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Escrito por

Félix de Azúa

Félix de Azúa nació en Barcelona en 1944. Doctor en Filosofía y catedrático de Estética, es colaborador habitual del diario El País. Ha publicado los libros de poemas Cepo para nutria, El velo en el rostro de Agamenón, Edgar en Stephane, Lengua de cal y Farra. Su poesía está reunida, hasta 2007, en Última sangre. Ha publicado las novelas Las lecciones de Jena, Las lecciones suspendidas, Ultima lección, Mansura, Historia de un idiota contada por él mismo, Diario de un hombre humillado (Premio Herralde), Cambio de bandera, Demasiadas preguntas y Momentos decisivos. Su obra ensayística es amplia: La paradoja del primitivo, El aprendizaje de la decepción, Venecia, Baudelaire y el artista de la vida moderna, Diccionario de las artes, Salidas de tono, Lecturas compulsivas, La invención de Caín, Cortocircuitos: imágenes mudas, Esplendor y nada y La pasión domesticada. Los libros recientes son Ovejas negras, Abierto a todas horasAutobiografía sin vida (Mondadori, 2010) y Autobiografía de papel (Mondadori, 2013)Una edición ampliada y corregida de La invención de Caín ha sido publicada por la editorial Debate en 2015; Génesis (Literatura Random House, 2015). Nuevas lecturas compulsivas (Círculo de Tiza, 2017), Volver la mirada, Ensayos sobre arte (Debate, 2019) y El arte del futuro. Ensayos sobre música (Debate, 2022) son sus últimos libros.  Escritor experto en todos los géneros, su obra se caracteriza por un notable sentido del humor y una profunda capacidad de análisis. En junio de 2015, fue elegido miembro de la Real Academia Española para ocupar el sillón "H".

El filósofo francés Michel Foucault. ZARDOYA

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Viaje al pasado

 

La prosa de Foucault era, en aquellos tiempos, transparente, inmediata magistralmente disciplinada por los clásicos y enemiga de toda la oscuridad

 

Los limbos de agosto y su irremediable neblina son el momento propicio para regresar a los años extinguidos en busca de un sentido ya borrado. Me ha pasado a mí con Michel Foucault, profesor que tuve en París allá por los primeros setenta del siglo XX y a quien llegué a detestar cuando se puso del lado de los ayatolás iraníes y negó la existencia del sida, imputándolo a una conspiración de la CIA para acabar con los homosexuales.

Ese era el tercer Foucault, obsesionado con la vida sexual de occidente y jefe de filas de las más disparatadas causas progresistas, seguramente empujado por una fama que no supo controlar. Pero hubo un segundo Foucault, como el que redactó un ensayo titulado Le discours philosophique, seguramente el guion de las clases que impartiría en Túnez en 1966. Es una muy buena introducción a Les mots et les choses, casi coetáneo, y una excelente preparación para su “arqueología del saber”. Con esa devoción de los franceses hacia sus intelectuales, acaba de resucitarlo Gallimard.

Trae bastantes sorpresas. La primera y principal es que se puede reconstruir a un maestro cuya juventud (en realidad madurez porque ya tenía 40 años) nos devuelve a nuestra propia vida previa a Mayo del 68. El ensayo es un buen ejemplo del segundo Foucault y sin duda sigue mereciendo el estudio. Se entiende que en sus cursos de los años setenta tuviera una audiencia masiva con salas desbordadas por cientos de estudiantes que tomaban notas con disciplina y severidad conventuales.

El ensayo es una genealogía de la filosofía. En especial a partir del capítulo VI, cuando comienza a definir la modernidad a partir de Cervantes, Galileo y Descartes, tres discursos, literario, científico y filosófico, que son uno y el mismo.

Porque, y esto es esencial, se trata del Foucault fascinado por la filosofía del lenguaje y que todo lo expone a partir de le discours. Si uno corrige levemente ese contexto, lo que subraya de la modernidad, a partir de Descartes y hasta Nietzsche, es del mayor interés.

Ciertamente, no estaba aún bien definido qué fuera ese “discurso”, aunque ya en este ensayo se aprecia que no es otra cosa que la forma de una nueva ontología en la que los viejos objetos metafísicos (Dios, alma, mundo) se integran en su propia exposición, de manera que ya no son externos al humano, sino que aparecen como la pura necesidad de un nuevo modo de representar el sujeto, el instante y el lugar.

Lo más importante de ese “discurso” es que los viejos entes trascendentales, derribados de su altura y eternidad por Kant, pasan a ser históricos y por lo tanto es indiferente si existen o no existen porque van a comenzar su evolución. Perdonen si les parece un poco oscuro lo que voy diciendo, pero es culpa mía. Lo cierto es que la prosa de Foucault era, en aquellos tiempos, transparente, inmediata, magistralmente disciplinada por los clásicos y enemiga de toda la oscuridad que tanto daño ha hecho a alguno de sus amigos a cuyo talento sólo se llega tras una fatigosa excavación del sentido oculto en una prosa borrascosa.

