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Escrito por

Félix de Azúa

Félix de Azúa nació en Barcelona en 1944. Doctor en Filosofía y catedrático de Estética, es colaborador habitual del diario El País. Ha publicado los libros de poemas Cepo para nutria, El velo en el rostro de Agamenón, Edgar en Stephane, Lengua de cal y Farra. Su poesía está reunida, hasta 2007, en Última sangre. Ha publicado las novelas Las lecciones de Jena, Las lecciones suspendidas, Ultima lección, Mansura, Historia de un idiota contada por él mismo, Diario de un hombre humillado (Premio Herralde), Cambio de bandera, Demasiadas preguntas y Momentos decisivos. Su obra ensayística es amplia: La paradoja del primitivo, El aprendizaje de la decepción, Venecia, Baudelaire y el artista de la vida moderna, Diccionario de las artes, Salidas de tono, Lecturas compulsivas, La invención de Caín, Cortocircuitos: imágenes mudas, Esplendor y nada y La pasión domesticada. Los libros recientes son Ovejas negras, Abierto a todas horasAutobiografía sin vida (Mondadori, 2010) y Autobiografía de papel (Mondadori, 2013)Una edición ampliada y corregida de La invención de Caín ha sido publicada por la editorial Debate en 2015; Génesis (Literatura Random House, 2015). Nuevas lecturas compulsivas (Círculo de Tiza, 2017), Volver la mirada, Ensayos sobre arte (Debate, 2019) y El arte del futuro. Ensayos sobre música (Debate, 2022) son sus últimos libros.  Escritor experto en todos los géneros, su obra se caracteriza por un notable sentido del humor y una profunda capacidad de análisis. En junio de 2015, fue elegido miembro de la Real Academia Española para ocupar el sillón "H".

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Aquellos caballeros

Las clases dirigentes británicas, que son plebeyas, han heredado la capacidad de hacer el ridículo de sus antecesores aristocráticos

Los últimos sucesos en la Gran Bretaña extra europea están conmoviendo antiguas convicciones. Muchos teníamos a los ingleses por un modelo de racionalidad y comportamiento, pero más aún como personalidades a las que no asustaba la originalidad. En resumidas cuentas, como individuos que aceptaban su individualidad y era muy difícil que les afectara la infección colectiva e identitaria. Eran chovinistas, claro, imperialistas, sin duda, pero daban ejemplo de cómo comportarse cuando uno tiene esos defectos y no quiere hacer el ridículo.

La ironía con la que se trataban a sí mismos y a sus manías eran un escudo protector francamente envidiable para un país, el nuestro, que en estas cuestiones de nacionalidad y privilegios muestra el rostro más agropecuario. De ahí que nos gustara tanto la literatura autoparódica de los ingleses, la de Evelyn Waugh o la de P. G. Wodehouse, aunque ese distanciamiento estaba también presente en literatos de fuste como Dickens, James o Conrad y en artistas del cine como los Monty Python. En ellos aprendimos que el único modo de no hacer el payaso con las cuestiones nacionales era tomárselas con mucha distancia y sarcasmo.

Sin embargo, tardamos un poco más en percatarnos de que esas virtudes de la ironía y el sarcasmo no eran las propias de la aristocracia británica, sino más bien algo característico de los plebeyos. Fueron las clases medias y bajas las que se burlaron seriamente de las clases dirigentes desde Shakespeare, cuyos bufones tienen esa retranca popular y socarrona que siempre nos sedujo.

Voy a proponer un ejemplo a modo de prueba del nueve. Lo tomo de Pierre Assouline, cuyo trabajo sobre el retrato (Le portrait, ignoro si hay traducción), lo incluye como rasgo memorable de la personalidad del retratado. Cuenta que a los invitados a la enorme (y horrenda) mansión, la célebre Waddesdon Manor, de los Rothschild ingleses, cada mañana, tras correr las cortinas, el valet preguntaba:

-¿Té, café, chocolate, señor?

-Té, por favor.

-¿Aslam, Souchong, Ceylan, señor?

-Ceylan, por favor.

-¿Leche, crema, limón, señor?

-Leche, por supuesto.

-¿Jersey, Hereford, Montbéliarde, señor?

Podría ser una escena de Pickwik, pero debe subrayarse algo menos conocido. Los Rothschild eran, como todos sabemos, una extensa familia judía sin la menor relación con las clases dominantes, las cuales sólo se permitían el contacto con ellos cuando necesitaban un préstamo. La rama inglesa en particular carecía de cualquier refinamiento y sus gustos eran más bien de clase baja, como se vio hace unos años en ocasión de la subasta del amueblamiento interior del manor, comprado en su mayor parte por los árabes.

