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Escrito por

Jesús Ferrero

Jesús Ferrero nació en 1952 y se licenció en Historia por la Escuela de Estudios Superiores de París. Ha escrito novelas como Bélver Yin (Premio Ciudad de Barcelona), Opium, El efecto Doppler (Premio Internacional de Novela), El último banquete (Premio Azorín), Las trece rosas, Ángeles del abismo, El beso de la sirena negra, La noche se llama Olalla, El hijo de Brian Jones (Premio Fernando Quiñones), Doctor Zibelius (Premio Ciudad de Logroño), Nieve y neón, Radical blonde (Premio Juan March de no novela corta), y Las abismales (Premio café Gijón). También es el autor de los poemarios Río Amarillo y Las noches rojas (Premio Internacional de Poesía Barcarola), y de los ensayos Las experiencias del deseo. Eros y misos (Premio Anagrama) y La posesión de la vida, de reciente aparición. Es asimismo guionista de cine en español y en francés, y firmó con Pedro Almodóvar el guión de Matador. Colabora habitualmente en el periódico El País, en Claves de Razón Práctica y en National Geographic. Su obra ha sido traducida a quince idiomas, incluido el chino.

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París, antes y ahora

La primera vez que estuve en París el Barrio Latino era un distrito ennegrecido, lleno de bares y restaurantes baratos, frecuentados por estudiantes que conversaban en voz alta, fumaban y bebían cerveza, siempre con sus libros bajo el brazo y la sonrisa bien puesta en los labios. También había muchas librerías, casi tantas como bares. Era un barrio más sucio que el de ahora pero no parecía un parque temático para turistas desenfrenados, y se respiraba una atmósfera tan viva como humeante. La misma Notre-Dame era una catedral más negra que el amianto. Si entrabas a ciertas horas, podías estar solo o como mucho rodeado de diez o doce personas. Yo solía entrar muchas mañanas a leer, a meditar, a contemplar las vidrieras delicadamente acariciadas por el sol invernal.

En esa época todavía París era la capital cultural de Europa. Una muy inventiva escuela de filósofos incendiaba las aulas a las que acudían estudiantes de todos los países del mundo. París era la Meca de los estudiantes extranjeros, como decía la prensa con cierta satisfacción nada chovinista.

Cuando me fui de París, la escuela filosófica a la que me refiero había casi desaparecido en circunstancias trágicas, y durante algún tiempo me negué a regresar a la ciudad de mis más jóvenes y nutritivos años. Tardé una década en volver a pisar sus calles, sus bares, sus librerías. Fue un retorno melodramático en el que constaté, con dolor y melancolía, que la decadencia seguía y que París se había dormido en sus laureles calcinados, entregando sus distritos más soberbios al turismo, a los precios abusivos y a la descortesía.

La Sorbona parecía muerta y la ciudad se hallaba sumida en un inquietante silencio cultural que no presagiaba nada bueno. Hace ahora dos años regresé de nuevo y advertí que ya toda la ciudad era un parque temático, irrespirable en algunos flancos y absolutamente tomada por esa forma de la banalidad que llamamos turismo, y que si bien puede dar mucho dinero a las ciudades, las envilece y convierte todas las relaciones humanas en un asunto comercial. Pensé que tardaría en volver pero me equivoqué: estos días he vuelto a perderme por París, y si bien he percibido que prosigue la decadencia, se nota más movimiento, más crispación y más ira. Problemas que se van agravando día a día y que la prensa española apenas comenta.

Con cierta alegría he constatado una vez más que en Francia, y especialmente en París, el ciudadano es mucho más poderoso que en España y se enfrenta con más osadía a la sinrazón. París se niega a demoler el estado del bienestar: era cosa sabida que no debiera extrañar a nadie. En el café Le Sélect (precisamente el café que tanto frecuentó Sartre cuando se fue a vivir al barrio de Montparnasse) un oriundo de la ciudad me dijo: “París no hace revueltas, París hace revoluciones”. En estos momentos y en una Europa tan encajada, la sentencia resulta exagerada, pero ¿quién sabe? En París se detecta un ambiente cada vez más enrarecido y bastante más violento que el año anterior, entre grandes celebraciones y grandes huelgas que enturbian aún más la ciudad.