Bendita sea, por tanto, la desaparición de las actualidades durante el verano porque nos permite recuperar algunos momentos genitivos de una juventud olvidada, esforzada y luminosa que ha desaparecido.

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8 de septiembre de 2023

Retrato de José Martínez Ruiz, 'Azorín', en los años veinte. EFE

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Otro grande

 

No ha habido demasiada fiesta de celebración por los ciento cincuenta años del nacimiento de Azorín y me parece incomprensible

 

En junio se cumplieron los ciento cincuenta años del nacimiento de Azorín. No ha habido demasiada fiesta de celebración y me parece incomprensible. Otra de las rarezas de nuestro país quiere que los escritores mayores del siglo XX fueran Baroja, Valle, Machado y Jiménez, pero no Azorín. Esta peculiar desmemoria será enmendada por la Real Academia en octubre o noviembre con un homenaje riguroso, pero yo esperaba más respuesta por parte de la prensa. Aparte de un estupendo artículo de Jorge Bustos y otro de Mario Vargas, no he leído nada en verdad remarcable.

¿Será porque se le considera un miniaturista? ¿Alguien dedicado, como un flamenco del siglo XVII, a proponer imágenes exactas, nítidas, casi esmaltadas, de interiores con vajilla de loza, mortero y un ventanuco por el que entra un potente haz de sol levantino? Eso es, desde luego, una parte de lo que sabía hacer, pero hay otras. Sus llamadas Obras Completas constan de nueve tomos editados en aquella deliciosa colección de Aguilar, encuadernada en piel roja que yo le debo al gran librero y editor Abelardo Linares. La alegría que me da ver los nueve lomos cada día en su estantería no podré pagarla jamás. Están pidiendo que los tome en la mano y comience a leer por cualquier parte, todas las hojas son admirables.

Cada tomito tiene unas mil páginas, de modo que estamos hablando del autor de casi diez mil páginas. La obra de Azorín es inmensa y, además, estas Obras completas no lo son ni de lejos. Su editor fue Ángel Cruz Rueda y las comenzó en 1947. El último volumen (al menos en mi edición, que es la segunda) data de 1963 y ya no está encuadernado en piel, sino en un cartón un poco vil. Más de quince años le llevó la empresa a Ángel Cruz y bastante hizo, pero es insuficiente.

Para empezar, es muy difícil localizar los textos porque no hay un índice general. No te queda más remedio que buscarlo por el año de edición (lo que no es fácil) y rastrearlo en el tomo oportuno. Alguna institución valenciana debería financiar la edición de un índice que facilitara la lectura y la investigación. ¿Hay en Alicante alguna que se dedique a mantener la memoria de uno de sus más brillantes hijos? La Fundación Mediterráneo, por ejemplo. ¿O en la Universidad de Valencia, donde estudió? Bien es verdad que Valencia es una comunidad curiosa, particular y difícil. Azorín tiene un libro, justamente llamado Valencia, que es de lo mejor que escribió.

A ver qué tal sale el homenaje de la Real Academia y si alguna otra institución se suma al recuerdo de aquel hombre que al final de su vida era tan filiforme como don Quijote, sobre quien escribió múltiples y densas páginas que merecerían una publicación por ahora inexistente. Yo llegué a conocerlo, ya tumbado en su cama de la que apenas se levantaba, en 1967, que fue el año de su muerte, pero muy divertido al ver a un jovenzano que le traía un libro para firmar. Era un Lope en silueta de la mítica editorial Cruz y Raya, de 1936. Y aún tuvo la humorada de sonreírle a mi acompañante y decir con voz cascada, “Vaya moza reguapa”. Pocas semanas antes de morir estaba aún perfectamente vivo.

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25 de julio de 2023
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Una escena

 

La mayor parte de las actuales confesiones reales de escritores que cuentan su particular martirio son inverosímiles precisamente porque son reales

 

Hay algunas rarezas de la conducta humana que sólo son aceptables en las novelas. Ninguna ciencia puede dar cuenta de ellas y si el psicoanálisis no pertenece al orden de la ciencia, sino al de la literatura, es porque suele ocuparse de estas rarezas tan singulares y únicas, normalmente espantosas. Las novelas contienen un saber oscuro sobre los humanos que no puede encontrarse en ningún otro lugar y, si se encuentra, es por imitación de la novela, como en el cine, pero de un modo menoscabado.

Es en el primer volumen de su trilogía levantina, continuación de la trilogía europea que publicó El Asteroide, donde Olivia Manning pone a su protagonista de visita en una gran mansión colonial cuyo dueño, un alto cargo del Gobierno británico, le recibe con extremada caballerosidad. Estamos en El Cairo y aunque Manning nunca facilita el año de la acción, ha de ser hacia 1942 porque los aliados están tratando de expulsar a Rommel del desierto y EE UU acaba de sufrir el ataque de Pearl Harbour que cambiará el destino de la contienda.

