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Jean-Baptiste Poquelin, también conocido como Molière, o «el desafortunado Molière», escribió, famosamente, que todo lo que no es prosa es poesía y que, por consiguiente, todo lo que no es poesía es prosa. Algo más de un siglo después del comienzo de lo que es denominado el período de «las vanguardias históricas», y a pesar de los esfuerzos realizados por éstas para cuestionar las convenciones no sólo literarias de su época, la de Molière es la forma en que todavía suelen ser vistas estas cosas por ciertos lectores, que siguen pensando en la poesía en los términos en los que lo hacía el autor de El burgués gentilhombre: para ellos, poesía es todo aquello que no es prosa; es decir, todo lo que, a diferencia de la prosa, es intenso y elevado, retórico y lírico, «poético» en el sentido más penoso del término, de difícil comprensión (de la poesía de John Donne, por ejemplo, el rey Jacobo I de Inglaterra dijo que era «como el Reino de Dios: está más allá del entendimiento» ) y dotado de una trascendencia que la prosa, el modo en que nos comunicamos habitualmente, no tendría.
No parece necesario afirmar que esta es una visión ingenua de la poesía, pero las consecuencias de esa visión merecen ser consideradas con algo más que con la indulgencia con la que hacemos frente a las manifestaciones de ingenuidad, puesto que, al concebir la poesía como algo distinto de la prosa que preside nuestros intercambios cotidianos (M. Jourdian afirma con asombro, en la pieza de Molière: «¡Dios santo! He estado hablando en prosa durante cuarenta años sin darme cuenta» ), al imaginar a la poesía como un lenguaje privado que se opondría al idioma público y de la colectividad, esta visión ingenua de la poesía ratifica la división entre aquellos que tienen una relación meramente funcional con el lenguaje y aquellos que podrían «recrearse» en él, entre aquellos que necesitan el idioma para comunicarse (sin que la comunicación constituya más que un medio en sí mismo) y aquellos que lo usan para crear, entre quienes producen y quienes añaden valor, entre los que sólo pueden hablar el lenguaje de los otros y aquellos que tienen un lenguaje «privado» (íntimo, suntuario) que serviría para su recreación y la de los que son de su clase, entre (al fin) la poesía y los que no podrían permitírsela, los pobres que sólo hablan en prosa.
Las convenciones literarias, todas ellas, son la manifestación en el ámbito de la literatura de convenciones y formas establecidas que son, en su origen, económicas y de índole política (no me atrevo a decir que las convenciones literarias son su reflejo, aunque «reflejo» es una forma de expresar cómo funcionan en relación a lo consuetudinario en materia política y económica). No importa cuánto se hayan esforzado las vanguardias históricas por echar por tierra las formas artísticas establecidas (con la esperanza, a menudo, de que con ellas cayese también un cierto régimen político y económico), éstas permanecen en la visión de ciertos lectores ingenuos y depositan a la poesía del lado de lo supletorio, del consumo suntuario y no imprescindible, y en oposición a la prosa, que sería el lenguaje de los intercambios necesarios para la subsistencia; de allí que toda poesía que ponga en cuestión la convención que distribuye el uso de la poesía y de la prosa tenga un carácter inevitablemente político y, más aun, revolucionario. En ese sentido, en algún lugar de Chile el más radical de los poetas de la lengua española, Nicanor Parra, cumple cien años en este momento y su revolución no parece detenerse. A continuación, por qué.