Los Rothschild tenían tanto poder que podían permitirse despreciar a aquellos pretenciosos lores y baronets que hacían ascos cuando veían a un judío. De manera que la escena podría muy bien ser una burla sarcástica, inventada por los propios Rothschild. Las actuales clases dirigentes británicas, que son claramente plebeyas, han heredado, sin embargo, la capacidad de hacer el ridículo de sus antecesores aristocráticos.

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1 de noviembre de 2022
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No todo tiempo pasado

 

Los monumentos en la antigua Roma se elevaban como desafío al tiempo, de modo que estaba prohibido repararlos o restaurarlos, pero los renacentistas italianos rompieron esa consideración de la temporalidad y dieron a las ruinas una vida perdurable

Contaba Albert Speer a sus amigos que cuando Hitler examinaba los planos de sus obras colosales, siempre exigía más volumen, más infraestructura metálica, más poderío. Speer se desesperaba, hasta que un día Hitler le expuso su plan: “Lo que yo quiero [dijo el infame] es que cuando dentro de miles de años estos edificios se hayan convertido en ruinas, tengan la misma grandeza de las antiguas ruinas romanas”. Speer idealizó la escena en sus memorias poniéndose como protagonista, mediante una acuarela con ruinas hitlerianas que, dice, agradaron mucho al monstruo.

Tiene la ruina, como objeto de culto, una doble imagen. No debemos olvidar que las palabras “ruina” y “ruin” son familia, pero si la segunda significa “vil, bajo y despreciable” (RAE), la primera sufrió una mutación en el Renacimiento italiano que la convirtió en símbolo sublime, un significado que no recoge el diccionario de la RAE. De tener un sentido peyorativo como amontonamiento de cascotes y pedruscos, pasó a significar la memoria de una Edad de Oro.

Como cuenta con talento y buen estilo Manuel Gregorio González (Las ruinas. Una historia cultural, Athenaica, 2022), esa transformación se llevó a cabo en los siglos XIV y XV por obra de los primeros humanistas, y provocó una revolución gigantesca, no por las ruinas mismas, sino porque inauguraba una nueva concepción del tiempo. En el momento en que aquellos restos lanzaban la imaginación hacia tiempos más grandiosos, dignos y elevados, se escindía la temporalidad en lo que comenzó a llamarse “edad oscura” como opuesta al “Renacimiento”. La oscuridad se debía justamente a la ausencia de luces que se atribuía a la Edad Media y lo que renacía era la razón, la armonía, el orden constructivo, el espacio perspectivo, la luz. La vida de la humanidad quedaba quebrada en dos gigantescos ciclos, el del cristianismo y el de un nuevo clasicismo.

Es sorprendente ese rescate de las ruinas como objetos simbólicos (que llega hasta Hitler) en una época como la nuestra, cuando no hay ni puede haber ruinas. Las que ahora dejamos son como los restos de la ciudad de Dresde, arrasada por el bombardeo aliado, vista desde la altura del Ayuntamiento. Las contempla una turbadora estatua de la Bondad, en una fotografía de Richard Peter tomada en 1945. Es una de las imágenes de entre otras muchas que figuran en este libro admirable.

La paradoja mayor es que en Roma, los monumentos (palabra que significa “momentos”) se elevaban como desafío al tiempo, de modo que estaba prohibido repararlos o restaurarlos. Aquellas familias que construían algo en memoria de sus hazañas debían gastar mucho dinero para que duraran lo más posible. Se dice que algunas noches acudían sirvientes a escondidas para arreglar los desperfectos. Los renacentistas italianos rompieron esa primera consideración de la temporalidad y dieron a las ruinas una vida perdurable que ha subsistido hasta hoy. Bien es verdad que con cambios substanciales: no tienen nada que ver la idea romántica de las ruinas y la renacentista.

Cavilemos, con Manuel Gregorio González, esos cambios y qué sentido tiene vivir en una época en la que las ruinas ya no son posibles más que en su sentido más destructivo.

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19 de octubre de 2022
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Novela histórica; o sea, de las que hacen historia

 

Lo primero que causa asombro en el último libro de Andrés Trapiello (Madrid 1945, ed. Destino) es la minuciosidad del detalle. Sugiere un trabajo de investigación y documentación ingente. Por decirlo de otro modo, lo primero que admira en este libro es la tarea descomunal que se le adivina.