En medio de una conversación trivial con los visitantes se oyen gritos en el jardín de la mansión e irrumpe una mujer desesperada, que se derrumba desvanecida en un sofá. Tras ella, los sirvientes traen el cuerpo de un niño de once o doce años y lo extienden sobre una de las grandes mesas del despacho. Al cuerpo le falta el ojo izquierdo, el derecho está apagado, tiene un gran agujero en la mejilla por la que se ven los dientes y otras roturas espantosas. Uno de los sirvientes le dice al atribulado caballero que el pobre chico había cogido una bomba enterrada en la arena creyendo que ya había explosionado y le estalló en plena cara.

El caballero, sin duda padre de la víctima, le limpia con ademán mecánico la sangre seca de la boca mientras musita, “está muy débil, ciertamente, pero se repondrá, de momento hay que darle de comer”, y manda a uno de los sirvientes a por una sopa mientras continúa limpiando al muchacho. Cuando le traen el gran cuenco de sopa, el caballero coge la cuchara y trata de darle de comer, pero la boca está destrozada, así que empieza a verter el líquido por el agujero de la mejilla. Los visitantes se retiran horrorizados.

La escena es terrible, pero lo peculiar, a mi modo de ver, lo que es extremadamente eficaz para describir el desvarío del padre ante el cadáver de su hijo, es ese momento insoportable en el que comienza a alimentarle por el agujero de la mejilla. Y eso sólo es posible en una novela. Lo más curioso es que el lector, o por lo menos esa fue mi reacción, no sólo asume la escena por la célebre suspensión de la incredulidad, sino además porque tiene la convicción de que aquel horror lo tuvo que vivir en persona Olivia Manning. La experiencia es tan brutal, tan agobiante, que no puede uno imaginarla: ha de haberla vivido.

Evidentemente, puede tratarse de todo lo contrario, puede ser una muy notable muestra de imaginación, como es lo propio de los grandes narradores, pero la exactitud de la descripción y sobre todo la peculiar extrañeza del gesto enloquecido del caballero dando la sopa a su hijo por el agujero de la mejilla, es lo que impone un aire tenebroso que lleva a sospechar el conocimiento personal.

Quizás es este detalle lo que me lleva a pensar que la mayor parte de las actuales confesiones reales y verdaderas de escritores que cuentan su particular martirio (una amigdalectomía, la muerte de la madre, el terremoto, el suicidio de un amante, el secuestro del abuelo) son inverosímiles precisamente porque son reales y carecen de ese misterioso elemento, ese veneno infalible de la gran ficción, a saber: que puede ser más verdadera que cualquier confesión, siempre que no nos quiera imponer una realidad.

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11 de julio de 2023

Josep Pla.

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Como su nombre

 

La persecución al más grande escritor de Cataluña, Josep Pla, es una de las mejores pruebas de que los separatistas no tienen el menor aprecio por su país

Es una de las mejores pruebas de que los separatistas catalanes no tienen el menor aprecio por su país. Lo utilizan, claro, para mantenerse en el poder y manejar el capital entero de la región, pero lo que el país da de sí, lo que el país sea, eso carece de importancia. Es la única explicación para la constante e infame persecución a la que se vio sometido el más grande escritor de Cataluña, Josep Pla, a quien todavía hoy mantienen en una cárcel de silencio y menosprecio.

La excusa siempre es la misma: Pla, siguiendo a Cambó, se pasó a los vencedores, espantado por la brutalidad de los asesinatos republicanos. Aunque jamás tuvo la menor relación con los poderes del franquismo, los mandarines culturales, aquellos a los que Gabriel Ferrater llamaba “els escarabats”, nunca le reconocieron y, por ejemplo, le negaron el Premio de Honor de las Letras Catalanas.

Pero Pla no era sólo el más grande escritor en catalán del siglo XX, también era un muy notable autor en castellano, que fue la lengua habitual durante los 40 años de colaboración con la revista Destino. Pero sólo ahora, más de cuatro décadas después de su muerte, se publica una antología de sus artículos en español editada por Xavier Febrés para la editorial Destino.

El cuerpo central de la antología se lo llevan los escritos sobre aquella zona donde vivió su exilio interior: el Ampurdán. Mucha gente conoce la parte turística de aquellos pueblos, de Port de la Selva a Colliure, una línea de costa de gran fuerza y cierta fama de furor que llevó a los periodistas a llamarla “Costa Brava”. Por allí caminaba tenazmente Pla y en la antología no hay menos de cien estampas de los lugares bravos a la luz de la luna, del sol, con tempestad, con calma, en enero, en agosto, con lluvia, con vientos feroces. El suyo fue un ejercicio de estilo parecido al de los calígrafos y acuarelistas japoneses capaces de repetir una misma escena mil veces hasta trazar de una sola y perfecta pincelada la rama de cerezo con sus hojas, sus flores y un pinzón posado. Así también consigue la perfección Pla en una repetición infinita que nunca cansa y siempre sorprende.