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No hay muchas virtudes que adornen a los escritores en sus comienzos, que suelen ser balbuceantes: el lector que yo fui en alguna ocasión también creyó saber cómo distinguir la poesía de la prosa. «En alguna ocasión» significa aquí, por supuesto, antes de leer a Parra. Por entonces yo era (lo he dicho ya, en otro lugar) un adolescente pobre en un barrio pobre de una ciudad pobre, en un país pobre cuya pobreza no era sólo material; o, mejor dicho, y en lo que se refiere específicamente a la poesía, era un país rico de una forma incomprensible y acaso fatal para quienes comenzábamos por entonces a leer poesía, puesto que la tradición poética argentina (esplendorosa, magnífica en algún sentido) era, al mismo tiempo, absolutamente impenetrable para nosotros, que todavía no habíamos recorrido el camino para acceder a ella, que pasaba por las vanguardias históricas, por la obra de Ezra Pound, por la de Wallace Stevens y la de T.S. Eliot. Naturalmente, ese camino podrá siempre ser llamado «via crucis» por algunos, pero en cualquier caso a nosotros (que no lo habíamos hecho) la poesía argentina nos resultaba un enigma indiferente, una especie de error que sólo podía ser reparado si se echaba la mirada al pasado y se escogían poetas «comprensibles», poetas que corrigiesen con su obra a los poetas que eran sus sucesores. Nosotros escogíamos a Raúl González Tuñón antes que a Juan Gelman, a Nicolás Olivari por encima de Roberto Juarroz, a Leónidas Lamborghini antes que a María Negroni, a la poesía de Jorge Luis Borges por delante de la de Arturo Carrera. Este no es un juicio de valor, excepto en relación a nuestras propias capacidades como lectores, que por entonces eran mínimas (las capacidades propias de lectores que comienzan a leer y, por lo tanto, son susceptibles y presuntuosos e ingenuos), pero, aunque más tarde aparecerían en nuestras vidas de lectores los poetas argentinos que renovarían la escena que habíamos conocido (Martín Gambarotta, Juan Desiderio, Fabián Casas, Daniel Durand, Alejandro Rubio, Marina Mariasch, una docena de otros nombres), el arco que debíamos trazar, la inmersión en el pasado que nos correspondía realizar para encontrar un tipo de poesía que hablase nuestro idioma (o una variante de ese idioma, detenida en la jerga de nuestros padres e incluso en la de nuestros abuelos), que tuviese como tema el tipo de cosas que nos preocupaban por entonces, que estuviese anclada en algún tipo de experiencia que nos resultase comprensible, incluso teniendo que imaginarla en otra época, distinta a la nuestra, era enorme y agotador. No estoy empleando el plural mayestático aquí: realmente estoy hablando de lectores existentes, de aquellos que comenzamos a leer en torno a la primera mitad de la década de 1990 en Argentina y que conformamos involuntariamente algo parecido a una comunidad de intereses; la existencia de esa comunidad fue breve y terminó con la adopción de diferentes estrategias en relación a la poesía: algunos de sus integrantes leyeron y escucharon y trataron de comprender, y de ese modo adquirieron un conocimiento de la poesía argentina que es el de los conjurados, el de una minoría articulada como una sociedad secreta en el interior de la sociedad pública, con sus acaloramientos, con sus poses y con sus discusiones, incomprensibles para quienes no seguimos sus pasos; otros le dieron la espalda a la poesía argentina, convencidos de que la voz que hablaba allí lo hacía en una lengua muerta; por un raro azar (el de las publicaciones y el de la oferta de las librerías argentinas, siempre impredecible), algunos otros escogimos una forma distinta de tratar de comprender qué era la poesía y qué placer se podía extraer de ella y miramos hacia Chile, al otro lado de unas montañas que, en términos literarios, son más altas de lo que indican los libros de geografía. Y así fue que descubrimos a Parra. Y así fue que cambió todo para nosotros y la poesía nos ganó para su causa y nosotros ganamos a la poesía para las nuestras, cualesquiera que sean.
3
¿Qué vimos en Chile? Una poesía que estaba viva, que hablaba una lengua que entendíamos; parcialmente extranjera, pero, aun así, mucho más comprensible para nosotros, unos lectores que también pretendíamos estar vivos, que las lenguas muertas que parloteaban en la poesía argentina y que nosotros no sabíamos comprender.