Normal. Cuando yo era estudiante las huelgas en el metro y en los trenes eran incontables, si bien los conflictos laborales resultaban insignificantes comparados con los de ahora.

Al desafío que supone en un país como Francia recordar bienes sociales, se une ahora la amenaza terrorista y el problema que conlleva una vasta emigración sin asimilar y condenada a la exclusión. Basta con acercarse a las zonas periféricas para observar que París está enteramente cercado por barrios miserables y más inflamables que el propano.

Tanto en la Europa del Norte como el la del Sur tales situaciones se aceptan con resignación y con ceguera, asumiendo la espinosa convención de que destruir el estado del bienestar es sencillamente “hacer los deberes”. Llegados a esa tesitura, los franceses, y sobre todo los parisinos, van a tender siempre a la desobediencia. Esa resistencia a aceptar las órdenes de Berlín se percibe continuamente en los cafés, en los parques, en las calles, y en las huelgas que campean por doquier mientras los noticieros airean la situación de un joven que ha permanecido varios días en coma víctima de la violencia policial.

Para terminar, hago abstracción de todo lo que acabo de decir y advierto que París será siempre París y que nadie, ni turistas, ni huelgas, ni problemas de toda índole la despojarán nunca de su deslumbrante belleza.

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9 de octubre de 2023
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El terror

El terror es un concepto latino que incidiría en la forma más extrema del miedo. El término proviene del verbo terrero que significa temblar. A su vez la forma más extrema del temblor sería el tremor, que aparece en algunas traducciones del salmo 155, y que supondría un terror más agudo que el mismo terror, susceptible de provocar un temblor muy acusado: el crujir de dientes evangélico. En la Biblia el terror emerge casi siempre vinculado al caos del fin de los tiempos.

En nuestra época se ha abusado considerablemente del concepto terror, desgastándolo y convirtiéndolo en simple sinónimo del miedo. Se habla de películas y novelas de terror de forma exagerada, refiriéndose a artefactos literarios que como mucho producen miedo, pero nunca terror.

El miedo es una emoción muy intensa, que puede provocar cambios de ánimo de naturaleza desestabilizadora. Todos los poderes de mayor o menor calado han utilizado y utilizan el recurso del miedo para hacer más efectivo el control social. Canetti vincula las órdenes con el miedo, analizando de forma bastante aguda el contenido mismo de la orden y concluyendo que en el fondo de toda orden persiste de forma emboscada la amenaza de muerte: o haces esto o te mato.

Pero el miedo no es en sí mismo paralizador. El miedo puede incitar muy a menudo a la acción, el terror no. Lo que buscamos al producir terror es el silencio y la inmovilidad. Lo que buscamos con el terror es la suspensión del pensamiento y la supresión del lenguaje, por eso el terror es tan negativo. Dicho de otra manera: el terror es en sí mismo la negación de la acción, la negación de la palabra, la negación de toda mediación vinculada a la cultura y a todas sus estructuras dinámicas. El terror es la negación de los flujos emocionales de la existencia que hacen más o menos grata la vida en sociedad, por eso es un mecanismo tan destructivo e inmovilizador.

Con sus acciones el terrorista desea situar a los demás en los momentos anteriores al lenguaje y a la expresión. Se trata de una operación tan regresiva y tan involutiva que nos retrotrae a los momentos más remotos de la infancia, cuando aún no hemos accedido al lenguaje y las emociones son pulsiones puras e inmediatas que no tienen otra modalidad de expresión que no sea el llanto, la convulsión o la parálisis. Lo hemos visto en nuestros tiempos con relativa frecuencia. Cuando los terroristas entraron en la sala Bataclan de Paris y comenzaron a disparar la gente se paralizó: la gente murió antes de morir, la gente volvió al terror primordial, la gente regresó a la noche de los tiempos, al reino de la oscuridad, al reino del silencio.