La perfección de su escritura, como la de Baroja, a quien respetaba y de quien fue amigo, tiene como sello un cuidado pasmoso por el matiz, el detalle, la miniatura y, en consecuencia, por una adjetivación preciosa e impecable. Eduardo Mendoza, cuando daba clases de traducción en la Universidad de Barcelona, ponía como ejercicio un texto de Baroja (podía perfectamente ser de Pla) con los adjetivos tachados para que los recompusieran. Y aunque eran textos muy simples, los alumnos jamás daban con los adjetivos usados por el autor.

Es lo mismo que sucede con Pla, quien decía de sí mismo que no era un escritor sino un artesano, en honor a su apellido (“plano, llano”). A veces la perfección de los adjetivos le empuja a un morceau de bravoure como este párrafo sobre la Bretaña: “Sus costas son una catástrofe mineral (…) los promontorios de granito rojizo y negruzco, feroz y caótico (…) amagan regolfadas secretas y abrigadas que mueren sobre una arena fina y grisácea que el sol aclara un poco con el polvillo de oro color paja mojada”. Tengo para mí que Pla usaba estos artículos como ejercicios de estilo, probando su destreza de excelente artesano, para resolver problemas que luego aplicaría a sus inmensas obras en catalán, como el proustiano Cuadern Gris.

Es una tensión espiritual de lo más aguda, para quienes hemos vivido aquellos parajes en la juventud, volver al Cadaqués de 1945 en un admirable retrato de invierno (p. 100). El aguijón de la nostalgia nos atraviesa el corazón, pero en seguida nos reponemos porque aquel Cadaqués ya no existe. Ha sido devorado por la riqueza, el éxito económico, la codicia y la masificación. De modo que ya sólo lo podemos conocer leyendo a Pla.

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27 de junio de 2023
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Sobre la educación

 

Al escritor Rafael Sánchez Ferlosio siempre le acompañó la preocupación (y la ira) por el modo chapucero con el que se colonizan las mentes de niños y jóvenes por medio de las leyes de enseñanza

Algún día alguna institución reconocerá la ingente labor editorial que lleva a cabo Ignacio Echevarría. Con erudición, minuciosidad y respeto por la figura editada, pone al alcance de los lectores textos que no son en absoluto fáciles de encontrar. Entre sus últimas aportaciones está la edición de los escritos de Canetti sobre Kafka y aquella de la que hoy voy a hablar: Borriquitos con chándal, una selección de artículos de Rafael Sánchez Ferlosio “sobre la educación, la enseñanza y el deporte” (Debate, 2023).

A Ferlosio siempre le acompañó la preocupación (y la ira) por el modo chapucero con el que se colonizan las mentes de niños y jóvenes por medio de las leyes de enseñanza. Llevamos ocho desde que se restauró la democracia. En realidad, iba mucho más allá de una mera protesta contra la tecnificación pedagógica y los manejos políticos que acaban aplastando la inteligencia de los niños y los jóvenes. De los adultos, nada hay que decir. Ya es demasiado tarde.

En esta muy recomendable antología ha reunido Echevarría artículos dispersos, muchos de ellos inencontrables, si no es en los magníficos cuatro tomos de las obras completas (Debate). Aunque aquí se mencionan “la educación, la enseñanza y el deporte”, en realidad se habla de un asunto que es uno de los fundamentos del pensamiento de Ferlosio, la diferencia entre educar e instruir. Más propiamente: los procesos que nos han convertido en humanos. La pregunta a la que Ferlosio quiso responder una y otra vez es esta: ¿cómo, de qué manera, mediante qué instrumentos nos hemos arrancado a la naturaleza?, ¿cómo se ha producido la adaptación a algo llamado “humanidad”, que es enemigo de nuestro estado original?

En su prólogo, menciona Echevarría un artículo al cual Tomás Pollán, el máximo experto en la obra de Ferlosio, se ha referido como la intuición germinal de la pregunta. Es un artículo de 1962 titulado Personas y animales en una fiesta de bautizo. Por cierto, si no tienen ustedes las obras completas, este texto germinal se encuentra en otra imprescindible antología de Ferlosio, también editada por Echevarría: Páginas escogidas (Random House, 2017).

Además de ser el mayor prosista español del siglo XX, en apretada compañía de Juan Benet, es Ferlosio un filósofo e incluso podría decirse, un filósofo presocrático. Debería ser estudiado y leído en las facultades de filosofía más que en las de literatura. Así, por ejemplo, en nuestro caso, el problema de la enseñanza se plantea desde una perspectiva radical: los procesos que hemos ido estableciendo los humanos, a partir de la era moderna, para perderle el miedo a nuestro origen animal. Es decir, el desarrollo de una adaptación lingüística que usamos con particular eficacia en la humanización de los niños para impedir que sean ellos mismos quienes descubran su fondo original. La educación no persigue el conocimiento, sino la adaptación.