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El primer libro de Nicanor Parra que leí fue Poemas para combatir la calvicie. No recuerdo quién me lo prestó o de qué forma accedí a él, pero sí recuerdo que era un ejemplar que había sido utilizado, que estaba desvencijado en los sitios en los que aquellos libros que no provocan el interés o el entusiasmo nunca tienen daños. Naturalmente (y esto, supongo, señala ya una tendencia general), no comprendí mucho; es decir, no entendí (porque lo desconocía) cómo alguien podía tomarse esas libertades a la hora de escribir poesía, pero tuve la impresión de que esas libertades nos eran devueltas a los lectores que las habíamos perdido, por lo menos provisoriamente, buscando un sentido a la poesía argentina de la época. No sé qué piensan los demás, pero a mí la liberación que supone en el lector la lectura de Parra me ha parecido siempre una acción política. Tanto tiempo después, todavía recuerdo el entusiasmo y la sorpresa y la convicción de que estaba siendo ganado para la poesía por el humor y la vitalidad de un poeta del que yo no sabía absolutamente nada por entonces y que, como todos los poetas que importan, me daba la impresión de estar hablándome sólo a mí, incluso aunque lo hiciera (y esta era una novedad en mi vida de lector) en una lengua que era propiedad de todos, también de mí, de tal forma que el equivalente de esa lectura era una desinhibición política, como si Parra fuera un Movimiento de Liberación del Lector cuyas filas constasen de un solo miembro, aunque uno excepcional.
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La política de liberación que propone la obra de Parra se despliega en dos ámbitos, pienso: en el interior de la literatura y en su exterior, si éste existe. Los «antipoemas», por ejemplo, suponen el abandono de un paradigma anterior caracterizado por la frase de Molière. A diferencia del francés, Parra parece decir en una primera instancia que todo lo que es prosa es poesía; en una segunda instancia, con sus artefactos, completa el proyecto vanguardista de integrar vida y obra viniendo a decir, no sólo que no existe distinción entre poesía y prosa, sino también que tampoco existe distinción alguna entre los textos y los objetos: ambas actitudes son parte de una tendencia general al cuestionamiento y a la posterior superación de los límites impuestos tradicionalmente a la producción poética en nombre de las instituciones literarias, lo que conecta a Parra con las vanguardias históricas y con su gesto violentamente desacralizador, cosa que ha llevado a Marlene Gottlieb a escribir que su poesía «es un ataque a las instituciones, tradiciones e ideologías políticas, religiosas y estéticas, mediante las cuales el hombre, "danzarín al borde del abismo", se defiende del caos absurdo». Si (como digo) este gesto lo conecta con las vanguardias históricas, el humor de Parra le permite, sin embargo, llegar más lejos que éstas, ya que orienta su nihilismo no sólo contra las instituciones literarias sino también contra la autoridad que confieren al poeta quienes creen que éste es depositario de una «verdad trascendente». Las vanguardias históricas pretendieron reemplazar a unas autoridades por otras, pero Parra propone la supresión de la idea misma de autoridad, en un esfuerzo continuado de socavamiento de la figura del poeta mediante la ironía y el sarcasmo. Ante un poema como «Canción para correr el sombrero» («¡Ay! Si yo les contara todos mis sufrimientos / imaginen el nieto de un Conde / pidiendo limosna en la vía pública: / ¡es para poner los pelos de punta! // Además mi mujer se fue con otro / me dejó por un capitán de ejército / so pretexto de que soy paralítico / [...] / hay señoras mujeres en el siglo XX que se debieran desmayar de vergüenza») , quienes conciban la poesía, en oposición a la prosa, como un cierto tipo de texto «elevado», «intenso» y «trascendente», sólo pueden manifestar su desconcierto.
Lo hizo, en 1962, el crítico literario y padre agustino Prudencio Salvatierra, quien se preguntó sobre Versos de salón lo siguiente: «¿Puede admitirse que se lance al público una obra como ésta, sin pies ni cabeza, que destila veneno y podredumbre, demencia y satanismo?» . La respuesta, naturalmente, es que no, pero sólo si se acepta de forma acrítica el modo de comprender la poesía que Parra vino a poner en cuestión en la vida de todos nosotros y si se permanece aferrado al paradigma al que su obra puso fin cuando en «Manifiesto», un poema que fue publicado como cartel en 1963, declaró «los poetas bajaron del Olimpo», agregando: «A diferencia de nuestros mayores / -Y esto lo digo con el mayor respeto- / Nosotros sostenemos /Que el poeta no es un alquimista. / El poeta es un hombre como todos / Un albañil que construye su muro».
(Continúa el próximo miércoles.)
[Publicado el 04/9/2017 a las 13:15]
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