El asunto en sí mismo es sencillo: un crimen, el último, que llevaron a cabo los guerrilleros comunistas que del maquis francés pasaron a constituir una milicia armada en Madrid. Un puñado de estos militantes perpetraron un asalto absurdo e inútil en febrero de 1945 a la subdelegación de Falange en Cuatro Caminos. El resultado, dos muertos, personajes insignificantes, tan pobres como la mayoría de los españoles de entonces y totalmente desconocidos por sus asesinos.

Ese no es, en realidad, el tema del libro, sino más bien la vida de los desamparados y de las clases medias empobrecidas por la guerra, en aquel Madrid de 1945. Y su complemento, la inconcebible burocracia estalinista que está ya organizada como una cadena asfixiante que desde Francia (y menos desde México) va dando órdenes a los desgraciados agentes madrileños sin tener ni idea de cómo son las cosas en la España de Franco. La sumisa obediencia de aquella gente, su torpeza como partisanos, la abnegación que muestran hacia unos mandos (entre ellos, Carrillo) que no eran sino marionetas de los auténticos jefes bolcheviques, producen incluso una cierta compasión piadosa.

De modo que el verdadero protagonista no es sino la ciudad de Madrid en 1945, arruinada, hambrienta, sometida a un aparato policíaco tan envilecido como las autoridades que lo comandaban. Un lugar duro, helado en invierno, infernal en verano, donde nadie tenía ni un duro y en el que abrirse camino para sobrevivir era tan difícil que sólo un experto novelista como Trapiello nos lo puede transmitir con verosimilitud.

El régimen aprovechó un asesinato que apenas merecería una mención en la sección de sucesos para poner en marcha la mayor manifestación que se ha dado nunca en España. Así enviaba un aviso a las naciones que estaban ganando la guerra contra Alemania, como advirtiendo de que no se les ocurriera descabezar el franquismo porque el país entero estaba con Franco.

Las sentencias de muerte y su ejecución, las de cadena perpetua, la condena de los militantes comunistas, tuvieron también otro efecto: acabaron con las guerrillas en España. El Kremlin demolió lo que quedaba del “ejército de liberación”. Esa es la paradoja, aquellos absurdos asesinatos reforzaron al régimen y acabaron con la lucha armada comunista en España.

Vuelvo al comienzo: sólo un trabajo colosal puede dar como resultado esa estampa de Madrid en 1945 maravillosamente retratado por Trapiello, quien, a partir de un documento, el expediente José Vitini y diez más, da cuenta exacta de cada personaje, de cada acto administrativo, de cada detención y tortura, de la vida privada de los protagonistas, incluso de las conversaciones que alcanzó a sostener con algunos supervivientes. Un trabajo inmenso, iluminado por una buena cantidad de fotografías de la época, la mayor parte de las cuales son hallazgos del propio Trapiello en sus famosas cacerías por el Rastro. Una novela histórica, o sea, de las que hacen historia.

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11 de octubre de 2022

Retrato de Miguel de Cervantes. Litografía de Célestin Nanteuil, realizada en el siglo XIX.

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¿Buena o mala persona?

 

Una nueva biografía retrata a Miguel de Cervantes sin esquivar los asuntos más polémicos de su existencia. El escritor no era un santo, pero tampoco un sinvergüenza

A diferencia de la Modernidad, en la que los artistas habían de ser alcohólicos, drogadictos, incestuosos o chiflados, hubo un tiempo en que los artistas y escritores tenían un estatuto similar al de los santos. Un escritor de prestigio era considerado un ejemplo moral. La santidad se había ido construyendo a lo largo del siglo XIX en esa escuela que se llama Romanticismo, y aunque los jóvenes lo confundan con las revistas del corazón, no es eso. El Romanticismo fue el momento más filosófico del arte y de la literatura, un cruce explosivo entre la metafísica cristiana y la necesidad de proponer a la sociedad nuevos modelos de conducta. Los escritores (y sobre todo los poetas) se convirtieron en los santos modernos.

No es de extrañar, en consecuencia, que los biógrafos románticos trataran por todos los medios de convertir a sus figuras en santos laicos. Y eso es lo que sucedió con Cervantes. Habría sido inconcebible, en el siglo XIX, que el más grande escritor de nuestro país fuera un sinvergüenza. El resultado es que todas las biografías antiguas, incluso las buenas, mienten, callan, ocultan cualquier aspecto de Cervantes que pudiera interpretarse como una inmoralidad.