La educación es una coerción que busca asimilar todo lo que es ajeno a nuestra propia condición, “un proceso de apropiación social del niño por el medio”. Históricamente es la invención de las grandes industrias pedagógicas, la televisión, el deporte, la publicidad y, aunque Ferlosio no llegó a conocerla, la trama fatídica de las redes sociales. Un nombre, el de “redes”, tan exacto como el de las “cadenas” de televisión.

Una vez más ha sido la técnica la que ha ido disponiendo las invenciones y las máquinas necesarias para destruir lo que de originario pudiera quedar en los humanos y en el resto del planeta. Y esa ha sido la operación adaptativa que nos ha distinguido. Aunque Ferlosio no lo mencione, la pulsión que lleva a dar un nombre propio a un recién nacido es la misma que la imposición de Yahvé a Adán cuando le ordenó dar nombre a todos los animales y plantas del Edén. Fue la primera adaptación y la primera destrucción de la naturaleza humana.

 

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13 de junio de 2023

Carlos Morla Lynch, Federico García Lorca y el embajador de Chile en España en 1932. Foto de la Fundación F.G. Lorca

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Memorias memorables

 

Lo primero que juzga uno, tras leer las ochocientas páginas de estos enormes cuadernos de recuerdos (Editorial Renacimiento), es que su autor, Carlos Morla Lynch, era una buena persona. Una bondad, sin embargo, que no estaba inspirada por la compasión, la caridad, la piedad u otra virtud cristiana, sino por la inteligencia. Y buena prueba de ello es que no confunde en ningún momento a los buenos con los malos. Los malos, por cierto, suelen ser tontos de remate.

Algunos lectores le conocen ya gracias a los diarios anteriores, los de 1928 a 1936, dominados por la figura de Lorca, íntimo amigo de Morla, y los de 1936 a 1939, estremecedores documentos sobre la Guerra Civil en los que no abandona nunca el juicio puramente humano para abrazar una ideología u otra. Su grandeza es evidente cuando sabemos que salvó la vida a dos mil personas acogiéndolas en la Embajada de Chile de la que era encargado de negocios, pero en realidad actuaba como embajador. Los primeros centenares eran ciudadanos de derechas perseguidos por los sayones rojos que los mataban en las checas y en las cunetas de Madrid. En la segunda parte son refugiados republicanos a los que perseguían con saña los esbirros de Franco. Total, dos mil vidas salvadas por este hombre, una especie de Schindler chileno.

Y ahora nos llega su diario de Berlín, cuya primera entrada es de enero de 1939 y la última de julio de 1940. Así que da un testimonio único del asalto de los nazis a la fortaleza europea y a la declaración (nunca oficial) de guerra invasora. Así, por ejemplo, asistió en persona a la reunión del Reichstag en la que Göring comunicó a todas las embajadas mundiales la anexión de Polonia: un disimulado anuncio de la guerra inminente.

Pero no es sólo un testimonio histórico, es también un cuadro escénico del Berlín de aquel momento con toda su abigarrada y diversa complejidad. Morla era un hombre de curiosidad insaciable y un talento literario indudable con el que dibuja cientos de retratos “al natural” de la más variada índole: viejos aristócratas acabados y medio lelos, odiosos funcionarios del Reich, o la gente menuda que forma su ámbito favorito, camareros, vendedores callejeros, criadas, mendigos, bebedores de taberna, chóferes, proletarios, en fin, el pueblo que tanto le había fascinado en España y que nunca olvidaría. De hecho, mientras está viviendo el ascenso de Hitler, la invasión de Polonia o la caída de París, no deja de preocuparse por los 17 comunistas que aún estaban refugiados en la Embajada de Madrid y sobre los que temía un asalto brutal que los sacara por la fuerza de la embajada y los fusilara de inmediato. Vivía espantado por las noticias que recibía de España sobre la barbarie del régimen, aunque no todas eran ciertas.

La misma honestidad que le llevó a refugiar primero gente conservadora y luego revolucionaria le habría llevado a proteger judíos de haberse quedado más tiempo en Berlín. Su indignación ante los primeros actos criminales antisemitas le encendía una cólera que no podía manifestar dada su posición oficial.

No le dio tiempo. En 1940 lo enviaron a Suiza donde permaneció hasta 1947. Aquel hombre imparcial, tan de la Tercera España, vivió la guerra en el más neutral de los países europeos. Luego tendría otros destinos hasta morir en 1969 y ser enterrado en España, su patria de adopción.

Los aficionados a la música tenemos, además, un regalo. Músico vocacional, amigo personal de Claudio Arrau y entusiasta de Furtwängler, vienen en sus memorias recuerdos de algunos conciertos sensacionales. La edición, a cargo de Inmaculada Lergo, con un estupendo conjunto de fotografías, es soberbia. ¡Ah, y con prólogo de Trapiello!