El terrorismo moderno utiliza el terror como un rito sangriento y también como un mito. Todo acto terrorista de cierta envergadura se expande inmediatamente, gracias a los medios de comunicación, en forma de relato elíptico y simplificado, es decir: en forma de mito. El procedimiento ya fue ampliamente utilizado por los asesinos ismaelitas de los siglos XI y XII.

Podría decirse que el terrorismo moderno, y muy especialmente el vinculado a formas aberrantes de interpretar los textos coránicos, busca la propagación del miedo, pero todo indica que quiere ir más lejos y que en realidad busca la paralización de las conciencias, el detenimiento del tiempo discursivo, la inmovilidad súbita de la vida, para a partir de ese punto cero iniciar un nuevo ciclo que hallaría su fundamento, su sustancia y su estructura oscilante y oscura en el terror primordial, en el terror arcaico que vinculamos al origen del tiempo, a la oscuridad original con la que se inician tantos tejidos míticos, empezando por la Biblia y sus primeras frases referidas a las tinieblas que gravitan sobre abismo.

Lo peor de terror y el terrorismo es esa regresión al origen del origen, es esa negación radical de todos los elementos de la cultura y de todas las estructuras sociales, es esa negación de todos los principios de convivencialidad, es esa negación del concepto mismo de humanidad. Todo lo cual nos conduce a pensar que el terror es la única gramática capaz de pulverizar todas las gramáticas y proyectarnos en la negrura anterior a toda forma de expresión verbal.

Conclusión: la inmersión en el terror es un regreso a las tinieblas de naturaleza abominable. “En el principio todo era oscuridad”, rezan muchos mitos de la tierra para explicar el origen del mundo, la carne y el verbo.

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28 de agosto de 2023
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La Arcadia de los Pujol (y 2)

Creo recordar que hasta mediados de agosto no se percibieron en el pueblo los trastornos que suelen acarrear los gobiernos y sus farándulas. Hasta que de pronto, una mañana, fue como si media Generalitat hubiese desembocado en Queralbs. Los funcionarios más próximos al presidente llegaron con sus mujeres y sus hijos, y por las noches llenaban el bar donde un individuo de aire expresionista hacía números de hipnosis y prestidigitación.

El individuo en cuestión era uno de los hipnotizadores más hábiles que me ha dado a conocer la vida, y ya la primera noche logró hipnotizar a dos funcionarios. A uno de ellos consiguió dejarlo rígido y recto, sosteniéndose sobre dos sillas como una tabla de planchar. El pobre hombre regresó a la realidad con cara de haber hecho un viaje interplanetario de naturaleza inconfesable. Se sentó junto a mí con aire apesadumbrado y como si estuviera preguntándose cómo se había dejado hipnotizar por aquel sujeto con cara de vampiro, truculento y quizá un tanto necio, ante la mirada de asombro de su mujer y su hijo.

Esa misma noche, un rumor más poderoso que el viento que llegaba desde el páramo de Nuria empezó a recorrer el pueblo de parte a parte: el señor Pujol había llegado a Queralbs y en esta ocasión pensaba hacer un poco de montañismo, como en sus días de juventud. En parte el presidente decía la verdad, y en parte mentía. Sí, al día siguiente salió a dar un paseo por el campo, digámoslo así. Fue descendiendo hacia el río, rodeado de su séquito y de una legión de policías. Yo me hallaba haciendo yoga junto al río, en un estado de gran placidez y de gran concentración, cuando vi el bosque lleno de agentes vestidos de negro, que se deslizaban entre los árboles como marines que estuviesen tomando una isla del Pacífico.