Tomo prestado el asunto del imprescindible Cervantes de Santiago Muñoz Machado (Crítica), que es algo más que un ensayo sobre el escritor: es casi una enciclopedia cervantina. Su autor trata múltiples aspectos que van desde la mitificación del personaje, es decir, la armadura de un icono a partir de los datos que tenemos sobre el Caballero de la Triste Figura, hasta un análisis (apasionante) sobre “el vocabulario del derecho como lengua narrativa” que ilumina muchos aspectos de la azarosa vida de Cervantes.

Pero vuelvo al principio. En el útil resumen biográfico con el que comienza su monumento (son más de mil páginas), se ocupa Muñoz Machado de la tradición que se ha ido acumulando sobre la persona de Cervantes porque quiere acabar con la idealización del personaje y hay mucha falsificación en las biografías del escritor. Por ser falso, también lo es el célebre retrato que figura en casi todos los ensayos cervantinos y que se guarda en la Real Academia Española de la que Muñoz Machado es director.

Tanto Fernández Navarrete como Rodríguez Marín, Fitzmaurice-Kelly o cualquiera de los más afamados biógrafos de los dos siglos pasados, pasan con sumo cuidado y como pisando huevos sobre algunos asuntos que pueden mostrar el aspecto más oscuro del personaje, sea el lío de las gabelas, la cárcel por fraude, la homosexualidad en el presidio argelino, o la casa familiar en donde don Miguel compartía su vida con las cinco mujeres a quienes sus vecinos llamaban “las Cervantas”. También, claro está, la acusación de asesinato.

Todos y cada uno de estos posibles escándalos fue disimulado, reformado, disfrazado o simplemente eludido por los biógrafos clásicos. Muñoz Machado corrige a los corregidores y así, además de enterarnos por fin de la verdadera vida de Cervantes, descubrimos que la mayor parte de los posibles escándalos eran pura malevolencia. Don Miguel era humano, sí, pero nunca fue un sinvergüenza. Gracias, don Santiago.

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4 de octubre de 2022
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Los orígenes

Aún hoy no ha cesado ni el desbarajuste ideológico ni la bronca literaria de las dos Españas nacidas con las Cortes de Cádiz

Es posible que no haya país donde el periodismo haya dado tantas figuras literarias de primer orden. O, dicho al revés, no sé yo si habrá otra sociedad en la que los literatos hayan jugado un papel político tan relevante en la prensa. Quizás en el nacimiento de esta peculiaridad se encuentre la pugna entre liberales y serviles que a principios del siglo XIX sacudió a España entera desde Cádiz.

A raíz de la apertura de las Cortes en la ciudad gaditana, asediados por los invasores franceses, pero al mismo tiempo teniendo a ese país como modelo de ilustración y liberalismo, se produjo una confusión tan grande que todavía persiste. Por un lado, estaban los serviles, es decir, los que odiaban el liberalismo de las nuevas Cortes y defendían la Inquisición y los restantes medios de opresión. Enfrente tenían a los liberales y los ilustrados defensores de la Constitución del 12 (La Pepa) y con la mala conciencia de ser afrancesados, es decir, devotos del enemigo. Un verdadero lío plagado de ambigüedades, miserias ideológicas y desesperación. No muy alejado de la actualidad.

De todos es conocido el tremendo final, el regreso de Fernando VII, apodado El Deseado por un pueblo que ama las cadenas, y la persecución, cárcel y muerte de los ilustrados, los liberales y los afrancesados. Final tristísimo que retrasó la modernización del país por lo menos un siglo. Sus herederos aún perduran, aunque hayan cambiado de nombre, de signo e incluso de ideología. Pero lo curioso es que fue en aquel momento cuando se puso en marcha la muy original vida literaria del periodismo español.

En una antología recogida por Alberto González Troyano (Andalucía: cinco miradas críticas y una divagación, Fundación Lara) se reúnen notables artículos sobre la trágica Andalucía. Clarín, Azorín, Noel, Ortega y Gasset, Cernuda y Gil Albert que muestran la continuidad del conflicto a lo largo de dos siglos. Y aún hoy no ha cesado ni el desbarajuste ideológico ni la bronca literaria de las dos Españas.