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30 de mayo de 2023

Fuente: Archivo personal de Andrés Trapiello. Fotografía de Yolanda Cardo, 2019.

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Otro paso ganado

 

El proyecto en el que está trabajando Andrés Trapiello es descomunal y, como todo lo monumental en este país, apenas tiene el eco que merece

 

Pues señor, este es ya el número veinticuatro. Cada volumen suele tener unas quinientas páginas, de modo que llevamos ya doce mil, mucho más que Proust. Y eso que no se ha acabado, Dios no lo quiera, porque el libro del que forma parte como capítulo número veinticuatro durará lo que le dure la respiración a Andrés Trapiello. Si llega un día en que deja de respirar, Dios lo impida, pues se habrá terminado la novela llamada Salón de pasos perdidos.

Porque es una novela. Desmesurada, pero novela. Y aunque, según cuenta en la página 112, algunos amigos suyos verdaderos o fingidos le han recomendado que lo deje ya, él razona con mucha lucidez por qué no va a dejarlo y por qué va a seguir mientras el cuerpo aguante. Dado que los lectores aguantan y aunque sean escasos, no hay razón para ser él mismo su peor lector.

A mi modo de ver este es un proyecto descomunal y como todo lo monumental en este país apenas tiene el eco que merece. Veamos, estamos hablando de una novela que es, necesariamente, la vida de su autor, como lo es la Recherche de Proust, y quienes la seguimos lo hacemos por la misma razón por la que leemos al francés, a saber, una prosa impecable, inteligente, irónica, en coloquio con el lector y mediante la cual nos cuenta las cosas que ve o le pasan.

Naturalmente no lo leemos por saber qué le pasa a Trapiello ni si ha comprado jamón york o de bellota, que es algo totalmente trivial, sino por oír cómo suena el español cuando lo tañe un gran instrumentista. De modo que da lo mismo si nos cuenta una lectura en Bruselas, con un director de instituto casi dickensiano, paginas cómicas que no desmerecen las de Baudelaire en su Pauvre Belgique!, o si lo que cuenta es la muerte de Delibes que viene casi a seguido y muestra una emoción y un cariño entrañables.

No es el transcurso vital de Trapiello el argumento de esta novela sino ella misma. Leemos su novela porque nos interesa su novela. Y eso es algo de lo que muy pocas novelas pueden sentirse orgullosas. Que la prosa misma sea la protagonista es en verdad una rareza. Casi todo lo que hoy se publica busca interesar al lector por un asunto convulso, sea un sufrimiento, una operación a vida y muerte, una pareja tóxica, una aventura desbocada. Trapiello nos cuenta la vida humilde de un escritor sustancialmente normal, y todo aquello que le rodea.

Uno de sus maestros, Azorín, fue sobresaliente en la descripción de lo humilde y lo obsoleto. Como si fuera un pintor flamenco, igual figura una calle del viejo León entre palacios, que una cabaña agrícola en Levante o un puchero desportillado. El lector se queda fascinado por esa prosa cristalina, de una pureza insólita capaz de contar todo lo grande y lo pequeño, “Who sees with equal eye, as God of all,/ A hero perish, or a sparrow fall”. Algo así sucede en las memorias de Trapiello, pero ahora me percato de que he escrito “memorias” y no lo son. Son, desde luego, asuntos que él ha conocido personalmente, pero no forman parte de su biografía porque su vida es de lo más escueto: sentarse a la mesa para escribir a todas horas, todos los días, año tras año.

Esta es la razón por la que el volumen, titulado Éramos otros, no se pueda comprar en librería. Hay que encargarlo directamente a Trapiello en su dirección de internet. Se trata de una lectura para poca y muy escogida gente. No merece la pena meterla en los enormes desaguaderos que alimentan el pantano de la actualidad. Hay que pescarlo en un pequeño arroyo truchero que fluye escondido entre peñas y abrojos, por decirlo como Azorín.

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23 de mayo de 2023

Imágenes de la serie 'Fortunes of War' con Emma Thompson y Keneth Branagh.

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Novelón

 

Olivia Manning firma la ‘Trilogía balcánica’, una de las mejores narraciones sobre la Segunda Guerra Mundial, a pesar de los miles y miles de novelas que le hacen la competencia

Por fin la admirable editorial del Asteroide ha publicado el tercer y último volumen de la impresionante Trilogía balcánica, también conocida como la primera parte de una serie a la que seguiría la Trilogía del Levante que ignoro si será publicada por los mismos. Los seis títulos, obra de Olivia Manning, se editaron juntos en 1982 con el nombre de Fortunes of War, pero fue la televisión británica la que, en una serie de gran popularidad, lanzó a la autora a la fama internacional en 1987.