Una vez más estalló ante mis ojos la excepción: aquel lugar de paz donde crecían las fresas silvestres se había convertido en un territorio ocupado de forma más o menos militar. No dejé de hacer yoga pero maldije aquella situación. Enseguida un nuevo rumor comenzó a deslizarse por el lugar: Pujol se acababa de romper una pierna cuando descendía hacia el río, y se suspendía la excursión presidencial que con tanto pompa y aparato se estaba desplegando en los rumorosos y apacibles bosques de Queralbs.

Mientras Pujol se reponía, quizá en el mismo Queralbs, quizá en algún otro lugar menos agreste y peligroso, nosotros seguimos en el pueblo. Ya dije que no nos recibieron demasiado cálidamente, pero resulta que luego no nos querían dejar marchar, y con sus relatos intentaban hacernos deseable el invierno en la región, deseable el aislamiento, el fuego en la chimenea, la nieve en los tejados. Costaba renunciar a tanto paraíso, pero con la llegada de septiembre dijimos adiós a las montañas. Los árboles enrojecían y el viento cada vez más frío nos iba indicando que se acababa el verano en Queralbs. La mañana que nos fuimos, pensé que habíamos estado en la Arcadia, quiero decir en la Arcadia de los Pujol. Ya en Barcelona percibimos, nada más llegar, y como nunca antes en la vida, lo extraña que es una ciudad: una sucesión de murallas, y de vez en cuando árboles. Nada que ver con los parajes de piedra y de agua que habíamos dejado atrás.

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1 de agosto de 2023
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La Arcadia de los Pujol (1)

La mejor opción para aquel verano de 1993 era la montaña. Estábamos a punto de cambiar de ciudad, con todos los gastos que acarrean los traslados, y no podíamos gastar demasiado dinero en vacaciones. Así que una mañana de finales de julio nos dirigimos a un pueblo que nos habían recomendado sin indicarnos previamente lo que ese pueblo significaba. Primero utilizamos el tren y después el autobús. Según íbamos ascendiendo íbamos entrando en un mundo de apacible frescor, habitado por todos los tonos del verde. Pasado Ribes de Frené, el paisaje se fue haciendo más emocionante y turbulento, como el río que se iba despeñando a la derecha. Debimos de llegar a Queralbs a media tarde, y enseguida nos sentimos en el corazón del Pirineo.

No recuerdo que nos recibieran con los brazos abiertos. Por alguna razón, sentimos al principio cierto aire levemente hostil, o por lo menos cierta indiferencia enfática que parecía ser una pose secular muy propia de las gentes de la montaña de cualquier país. Advierto que solo se trataba de las primeras escenas de la comedia. Si continuabas en el pueblo, esa comedia variaba mucho e ibas notando su modificación día a día.

Aunque llevábamos un tiempo en Barcelona, hasta que no llegamos a aquel rincón del Pirineo no supimos que Queralbs era en realidad el feudo de los Ferrusola-Pujol. Tanto Jordi como Marta habían nacido en Barcelona, pero su lugar más mítico e íntimo, aquel en el que se sentían conectados con la Cataluña profunda y sus mistificaciones era Queralbs, algo así como su paraíso particular, y que a ciertas horas y desde ciertos ángulos bien podía parecer una aldea suiza o alemana. En el pueblo le tenían más respeto a la “primera dama” que al señor Pujol, quizá porque ella estaba más vinculada a aquella tierra dotada de una naturaleza contrastada, fascinante y cruel.