Para quien tenga curiosidad, se han editado ya las dos primeras publicaciones que se dieron de picotazos e inauguraron el sarcasmo, el insulto y la calumnia en los años de la Pepa. Son el célebre Diccionario crítico-burlesco de Bartolomé José Gallardo (Ediciones Trea), y su archienemigo el clerical, inquisitorial, y verdugo, el Diccionario razonado de un trepador llamado Justo Pastor Pérez (Renacimiento). Los eruditos que han rescatado ambos textos, Romero Ferrer y Muñoz Sempere el primero y Marieta Cantos el segundo, han cubierto un agujero del periodismo español severamente olvidado. Es curioso constatar que la bronca, la procacidad, el humor sarcástico, el sectarismo, la mentira, todos los vicios del periodismo actual ya estaban inventados hace más de doscientos años, en 1811. Debo añadir que hay una distancia abismal entre la calidad literaria de Gallardo y la gusanera moralista de Pastor Pérez, por decirlo a su manera. Habría que ver dónde y bajo qué siglas caen hoy unos y otros. No es obvio.

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6 de septiembre de 2022

André Malraux durante la Guerra Civil.

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Infierno y gloria

 

Malraux comenzó a escribir sus (falsas) memorias en un viaje en barco que duró dos meses a Oriente medio y extremo. Sus dos volúmenes forman una de las obras fundamentales del siglo XX

No hace aún muchas semanas, allá por el mes de mayo, escribía yo en un elegante digital acerca de los cuarenta años de infierno que sufren los grandes autores tras su muerte. No se sabe muy bien por qué razón, pero los editores se olvidan de sus mejores literatos tras su muerte, a veces durante medio siglo. Y ponía el ejemplo de Albert Camus, cuya maravillosa novela Le premier homme no se publicó hasta 1994, siendo así que Camus había muerto en 1960. Las excusas son múltiples, pero la más frecuente es la de “¡Oh, estaba olvidada en una caja de zapatos!”. Si hubieran tenido algún interés no habrían tardado treinta y cuatro años en encontrarla. Citaba también el caso de Samuel Beckett, pero hoy quiero saludar el regreso de uno de los talentos más grandes del siglo XX y una de sus obras fundamentales: las Antimemorias que acaba de editar Penguin en su colección Debolsillo. Una edición lujosa, en dos gruesos volúmenes (más de mil quinientas páginas) de tapa dura, que comprenden la totalidad del texto final publicado en La Pléiade. El editor ha sido Ignacio Echevarría, lo que da idea de la solvencia del monumento.

Porque se trata de un monumento, en efecto. Malraux comenzó a escribir sus (falsas) memorias en un viaje en barco que duró dos meses a Oriente medio y extremo. El resultado es, de acuerdo con Echevarría, “un libro extraordinario, verdaderamente extraordinario. Y asombroso también”. Coincido con el editor: estos dos volúmenes forman una de las obras fundamentales del siglo XX. Y está muy bien traducida.

Pero, cuidado, estas no son unas memorias al uso en las que se cuenta sólo lo que no molesta al autor. No: estas son unas memorias embusteras, llenas de falsedades asumidas y mentiras voluntarias. No por otra razón se llaman Antimemorias. Muchos han destacado ese aspecto, pero al tiempo que asumían que los recuerdos de Malraux, aun siendo falsos, eran verdaderos. El propio autor así lo asume, no se trata de confesiones (por las que siente un profundo desprecio) sino de vida vivida. Su ambición es extrema: “El hombre que aquí podréis encontrar es el que coincide con las preguntas que la muerte hace al sentido del mundo”. Es como si dijera, no se trata de mí, se trata de averiguar qué sentido tiene nuestra existencia y si he logrado enterarme de algo.

No pudo enterarse de todo, aunque lo que nos ha dejado en este libro equivale a media docena de grandes relatos filosóficos, empezando por San Agustín. No obstante, debe de ser la primera obra de un memorialista en la que se unen relato, tratado, ensayo, periodismo, travelogue y toda suerte de géneros, por lo que mi recomendación al posible lector es que lo lea de un tirón y como una novela. Piense que, aunque el diálogo con Mao Zedong sea en buena parte inventado (se conservan las cintas de la entrevista), lo increíble es que Malraux da una visión exacta del enorme país y una anticipación asombrosa de su futuro.

Como él mismo decía, los humanos somos un producto del azar y el mundo es puro olvido. Por esta razón, trabajos como el de Malraux en sus falsas memorias, o el de Proust buscando el tiempo perdido que tanto se le parece, van mucho más allá de la verdad y la falsedad. Plantean preguntas que carecen de respuesta hasta después de la muerte.