Bien está que se edite de nuevo porque es una de las mejores narraciones sobre la Segunda Guerra Mundial, a pesar de los miles y miles de novelas que le hacen la competencia. No lo digo yo, también lo dicen Anthony Burgess y Antony Beevor, que de esto saben. La traducción de Eduardo Jordá y Concha Cardeñoso es muy buena.

La primera virtud, si dejamos aparte el talento literario de Olivia Manning, es que la guerra está vista desde un punto excéntrico. Las aventuras y desventuras del matrimonio Pringle, protagonistas de la saga, comienzan en Bucarest en 1940 (La gran fortuna) donde han llegado como funcionarios del British Council. En aquella zona el conflicto se ve muy lejano. Es cierto que ya ha caído Polonia, pero los rumanos no temen ser invadidos, aunque en Bucarest comienzan a sembrar el terror los miembros de la Guardia de Hierro. La descripción de la ciudad alegre y confiada, sus habitantes y los personajes que acompañan a los Pringle en la saga, es formidable. Un excelente retrato de la Mitteleuropa entre inconsciente, banal y heroica.

En la segunda parte (La ciudad expoliada) se aprecia la decadencia progresiva de Bucarest y el temor cada vez mayor a una invasión alemana hasta convertirse en verdadero terror. Manning comienza su introspección en los personajes de la saga y va mostrando los egoísmos, cobardías, traiciones y, sobre todo, la inmensa estupidez de algunos caracteres que parecían normales o incluso interesantes. El mayor peligro, evidentemente, es que Bucarest es un cul-de-sac de donde no es fácil escapar si los alemanes toman la ciudad. La exasperación va poniendo al descubierto los aspectos más detestables de cada personaje.

Finalmente, en el tercer volumen (Amigos y héroes), los Pringle, que han sufrido una huida de Bucarest casi mortal y una separación angustiosa, volverán a reunirse en Atenas donde comienza de nuevo una maravillosa descripción de la ciudad, la inconsciencia de su población, la insoportable arrogancia de las autoridades británicas, la odiosa obsequiosidad de los empleados de la administración inglesa, la generosidad del pueblo griego, hasta el desastre final cuando los alemanes invadan también Grecia. La huida de los Pringle hacia el Levante de la segunda trilogía es uno de los momentos más brillantes del conjunto.

Pero hablamos de una larga novela (los tres volúmenes suman 1.300 páginas) en la que Harriet y Guy Pringle están perpetuamente presentes. La lucidez con la que Manning va descortezando a la veinteañera Harriet, caprichosa y algo tonta, y a su marido, un izquierdista pelmazo dotado de una caridad oceánica para todo el mundo, menos para su mujer, es digna de la más cruel Patricia Highsmith. En el último volumen Manning da muestras de ser una de las mejores narradoras del siglo XX británico. Ojalá el Asteroide emprenda ahora la segunda parte de la saga.

 

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9 de mayo de 2023
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Calderón

 

Maestro de las contradicciones, de los imposibles, sigue siendo un poeta mal conocido y poco representado

Hace más de 20 años, Eugenio Trías, una de las mejores cabezas de la transición fatalmente muerto demasiado joven, nos escandalizaba a sus amigos con unos artículos, conferencias y un librito en alabanza de Calderón de la Barca. Nos escandalizaba porque no había personaje literario más alejado de la modernidad que aquel dramaturgo teólogo, pero Trías lo había apreciado gracias a la cultura alemana (tanto Goethe como Schlegel) y lo tenía por un precursor del existencialismo: “El asombro que la existencia produce, o la emergencia de ésta de la nada, o del no ser que siempre le antecede”, ese era “el gran tema del teatro calderoniano”. Y citaba estos versos de El pintor de su deshonra: “¿Qué soberano poder/ hoy ser al no ser ha dado/ que yo conmigo he pasado/ sin mí del no ser a ser?”.

Este es un misterio propiamente filosófico, ¿cómo es posible que yo venga de la nada y me encamine de nuevo a ella, sin dejar de ser yo mismo? Es el desconcierto existencial lo que permitía a Trías comparar a Calderón con lo mejor del teatro griego e isabelino. Y en otro orden de valores, como el más grande imaginista o creador de imágenes, de la literatura barroca, comparable a Goya como pintor de la maldad: “Calderón de la Barca, como quizás únicamente Goya en el contexto hispano, es un artista de raza revelador del mal: el mal moral que mancilla el alma con el crimen; el mal público, político, que desgarra el cuerpo de la nación con la desatada violencia fratricida, la guerra civil”.

Hay, en efecto, una doble pulsión en el teatro de Calderón, de una parte, el afán filosófico, siempre disimulado tras la obediencia teológica, pero también una imaginación, como dice Trías, próxima a la de Goya. Y cita estos versos de El médico de su honra: “A pedazos sacara con mis manos/ el corazón y luego,/ envuelto en sangre desatado en fuego,/ el corazón comiera/ a bocados, la sangre me bebiera”. Estampa tremenda que está próxima al Saturno de las pinturas negras en la Quinta del Sordo.