La gente de Queralbs, la que se quedaba allí todo el año, aseguraba que había sido de la primera dama la pintoresca idea de que todas las casas en Queralbs fuesen de piedra desnuda y con ventanas, puertas y persianas de madera. En una librería de Ribes de Freser compré libros para informarme de cómo eran antiguamente las casas en Queralbs y comprobé que se parecían muy poco a las de ahora. El proyecto estético que se estaba desplegando en Queralbs no ofrecía dudas: se trataba de convertir un pueblo del Pirineo catalán en un pueblo del Tirol. Y en buena medida lo habían conseguido. Queralbs, ese feudo románico que tuvo muy pronto su castillo y su iglesia, duro, parcialmente aislado, de apariencia tosca y al mismo tiempo encantadora, estaba cayendo en la tentación suiza, y faltaba poco para que alguna fonda llevase el nombre de Guillermo Tell. El plan universal de convertir todo el planeta en un parque temático está llegando también a los pueblos, y eso se notaba perfectamente en Queralbs. Casi todas las casas cumplían la norma de la piedra desnuda y las ventanas de madera, salvo la de Marta Ferrusola, ya que su casa incumplía todas, absolutamente todas las reglas que sí contaban para al resto del municipio, según me aseguraban los del pueblo. Los oriundos de Queralbs llamaban a aquella casa “la Cami”, porque sus colores apastelados recordaban los de un helado de nata, fresa y chocolate. Se trataba de un chalet cremoso y gigantesco, según creo recordar, construido a las afueras del pueblo y sobre una elevación, si bien se hallaba más bien oculto, y no lo podías ver desde cualquier lugar.

En el espacio del pueblo, entendido como espacio dramático en el que se está representando algo, el chalet de la primera dama era la representación más genuina del dominio como exhibición, si bien en su versión más cursi. La casa en cuestión incumplía de tal modo las normas estéticas del lugar que tendía a crear una diferencia excesiva entre ella y las demás: una diferencia feudal, evidente y a la vez extrañamente camuflada, pero que dejaba ver con claridad el deseo de destacar y el recurso a la excepción. Los del pueblo me lo decían continuamente, si bien con palabras más burlonas y cortantes. Uno de ellos me lo dijo así: “A menudo las leyes son para todos menos para los que las formulan.”

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26 de julio de 2023
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Últimas tardes con Barthes (y 3)

 

La misma semana del fallecimiento de Barthes, iba paseando con la helenista Ana Iriarte por el cementerio Père-Lachaise y mientras nos acercábamos a la tumba de Proust nos preguntábamos qué sería de la obra de Barthes si faltaba el personaje de carne y hueso. Ni Ana Iriarte ni yo sabíamos que la obra de Roland iba a aguantar bien la usura del tiempo. Su estilo resulta todavía fresco y estimulante y no deja de ser sorprendente que ahora mismo su pensamiento esté adquiriendo un valor fundacional, al mismo nivel que el de Lacan, Foucault, Deleuze y Derrida, pues teóricos como Éric Marty lo consideran fundamental por sus aportaciones a la teoría del género, la última invención ideológica de Occidente.

En su libro El sexo de los modernos, Marty cita el segundo seminario de Barthes en el Colegio de Francia, al que tuve la suerte de asistir, y que versaba sobre lo “neutro” como género que no se ajusta ni a lo masculino ni a lo femenino y que desembocaría en la figura barroca del travestí, ya tratada por Barthes en El imperio de los signos, un libro que apareció cuando ya quedaban lejos los días de su primer ensayo, el que le hizo en realidad famoso: El grado cero de la escritura, opúsculo retórico y a la vez simplista donde se especulaba con la idea de una escritura que, por su misma diafanidad, fuese tan trasparente que pareciese una estructura ausente. Lo mejor del libro era el estilo, además del título profundamente esnob, como casi todos los títulos de Barthes. El “grado cero de la escritura” es a mi entender una expresión elaborada para seducir a las élites intelectuales de París, conceptual pero a la vez emotiva y radical. Perfecta para triunfar, y triunfó. En la misma línea de títulos esnobs habría que situar también Fragmentos de un discurso amoroso. Imposible un título más esnob para un libro tan excelente.