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20 de julio de 2022
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La huida

Es muy útil distinguir en las narraciones las protagonizadas por un “yo” y las de un “ego”. Las primeras cuentan simplemente lo que hay y lo que ve el autor, mientras que las segundas narran cosas internas o subconscientes

En una ocasión, un grupo de abogados estaba reunido con unos colegas franceses y al término de la negociación, para celebrar lo que habían acordado, el jefe español le dio una palmadita al jefe francés y le dijo: “Bueno, como ya somos amigos, te propongo que nos hables de tú”. El francés puso una cara rara, carraspeó y comenzó con fuerte acento: “Bueno, yo nací en Cahors, mi padre era médico militar…”. Se detuvo al ver la cara de estupefacción de los españoles.

En español los pronombres son traicioneros y los escritores tratan de huir de ellos como del vampiro. Leyendo el último libro de Trapiello, una colección de artículos titulada Extraño país este (La Veleta), me topé con uno que trataba de modo indirecto el asunto. Al parecer, algunos lectores le afeaban a Trapiello el uso constante de “uno”: “Porque uno no lee un libro si no está seguro de que vale la pena”. O bien, “iba uno por Recoletos…”. Se justificaba el escritor diciendo que “uno” es la mínima expresión del “yo” y le permite huir a la tiranía de ese pronombre. Pero entonces añadía que de la ingente literatura autobiográfica de los últimos tiempos él distingue entre los del “yo” y los del “ego”. No voy a resumir los argumentos de Trapiello, pero los voy a usar a mi manera, o sea, los voy a traicionar, ya me perdonará el gran leonés.

A mi modo de ver es muy útil distinguir en las narraciones las protagonizadas por un “yo” y las de un “ego”. Las del yo son históricas y cuentan simplemente lo que hay y lo que ve el autor. Como decía el francés de antes: “Yo nací en Vilna, capital de Lituania”. El ego, en cambio, no narra cosas externas y comprobables, sino internas o subconscientes. Por seguir con el ejemplo: “Era el último año de la guerra y mi madre me parió en un almacén infame, con un palmo de agua en la que flotaban ratas panza arriba y donde amontonaban soldados muertos antes de llevarlos al cementerio”. Esta escena no pudo haberla visto. Era un recién nacido y tardaría un año en ser capaz de distinguir cosas, colores, formas. Así que esa espantosa visión era un fogonazo que le enviaba el subconsciente, quizás a partir del relato de su madre. Literatura del ego.

Literatura del “yo” querían serlo aquellos viajes de Cela, a la Alcarria y por Galicia, en los que no aparecía ni “yo”, ni “uno” sino “el viajero” o “el vagabundo”, pero en presente: “El viajero coge los tres reales de la mesa”, o bien “el vagabundo se bebe un cuartillo de vino”. Son modos de huir al maldito pronombre y de disimular bajo la tercera persona lo que todos sabemos que es el yo del autor. Pero no estoy muy seguro porque no tengo los libros a mano para constatarlo. En cambio, son mucho más frecuentes los viajes del “ego”, sobre todo en la literatura anglosajona, cuyo modelo, El viaje sentimental de Laurence Sterne, es desde el principio hasta el final un ego-trip genial. Muchos cumplen decentemente con un yo, muy pocos con el ego. No corras riesgos innecesarios.

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5 de julio de 2022

El poeta Rainer Maria Rilke. CORDON PRESS

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El poeta

 

Rilke ha quedado como el último gran lírico europeo de la edad clásica. Con él empezamos todos los de mi grupo de amigos y con él hemos vivido separaciones, peleas y reconciliaciones

Cuenta Stefan Zweig en sus memorias (El mundo de ayer, Acantilado) cómo estalló en él la pasión literaria cuando, tras concluir el bachillerato vienés, pudo establecerse unos meses en París con la excusa de estudiar para una tesis doctoral. El primogénito había ya tomado el mando de los negocios, de modo que Stefan, segundón, se hubo de esforzar para conseguir ese doctorado en la disciplina que fuera, pues a sus padres les era indiferente que se doctorara en lógica matemática o en agrimensura. Para su doctorado (aunque aún no tenía ni idea de cuál iba a ser) era necesario cursar un año en la Sorbona, así que sus padres le financiaron una estancia que, en efecto, sería decisiva para su carrera.

Fue allí, en aquella ciudad que aún no había sufrido las dos guerras mundiales, donde mantuvo una amistad efímera, pero intensa, con Rilke. Era todavía una ciudad abarcable en la que artistas, literatos, pensadores y políticos tenían una gran proximidad y se encontraban con frecuencia en cafés, restaurantes y bistrós. A Rilke lo adivinó en una de esas reuniones cuando entró un individuo menudo e insignificante, pero que llevaba consigo el gran fantasma del silencio: toda la tertulia calló repentinamente. Rilke no soportaba el ruido.