No es un autor fácil. El personaje que profiere estas terribles palabras enloquecido por los celos, es, sin embargo, un calculador incapaz de matar a su mujer por temor al castigo de la justicia, así que ocultará el asesinato mediante un sangrador, un barbero en el idioma de la época, que desangra a la pobre e inocente Leonor con una excusa médica. Por un lado, el violento monstruo sanguinario con impulsos asesinos, que es también, de otra, un cobarde calculador el cual deja taimadamente en manos ajenas la venganza de un honor perdido, que es sólo fruto de su desequilibrio mental.

Poeta de las contradicciones, de los imposibles, de lo que es viniendo del no ser y de lo que va hacia el no ser sin dejar de ser lo que es, el extraordinario Calderón sigue siendo un poeta mal conocido y poco representado.

Quizás para compensarlo, la Biblioteca Castro publica, con su finura habitual, un volumen titulado Calderón esencial con ocho de sus más famosas piezas y una introducción de Ignacio Amestoy. Y quienes quieran leer el drama del demente que quiere comerse el corazón de su falsamente infiel esposa, pero luego retrocede con astucia para que culpen a otro del asesinato, vean la edición de la Real Academia de El médico de su honra.

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19 de abril de 2023
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No uno, sino dos

 

En una ocasión, Robert Graves coincidió con el gran T.E. Lawrence, más conocido como Lawrence de Arabia, y hablaron de poesía. El coronel mostró un interés notable por los poetas de la época, como el propio Graves, y confesó tenerles mucha envidia porque estaba convencido de que guardaban un secreto que él quería conocer y aprovechar. “Lawrence pensaba que el secreto de los poetas era una maestría técnica de las palabras, más que un modo particular de vivir y pensar”, escribió Graves. Y, por lo tanto, siendo un secreto técnico, podía aprenderse y poner en uso. Esta ha sido, desde la antigüedad, una divisoria típica de los poetas, aquellos que son maestros del lenguaje, como Keats, y los que sobresalen por su inspirada y sombría existencia, como Byron.

Poetas hay pocos y en nuestro tiempo aún menos, ni siquiera creo que deba hablarse de la poesía, pero yo tengo ahora encima de la mesa dos gruesos volúmenes de quinientas páginas cada uno que resumen la vida entera de dos grandes escritores. Uno se llama Jon Juaristi y el libro Derrotero reúne sus poemas de 1969 a 2022 (Renacimiento). El otro se llama Francisco Ferrer Lerín y el libro, titulado más convencionalmente Poesía reunida (Tusquets), también recoge toda la obra desde 1969. He aquí dos vidas que coinciden en el cuidado de las palabras y han conocido la misma época. Dos perfectos y atemporales firmamentos. En cualquier país civilizado tendrían ya, por lo menos, una calle.

El título del libro de Juaristi, Derrotero, da una pista sobre su mundo porque es, en efecto, una guía de navegación, pero también una colección de derrotas. Su poesía es irónica, distanciada, sin esperanza, sin convencimiento, humorística, a veces sarcástica y esconde bajo el disfraz de la humildad una audacia suicida. El coronel Lawrence lo habría puesto junto a los maestros técnicos, porque sus poemas, exquisitamente construidos, son un prodigio de exactitud lingüística.

Ferrer Lerín seguramente cuadraría con los que antes dije que eran particulares por su pensamiento y por su vida. La vida de Lerín es una obra de arte que debe consultarse en su página de internet. Se encontrarán en ella todos los ingredientes de la novela negra: asesinatos sexuales, espionaje, juego de naipe bajo nubes de tabaco, retiro salvaje, todo ello cernido por el anillo celeste de los buitres.

Si el mundo de Juaristi es un perfecto modelo moral, un juicio (severo) sobre nuestra existencia tan amada como denostada desde los clásicos latinos, el de Lerín es perfectamente amoral, un mundo de mentiras, caricaturas, historias obscenas: un mundo moderno. Bien podríamos decir que están presentes los dos poetas de la tradición europea, el clásico y el romántico, el que mira desde la altura los movimientos de las hormigas humanas y el que se hunde en una desesperación que sólo es posible expresar mediante el uso surreal del lenguaje.

Hay muy pocos poetas, pero he tenido la suerte de conocer a dos de los que todavía viven, de modo que puedo asegurar su honradez. No quiero hablar de poesía, pero me gustaría ser como esos buhoneros que van por los pueblos con una borrica en cuyas alforjas llevan remedios contra el dolor de muelas, el dolor de cabeza, el dolor reumático y el dolor de la vida. Iría yo mostrando a grandes gritos estos libros y animando a la gente a que los comprara para evitar mayores daños y suavizar los incurables. Son dos universos densos, sólidos, maravillosamente escritos y juzgados. ¡Y aún no tienen ni una calle…!

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4 de abril de 2023
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