Vuelvo al accidente en la rue des Écoles. A dos pasos de allí, se hallaban su casa, el Flore, el teatro Odeón. Todo tan familiar que la noticia del accidente empezó a circular como una comedia por la que se iba deslizando furtivamente la tragedia, y de pronto la prensa anunció su muerte. Más que un accidente, todos quisieron creer que la muerte de Barthes había sido un incidente, sí, un mero incidente que se lo llevó misteriosamente, hélas, hélas. Y encima un mes después, el 21 de abril de 1980, moría Sartre, el filósofo del siglo. El fallecimiento del autor de El ser y la nada provocó un rumor tan atronador que borró todos los demás rumores. Ya para entonces, Barthes descansaba en una tumba junto a su madre en un amable cementerio de una remota provincia, lejos de los chismorreos de París, bajo la luz mágica del sudoeste con la que comenzaba su libro Incidentes, una luz noble y sutil al mismo tiempo, que le daba al campo la movilidad de un rostro, una luz-espacio que según palabras de Barthes “le confería a la tierra un carácter eminentemente habitable”.

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30 de junio de 2023
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Últimas tardes con Barthes (2)

Viví durante un año en la misma calle que Barthes, la rue Servandoni, en un inmueble muy próximo al suyo. Lo tenía a mi alcance y lo vigilaba mucho. Cruzaba a menudo tras él la iglesia de Saint-Sulpice de parte a parte: entrábamos por la puerta trasera y salíamos por la delantera. Barthes no solía percatarse de mi vigilancia e iba totalmente absorto en sus pensamientos cuando dejaba atrás la plaza y llegaba al café Flore, que más que su cuartel general era la prolongación de su casa. Digamos que el Flore era su salón.

Barthes pertenecía a esa cultura del café ya casi desaparecida, de bares que te cobijaban de verdad como te cobija tu casa, y bien se puede decir que los cafés de París fueron la mitad de su vida. Cuando te acercas a él y a su época te das cuenta de que Barthes vivía en un París todavía muy enraizado, con bares familiares y calles familiares. Sí, estabas en París y a la vez en una aldea, la de tu barrio, donde te conocía todo el mundo.

Hablo de un tiempo en el que las ciudades tenían todavía tejido social: el tejido de las miradas, la confianza, la alegre cotidianidad. Las ciudades ya no son eso y Barthes habitó hasta el día mismo de su muerte una dimensión que ya damos por perdida. Barthes lo tenía todo muy cerca y podía ir a todas partes andando. Era muy normal verlo por la calle, solo o acompañado, a cualquier hora del día pero sobre todo al atardecer. Tenía cerca el café Flore, cerca el Colegio de Francia, cerca los cafés de Montparnasse y el jardín de Luxemburgo. Lugares al alcance de un paseo. Vivía en un escenario prodigioso, el mejor para desplegar el calderoniano teatro del mundo: je suis à Paris donc j’existe. Quizá lo que más cautivaba de aquel París era su capacidad para convertirse en un escenario conmovedor. El mejor fondo para una comedia, cierto, pero también para un drama o una tragedia. El mejor escenario para todo.

Su misma muerte ocurrió en una calle por la que había pasado miles de veces: la calle donde se hallaba el Colegio de Francia que acogía sus cursos. Barthes iba paseando por ella cuando lo atropelló una furgoneta de reparto. Enseguida corrió el rumor de que había sido un golpe muy leve, pero no era cierto. Philippe Sollers sostenía que los medios de comunicación había minimizado el accidente para que nadie pudiera acusar a Mitterrand de gafe. Al parecer Barthes venía de comer y de beber con Mitterrand. Tan solo media hora antes de que la furgoneta se precipitase sobre él, o él sobre la furgoneta, estaba brindando con el candidato socialista a la presidencia de la República, tan solo media hora antes el profesor Barthes hablaba con el político Mitterrand... El lado mágico de nuestro pensamiento tenía el campo abonado para elaborar un curioso sistema de causas y efectos, y al final resultaba que el culpable del accidente había sido ni más ni menos que Mitterrand. Vaya candidato, es como si trajese con él la muerte de la inteligencia, podía pensar el vulgo. Algo que el sistema francés, su misma estructura simbólica, no iba a permitir, de modo que Barthes solo se había hecho unos rasguños, rasguños que, sorprendentemente, le llevaron a la muerte un mes después. Nadie mentaba que el accidente había sido precedido por un almuerzo con Mitterrand, absolutamente nadie. La omisión era tan rigurosa y tan general que parecía cosa de magia.