Han pasado más de cien años, pero todavía creo yo que el modelo de poeta del siglo XX, sigue siendo Rilke. Algo más tarde aparecerían los poetas anglosajones, Auden, Eliot, Stevens, pero son poetas de otra dinastía, con universos absolutamente separados de los mundos líricos europeos. Por ejemplo, los anglosajones habían admitido plenamente su tecnificación y fueron los primeros en analizar la poesía como un objeto técnico. Digo los primeros, porque no puedo ahora constatar si los rusos empezaron antes, pero es indudable que fue la percepción aguda de Auden, Eliot y otros menos conocidos como William Epson, los que transformaron el estudio de la lírica. Recuerdo al grupo de poetas de los cincuenta, Gil de Biedma, Barral, Ferrater, diseccionando un poema como si fuera una clase de anatomía.

Rilke ha quedado, quizás por esta revolución técnica, como el último gran lírico europeo de la edad clásica. Con él empezamos todos los de mi grupo de amigos y con él hemos vivido separaciones, peleas y reconciliaciones. En la juventud es imposible no sentirse devorado por la fuerza de algunos poemas (Torso arcaico), pero luego entra uno en conflicto con sus poemas simbólicos y modernistas (Nuevos poemas) y lo abandona hasta que, ya entrado en años, regresa a los Sonetos a Orfeo y las Elegías de Duino para no separarse nunca más. Son el último momento de una lírica, la europea, indistinguible de la filosofía.

Porque posiblemente en eso consistía la diferencia fundamental entre la renovación técnica anglosajona y la vieja tradición europea, a saber, la conjunción de poesía y pensamiento de los modernos europeos, no solo en los más grandes, como Hölderlin, sino incluso en poetas menores como Valéry. Y seguramente por eso es ya muy difícil nombrar poetas líricos europeos.

Yo conocí a uno de los últimos, Leopoldo María Panero. Su desorden mental le impidió dar forma sólida a sus poemas, tenía el fuego de Dionisio, pero no la fuerza de Apolo. Aun así, algunos de ellos son como el tramo final en la conjunción de poesía y teoría. Desgraciadamente, en su momento la teoría eran Deleuze, Derrida, Lacan, y eso dio a sus poemas un carácter terminal.

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21 de junio de 2022
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‘Nudos de vida’, el gran Gracq

Era, a mi entender, el mejor prosista de la Francia del siglo XX, aunque quizás también uno de los mejores moralistas del siglo XVIII, y si bien Julien Gracq siempre trabajó de profesor de geografía, su pasión predominante era la geología. Cuando divisaba una colina, no veía, como nosotros, un montón de tierra y piedras cubiertas más o menos de vegetación, sino que percibía las imponentes y ocultas fuerzas que movían miles de toneladas a lo largo de los siglos. Es decir, conocía la vida secreta de las formaciones geológicas, sus debilidades, su destino, su condena. Como un traumatólogo que no ve la perfección craneal de Scarlett Johansson, sino la presión del arco superciliar y el empuje de los pómulos, signos certeros de un pasado mongol.

Tristes íbamos sus lectores desde que murió en 2007 cuando, por milagro, en 2021 aparecieron 29 cuadernos, etiquetados Notules, en la Biblioteca Nacional de Francia. Algunos no se podrán leer hasta 2027 porque contienen severos juicios de Gracq sobre sus contemporáneos, maldita sea, pero otros, los reunidos bajo el título de Noeuds de vie, sí se han podido editar y aquí están en valiosísima traducción de Lluís Maria Todó como Nudos de vida. Gracq, siempre cuidadoso con sus lectores, explica en qué consisten estos “nudos”, lo dice así: “Cuando la Tierra cuente con veinte mil millones de personas y se debata y se hunda como un hombre engullido en la papilla única y sofocante de lo social, deseo tan solo que mis libros sean testimonio de una época en la que todavía había en el planeta algunos intersticios de vida y soledad, espacios de aguas que no eran enteramente aguas gastadas, un poco de aire que todavía no tenía el sabor de los pulmones de nuestro prójimo”.

