es el título en español de un relato de Faulkner. Y cuando tal cosa ocurre, no sólo anda por los suelos la subjetiva moral necesaria para enfrentarse a los asuntos propios, si no también la objetiva moralidad que habría de regir la relación con cada uno de los demás y el sujeto colectivo que formamos.

El sentimiento de intrínseca e insuperable debilidad, difícilmente es fuente de confrontación verídica y sí lo es de búsqueda de consuelo. En una matriz quebrada se forja todo destino humano, pero sólo aquellos que tienen la suerte de experimentar que superan tal origen (condición-no suficiente-de lo cual es asumirlo plenamente) son susceptibles de responder a esa exigencia de veracidad que más arriba designaba con el término aristotélico de andreia.

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10 de marzo de 2008
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¿Moralidad ignata?

/upload/fotos/blogs_entradas/el_tercer_hombre_med.jpgHe avanzado aquí en múltiples ocasiones la tesis de que persona alguna necesita "profesores de virtud", que todo ser de razón repugna la imagen de la fuerza abusiva y, en suma, que en un registro profundo los seres de lenguaje somos seres morales.  Ello tiene su corolario para estudiantes de filosofía eventuales profesores futuros de ética: su tarea no consistiría en enseñar a nadie lo que hay que hacer, si no en poner sobre el tapete las razones kantianas para afirmar que nadie se equivoca -en lo esencial- al respecto. Lo cual no es óbice para ser conscientes de que, a la hora de la aplicación, la moralidad entre en interno desgarro, por ejemplo según la polaridad ley clara-ley oscura, polaridad tan presente en la tragedia griega, y más cerca de nosotros en el emblemático personaje interpretado por Joseph Cotten en El tercer hombre (contrapunto del personaje de una pieza, fiel sólo a la ley oscura, que interpreta de forma conmovedora Alida Valli)

Mas si la moralidad forma efectivamente parte de la arquitectura espiritual del ser humano, si es una determinación inherente a la condición racional ¿por qué en este escrito juega un papel tan importante la consideración de casos que parecerían ser más bien pruebas de lo contrario? Pues simplemente en razón de que el pensar de los seres humanos sólo responderá a los imperativos de su naturaleza, si esta naturaleza se ha realizado, es decir, si el ser humano en potencia ha venido a serlo en acto. Pero tal realización tiene condiciones sociales de posibilidad que, además de no darse, ni siquiera parecen estar en el horizonte, constituir un real objetivo.

Sé que hay en estas líneas una irreductible polaridad. Por un lado revelan una confianza en la intrínseca moralidad del ser humano (kantiano, tema de una razón práctica que complementaría la razón cognoscitiva), mas por otro lado otorgan enorme peso a las tesis de que la falacia y la mentira son algo más que superables contingencias de la organización social.

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7 de marzo de 2008
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