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22 de junio de 2023
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Últimas tardes con Barthes (1)

Roland Barthes abordó muchas veces el tema del deseo y su relación con el placer. Dejó en sus alumnos la herencia de una cierta tradición hedonista y la idea de ensanchar los dominios del placer: el placer del cuerpo, el placer del texto, en placer de pasear o de tomar un café, el placer de conversar, el placer de enseñar, el placer de aprender. La cultura era para él una amplia y paradójica dimensión del placer. Dicho de otra manera: Barthes identificaba el sabor con el saber, por eso su estilo era tan seductor y tan sensorial.

Se notaba que sus cursos en el Colegio de Francia eran para él un placer, y daba sus clases magistrales fumando un habano de la mejor factura. Notabas que se deleitaba con las palabras, que se dejaba envolver por el ritmo oscilante y mareante del francés y del humo que surgía de su veguero. Sus clases tenían algo de interpretación musical, como un concierto de violoncelo al que asistieran, en calidad de espectros, Marcel Proust y Marlene Dietrich junto a muchos alegres muchachos y muchachas. Su cabeza era el atanor donde se llevaba a cabo una alquimia muy notable. El saber llegaba a ti convertido en sabor sin por eso perder ni rigor conceptual ni tensión reflexiva.

Su lengua tenía un ritmo, un tempo, un diapasón que no se advertía en pensadores más profundos que él y seguramente más definitivos. Uno de sus biógrafos, al que recuerdo sentado junto a mi en uno de los cursos, aseguraba hace tiempo que Barthes no tenía pensamiento propio y que todo cuanto decía procedía de otros. Un error. Hay conceptos que en la obra de Barthes cobran un valor especial, que difiere del que le dan sus contemporáneos. Barthes es el pensador del deseo; le da al deseo un valor absoluto, por encima del valor que le daban los estructuralistas y los que vinieron después. Percibimos que cuando en su obra aparece el concepto deseo, tiene un brillo especial, un brillo positivo y muy alejado de la idea lacaniana del que el deseo busca siempre la muerte. El deseo, para Barthes, buscaba la materialización del placer, y esa materialización había que llevarla a cabo a diario, para que ni un solo día de la vida estuviese exento de placer. Parecía el punto de vista de un pagano de la antigüedad: vayamos a lo práctico, vayamos a lo material y lo carnal, vayamos a lo inmediatamente placentero, y después soñemos. En los círculos de iniciados que estaban cerca del maestro, o que sencillamente revoloteaban en torno a él, se decía que Barthes fornicaba cada día con un muchacho distinto. Buscaba, más que Derrida, la différance. La buscaba en las calles al amparo de la noche recién nacida, y cuando llegaba ese momento, daba igual lo que estuviese haciendo, leyendo, escribiendo, cenando con amigos, daba igual porque se dejaba arrastrar por el apetito carnal y buscaba la concreción del placer en unos ojos negros aguardando en una esquina de un oscuro bulevar. Todas las noches buscaba el vértigo pero, ¿qué era el vértigo para Barthes? No la hermosura de los cuerpos, no la posesión, ni la penetración, ni el grito, era más bien mostrar la fragilidad y la carencia cuando se acercaba a un hermoso muchacho: era experimentar la desprotección y el extravío. Barthes creía que hasta en los encuentros más banales ponemos un pie en el abismo, y habló más de una vez de ello en los días que sucedieron a la muerte de Pasolini. Esa desprotección se tornaba aún más aguda cuando descendía a los cuartos negros, como confiesa en su texto póstumo Las noches de París.