Eso es exactamente lo que vive en estos fragmentos deliciosos, inteligentes y líricos, testimonios de un hombre que aún camina por senderos boscosos, campiñas abandonadas, marismas sin fuerza, pueblos sin alma monumental, intentando recuperar la vida de la Tierra para un individuo, uno solo, fuera de la “papilla sofocante de lo social”. Y también juicios, frases y comentarios literarios de una especie que ya no existe: los de un escritor que detestaba y escapaba de la vida social literaria, rechazaba los premios y el reconocimiento, llevaba la vida ascética de un solitario provinciano.

Este hombre, que perteneció al Partido Comunista de Francia para combatir en la clandestinidad a los nazis, comentaba al cabo de los años la célebre frase de Marx: “Ya está bien de comprender el mundo: ahora se trata de transformarlo”. Y bien, comenta, eso es lo que hemos hecho en el último siglo y siempre de un modo más acelerado, de tal manera que cada vez comprendemos menos. Y añade algo terrible: “Me parece que el hombre siente una familiaridad mucho mayor con el mundo surgido del Génesis que con el ser y sobre todo el devenir de lo que ha creado él mismo”. O sea, más cerca de Caín y Abel que de la ingeniería genética. Y un solo miedo universal, el terror ante “el estado vampiro”, un “ogro obsceno y terrorífico que se tambalea en medio de un inmenso rebaño de hombres desnudos”.

Los de la editorial Ediciones del Subsuelo han apostado por unos textos magníficos y tremendos de los que escasamente se pueden vender unos cientos de ejemplares, pero por lo menos que no les quepa la menor duda de que es el libro más actual y más útil que conozco. ¡Y, cielo santo, incluso en traducción, qué prosa!

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14 de junio de 2022
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Colaterales

Ha vuelto la selección sectaria de los tiempos de Franco, solo que allí, en donde había que decir lo grande y justo que era el Régimen, ahora debemos manifestar nuestro horror por lo no inclusivo o lo heteropatriarcal

Uno de los efectos más curiosos del eclipse de la individualidad ha sido la politización de absolutamente todo, como si el tronco poderoso de la ideología pudiera sostener nuestra endeble yedra privada, pero no es verdad, ese tronco está podrido y hueco. Nuestra yedra se agarra a la nada y contribuye al vacío. Cuanto más fuerte y sana crezca, mayor será el daño que produzca en aquello que supuestamente la sostiene. Hablen con cualquier jardinero.

Así, por ejemplo, una ley educativa destinada a crear ilusiones en quienes las necesitan conduce al espantajo que se está divulgando por España en los libros de texto. El estudiante no ha de aprender nada, ya lo sabe todo desde el momento en que abraza la moral de la secta, solo ha de obedecer. Y a la inversa, los estudiantes saben que basta con simular una creencia para aprobar. Nos sucedía también a nosotros con la educación franquista. Sabíamos perfectamente qué había que decir con determinados profesores para tener buena nota. Y lo contrario, solo a un loco se le ocurría decir la verdad o dar su opinión sincera ante un esbirro.

Así que ha vuelto la selección sectaria de los tiempos de Franco, solo que allí, en donde había que decir lo grande y justo que era el Régimen, ahora debemos manifestar nuestro horror por lo no inclusivo, lo machista o lo heteropatriarcal. Es lo mismo: en el fondo a nadie le importa demasiado porque saben que no pueden engañar indefinidamente a los estudiantes y que entre ellos se burlan de los profesores del Régimen. Basta con mentir para que te tomen por alguien inteligente.

Lo sorprendente es que esta deriva religiosa (porque se trata de una creencia irracional) coincide con el hundimiento absoluto de las artes y, cómo no, su refugio en la política, que es como decir en la subvención. De modo que si hace unos años estábamos hasta las narices de tanto “¡rebélate!”, “muestra tu rechazo”, o “marca tu diferencia”, aplicado indistintamente a un pantalón o a un producto de galería de arte llamado incluso “obra de arte”, ahora ya ha llegado a su punto de saturación, de manera que sabemos que cuanto se presenta como “rebelde”, “ataque a la sociedad de consumo” y demás eslóganes mercantiles, son ellos los que señalan, justamente, a lo más conservador.

De este modo, los poderes reales consiguen dos objetivos: el primero es que los más débiles crean servir para algo y no se rebelen, ellos que serían los potencialmente más peligrosos. De otra parte, el mercado sigue en manos de quienes controlan las sectas. Ellos, por lo general feroces anticapitalistas, son los que reparten las subvenciones, los (p) jefes del sistema. Porque de eso se trata, de repartir regalos, el maná del Estado, entre la clientela.

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7 de junio de 2022
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