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15 de junio de 2023
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El señor de las piedras

Hay novelas que configuran una época y un espacio muy definidos y a la vez se proyectan en un ámbito que parece fuera del tiempo: El señor de las piedras es una de ellas. Ambientada en el período en el que vivieron y murieron los más singulares e inspirados poetas de la dinastía Tang, a través del tejido textual que va creando Federico Puigdevall, que tiene la transparencia de la seda y la misma naturaleza descriptiva, sugerente y vaporosa de la poesía que invoca y celebra, vamos accediendo a los trayectos, llenos de peripecias y de búsquedas del absoluto, que jalonaron las vidas de dos amigos poetas, Li Bai y Du Fu. Ambos dejaron una huella imborrable en el imaginario colectivo, pues lícito es considerarlos dos de los más grandes poetas que ha dado la humanidad, por su capacidad de figuración y ensoñación, por su ironía, por su sarcasmo, por la belleza de sus metáforas pero también por su capacidad narrativa y su genio para convertir los vaivenes y variaciones de la naturaleza en la imagen más envolvente y sugestiva de la vida en toda su grandeza y complejidad. Junto a ellos se van desplegando la época en la que vivieron, las intrigas políticas, las guerras, las destrucciones, las fugas, los vínculos de más de un centenar de personajes cuyas existencias van configurando el río narrativo, lleno de afluentes y de fuerzas que convergen y divergen siguiendo dialécticas binarias muy parecidas a las del Tao, filosofía que preside toda la novela.

A la vez que asistimos a la amistad inquebrantable que unió a Li Bai y a Du Fu, vamos accediendo a los momentos en los que fueron creando sus poemas, de forma que en esta narración, tan detallada y prolija como las novelas chinas del siglo XVIII (pensemos en A orillas del agua o Viaje al Oeste), pocas cosas quedan en el tintero. Como hacen los poetas chinos de la dinastía Tang, Federico Puigdevall tiende a observar a los personajes desde su misma exterioridad, para que sea el lector el que vaya adivinando la intimidad de sus almas a partir de los movimientos que observa en ellos y de los caminos, a veces tortuosos, en los que se van perdiendo sus destinos. Nos hallamos ante una novela que a la vez que se atiene a la historia, va creando su propio mundo, tan lírico como narrativo, en el que la aspiración a la eternidad se va topando continuamente con el “vaporoso sueño de la vida” y su trágica fugacidad, fuente de todas las melancolías y muy especialmente de la melancolía que define y distingue a toda la poesía de la dinastía Tang. Como le dijo Du Fu a su amigo y maestro Li Bai en un célebre poema: “Al cabo de diez mil, de cien mil otoños, no tendrás otro premio que el inútil premio de la inmortalidad”. Si nos atenemos a la inmensa riqueza que atesora la poesía Tang y a lo mucho que han aprendido de ella los poetas de todas las épocas, no parece que fuera un premio tan inútil, ni inútiles los viajes, los encuentros y desencuentros que se van sucediendo a lo largo de esta hermosa y exigente novela.

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7 de junio de 2023
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El zoo maldito

 

 

El zoo de la ciudad de Nova Kajovka

desapareció bajo el tumulto

de las aguas

de la presa

destruida por los rusos.

 

Ah, oscuro, oscuro, oscuro,

y oscura la noche del león bajo el agua

y el tigre y el oso y las cebras

y los suricatos

que desde su puesto de vigilancia

vieron la ola gigante

antes de ser arrastrados

por ella.

 

Sólo se salvaron

los cisnes y los patos.

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6 de junio de 2023
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Anomalías

 

Según la ley universal de la simetría de la paridad, el universo no tendría que existir, creen los científicos.

Materia y antimateria producidas en la misma cantidad se tendrían que autodestruir, generando vacío, sin embargo no ocurrió así pues triunfó la materia de la que está constituido el universo.

 

Un equipo de la universidad de Florida parece haber demostrado que hubo una violación de la simetría que hizo posible la eclosión de la materia.

Y bien, si el universo entero es una anomalía, ¿qué somos nosotros?

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6 de junio de 2023
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El Boomeran(g)
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